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Entrega de San Bernado a Hugo de Payns

31. En vano oye o lee el cantico del amor el que no ama.
32. El corazón frio no percibe unas palabras que están llenas de fuego, así como el que no sabe el griego, no entiende a que habla en esta lengua.

33. No puede la fama agregar a la virtud lo que la conciencia arguye, que es vicio.

34. La virtud se contenta con el candor de la conciencia, aun cuando no la acompañe el olor de la buena fama.
35. Muchas cosas te fastidian en la ociosidad, que tomarás con deseo después del trabajo (porque la mejor salsa es el hambre).
36. Más atrevido es el enemigo para envestir por la espalda, que para resistir cara a cara.
37. Hacer el mal, sea quien fuere el que lo mande, no tanto será obediencia, cuanto desobediencia (porque se falta a la que debemos a Dios).
38. Aquello que cualquiera ama sobre todas las cosas, se demuestra, sino es Dios, en lo que se propuesto en lugar de Dios.
39. No correrían muchos con tanto gusto a los cargos si conocieran que son cargas.
40. Que no se desvanezca el que está colocado en alto, es difícil.

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II. Comunidad Contemplativa

 “Las Moradas de los monjes en las colinas eran como santuarios llenos de coros divinos, cantando con la esperanza de la vida futura, trabajando para dar limosnas y preservando el amor y la armonía entre sí. Y en realidad, era como ver un país aparte, una tierra de misericordia y justicia” (San Atanasio de Alejandría, Vida de San Antonio).

Lo que verdaderamente transforma el mundo no es tanto el testimonio singular de un cristiano, por más santo que sea; lo que cambia al mundo es el testimonio de una comunidad que vive de la Palabra, se nutre en la Eucaristía y testifica su servicio en la caridad. Todo lo que tenemos que hacer es formar verdaderas comunidades. Si es una comunidad que busca la oración, una comunidad que busca el servicio y una comunidad que vive en la alegría y en la esperanza, e comunidad cristiana. Yo creo que son señales infalibles de una auténtica comunidad cristiana. Una comunidad busca la interioridad, la oración, la contemplación, una comunidad que siente necesidad de orar. Comunidades en una palabra, que siguen creyendo en la eficacia transformadora del Evangelio; concretamente comunidades que se sienten enamoradas de Jesús.

A lo largo de los siglos, la llamada a abandonar la sociedad y vivir en un desierto físico o espiritual se ha expresado en formas variadas. En los primeros días del monacato, había algunos monjes que adoptaban simplemente una vida errabunda en el desierto, sin morada fija.  Otros vivían completamente solos como ermitaños. Con el tiempo, descubrieron que se necesitaba cierta forma de vida social e institucional para dar estabilidad y orden. De esta forma se afianzó la vida común o cenobítica, en la cual la misma comunidad estaba ubicada en el yermo, o por lo menos alejada de cualquier ciudad, y en la cual los hermanos preservan un ambiente de oración por medio del silencio entre ellos mismos.

Esta combinación de soledad y comunidad concilió las ventajas de la vida apartada con las de la vida social. El monje no disfrutaba únicamente del silencio y de la libertad frente la las tareas distrayentes de la actividad mundana, sino también tenía el apoyo y el aliento de la caridad fraternal. Podía olvidarse de sí mismo en el servicio a los demás, trabajar por el bien común de la comunidad monástica y alimentar a los pobres.

Se beneficiaba de la obediencia y la dirección espiritual, y lo ayudaba el buen ejemplo de los demás. Ante todo, podía participar en la oración litúrgica comunitaria en la cual Cristo, el Señor y Salvador, estaba presente en medio de la asamblea monástica ofreciendo el sacrificio de alabanza y acción de gracias en los misterios de nuestra fe celebrados por los hermanos.

En la vida comunitaria no se procuraba solamente que el hermano buscara su propia salvación o un tipo individualista de contemplación, sino que la misma comunidad era un sagrado lugar de encuentro entre Dios y el hombre. Aquí el monje se abría a la acción del Espíritu que lo unía íntimamente con sus hermanos y recibía la fortaleza necesaria para continuar la contenida solitaria e interior a la cual Jesús lo había llamado.

Los monjes cistercienses se han dedicado desde el siglo XII a esta vida contemplativa en comunidad, sin perder de vista ni la nota de soledad ni el hecho de que forman un solo Cuerpo en Cristo resucitado.

Lo que le ayuda al cisterciense a permanecer en cierta medida solitario, aun estando entre sus hermanos, es ante todo el silencio.  Luego el trabajo manual en el campo en los talleres tiene algo de solitario y de oración, además de ser el medio por el que el monje se autoabastece.  De este modo también se mantiene libre de los múltiples contactos con el mundo exterior.  Además, raras veces deja su monasterio, y lo hace únicamente por razones serias.

Así la unión fraterna en la vida comunitaria monástica no es el simple resultado de la sociabilidad natural, sino que es un fruto del Espíritu Santo, un carisma sobrenatural otorgado por Cristo resucitado para bien de todo su pueblo.  Por lo tanto, debe considerárselo como completamente distinto de la cordialidad de una comunión natural, que es buena en su propia esfera.  Las amistades del monje dependen de su sensibilidad respecto al fin hacia el que se orienta toda la comunidad monástica: la gloria de Dios y la unión con él.  Por consiguiente, aunque los valores humanos y la sinceridad de la amistad monástica no debe tender a ser un simple substituto del cariño del hogar natural, al cual el monje ha renunciado.

En todo caso,  la alegría de la vida en el Císter proviene de la entrega generosa a la tarea espiritual común de alabanza y trabajo, y a la búsqueda en común de <<edificar>> la Iglesia en la verdad.  La vocación del monje no es la de <<encontrar>> cómodamente en el monasterio un ideal monástico ya realizado, que hace suyo con un mínimo de dificultades.  El monaquismo es algo que cada generación de monjes está llamada a <<construir>> y tal vez a <<reconstruir>>.  De esta manera, nunca se logra completamente el ideal y nadie tiene derecho a sentirse amargado o defraudado porque no lo encuentre realizado en su comunidad.

Cada hermano debe a su comunidad el esfuerzo de ayudar o <<edificar>> a sus hermanos, trabajando con ellos para preservar y mejorar la vida contemplativa que comparten y por la cual han renunciado al mundo.  Su alegría está basada, en última instancia, en la verdad y sinceridad con que se entregan a Cristo que vive entre ellos.  Cuando esta verdad está viva en sus corazones, la cisterciense debe buscar primero la verdad en sí mismo y en su hermano antes de poder encontrarla en Dios.

El monje encuentra la verdad de Cristo en sí mismo por la humildad con que reconoce su propia pecaminosidad y sus propias limitaciones.  Encuentra esta verdad en su hermano no juzgando sus pecados, sino identificándose con su hermano, poniéndose en su lugar, respetando el hecho de que el hermano es una persona diferente, con distintas necesidades y con una tarea distinta a realizar dentro de la labor única y común a todos.

San Bernardo dice <<La vida del alma es la verdad, y la captación del alma es el amor.  Por eso no puedo explicar en qué modo se puede decir que uno esté vivo, por lo menos en nuestra vida comunitaria, si no ama a aquellos entre los cuales vive>>

Por lo tanto, el amor del monje por su hermano debe ser realista, compasivo y comprensivo.  Un idealismo intolerante, que se impacienta ante cada falta, acusando y condenando siempre a los otros, es una debilidad encontrada frecuentemente en los monasterios.  Tal actitud demanda la compasión y comprensión de aquellos cuyo amor es más profundo.

La vida común no impide al monje vivir en cierto modo como un solitario, sino que lo protege contra los peligros del egoísmo y de la introversión.  De este modo purifica y profundiza la verdadera gracia de la soledad, que es paradójica, pues aumenta con la caridad.

Ya en el siglo IV Evagrio indicaba esta paradoja, al decir: <<El monje es aquel que está separado de todos y unido a todos>>.  La comunidad contemplativa abre corazones de sus miembros a una comunidad más amplia y universal.  Un cartujo moderno, anónimo, explica este fenómeno:

<<La vocación del monje lo obliga a vivir apartado del mundo, pero se encuentra en el corazón mismo de aquello que es más íntimo a cada hombre, su hermano.  Está en comunicación viviente con las aspiraciones esenciales que Dios ha colocado como semillas en su criatura.  La razón de ser del monje está identificada con la razón de ser que está en todo hombre.

Este hecho aparentemente extraño tiene una sola explicación: el monje no está unido a Dios y a los hombres por una comunicación natural o por expresiones humanas de afecto, por buenas que sean, sino por un único Amor que ha nacido en las profundidades de Dios mismo y se nos ha dado en la Persona del Espíritu Santo.  Es el Espíritu quien causa la secreta fecundidad a la Iglesia.

Es cierto que esta adoración contemplativa se realiza ya en el corazón del mundo por los miles de hombres y mujeres entregados a una vida de fe y oración en medio de su trabajo diario.  La oración de estas personas es de grandísimo valor a los ojos de Dios y para la extensión de su Reino.  <<Ellos verán a Dios>> (Mt 5,8).  Fe activa y fe contemplativa son mutuamente necesarias, no sólo en la total de la Iglesia, sino también en la vida de cada cristiano.  Todos somos llamados a ser contemplativos con Cristo, el gran Contemplativo.  Pero también es verdad que en la historia del Pueblo de Dios siempre aparecen lugares fuertes de oración donde se excluyen finalidades secundarias para dar una preeminencia más total al don contemplativo, mediante un estilo de vida ordenado a su desarrollo.  Esto se debe al hecho de que la gracia contemplativa, común a toda la Iglesia y activa de alguna manera en el corazón de todo hombre, tiende a hacer girar la existencia humana en torno suyo.  Así, sin la fidelidad del monje a su disciplina humana en torno suyo.  Así, sin la fidelidad del monje a su disciplina constante de humildad, soledad y caridad contemplativas y sin una comunidad estable y organiza para expresar en alma y cuerpo estos valores evangélicos el don general de oración, que el Espíritu otorga a su Pueblo, se iría debilitando, como lo demuestra la experiencia de muchos siglos.  El carisma monástico de oración y disciplina comunitarias es absolutamente necesario para el bienestar de la Iglesia entera: para su apostolado y para su oración.

Dicho esto, es verdad que a veces Dios puede pedir, como una excepción a la norma general, un apostolado especial y más exterior de porte de algún miembro de una comunidad contemplativa.  Sin embargo, la vocación monástica no puede ser entendida en este sentido.  El modo más efectivo en que el monje participa en la actividad evangelizadora de la Iglesia es ser, en toda su plenitud, el que está llamado a ser: un hombre de silencio y de oración, que ha seguido a Jesús al desierto y allí se queda con sus hermanos.  Sólo así cumplirá está misión profética de la vida monacal que consiste en mostrar visiblemente o por lo menos sugerir, algo de aquello hacia lo cual tiende toda vida humana: la vocación final y única para todos de unión con Dios en el amor.  La experiencia ha demostrado que incrédulos o católicos no practicantes, que no sienten más que desprecio y desconfianza por el mensaje de apóstoles activos, pueden encontrarse extrañamente conmovidos por el espectáculo de una comunidad de monjes silenciosos, quienes han optado por vivir al margen de la soledad y muestran que el ser humano puede encontrar una nueva  plenitud espiritual al vivir así no prestando atención a las modas de la sociedad, ni a sus placeres efímeros o intereses superficiales, sino orando por las necesidades profundas y frecuentemente trágicas que la afligen.

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Monasterio Cisterciense del Salvador

Somos una comunidad de monjas contemplativas, es decir, un grupo de hermanas que participando de las mismas aspiraciones de todo corazón humano, y habiendo escuchado, en nuestro interior, la llamada a vivir enteramente para el Señor Jesús, intentamos vivir una espiritualidad centrada en la búsqueda del Rostro de Dios, donde se halla la salvación y la vida eterna para el hombre: «Esta es la vida eterna: que te conozcan a tí, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo…»   (Juan, 17,3) 

 Nuestra comunidad pertenece a la Congregación Cisterciense de San Bernardo, la cual es parte de la familia monástica que sigue a Cristo según la Regla de San Benito, documento escrito en Monte Casino, Italia, en el siglo VI.

Seguimos dicha Regla según la interpretación contemplativa promovida por la reforma cisterciense del siglo XII. Este movimiento renovador del monaquismo benedictino comenzó en el año 1098 con la fundación del monasterio de Císter, cerca de Dijon, Francia.  Los ideales de los fundadores de Císter han sido defendidos tenazmente por los monasterios de la Congregación a través de los siglos. 

Nuestra Congregación está asociada fraternal y jurídicamente a La Orden Cisterciense de la Estrecha Observancia, más conocidos como Trapenses, con el fin de conservar mejor el patrimonio cisterciense, expresar la comunión en la misma espiritualidad  y fomentar la vida monástica cisterciense.

 El monasterio cisterciense del Salvador de Benavente, tiene su fecha exacta de fundación en Santa Colomba (pequeña localidad zamorana, situada a escasos cinco kilómetros de Benanvente) que en la actualidad se denomina «Santa Colomba de Las Monjas») el 12 de diciembre de 1181.

No todos los historiadores  están de acuerdo sobre la procedencia de las primeras monjas, pero la mayoría de ellos se inclina por «Santa María de Gradefes, monasterio situado en la Provincia de León y fundado en el año de 1168.

 El monasterio Cisterciense del Salvador, ha conocido dos traslados:

1º. Los nuevos aires de renovación que soplaron a la Iglesia a través del Concilio de Trento, que invitaban a los monasterios a trasladarse dentro de las villas o ciudades para mayor protección de los mismos, junto a la situación comprometida del edificio que amenazaba ruina, obligó a las hermanas a trasladarse a la Villa de Benavente, hecho que se realiza el 23 de abril de 1581, exactamente cuatro siglos después de haber sido fundado.

Fachada del antiguo Monasterio en la Villa de Benavente…   

2º. Otros cuatro siglos más tarde, el 30 de Noviembre de 1976, se realiza el deseado y también doloroso, traslado del monasterio.  «Deseado» porque el nuevo y actual monasterio ofrecería un entorno más favorable a nuestra vida, y también una casa mejor acondicionada para las necesidades vitales de todo grupo humano.  «Doloroso»,  porque  aquellas paredes y vigas afectadas por las termitas eran testigos de la vida entregada de tantas hermanas, y también porque significaba distanciarse de tantos buenos amigos y vecinos de la amada comunidad.

…Un monasterio  de

 construcción moderna que

 acoge la historia de

 una comunidad contemplativa

 de más de ocho siglos de

 existencia…

 

EL   VIVIR  MONÁSTICO  CONTEMPLATIVO 

Nuestro vivir monástico está íntegramente ordenado a la contemplación.  Por eso las monjas se dedican al culto divino según la Regla de san Benito dentro del recinto del monasterio.  En soledad y silencio, en oración constante y gozosa penitencia, ofrecen a la Divina Majestad un servicio humilde y digno a la vez. (Constitución 2)

La oración es la realidad de nuestra vida que expresa más concretamente nuestra proyección hacia Dios en cuanto acto unificante de todo nuestro ser.

En general podemos decir que la oración es relación.  Sería la forma más amplia, más sencilla y más fácil de presentar la oración: Es relación, es diálogo, es comunicación, es amistad, es comunión con Dios.  Para esta relación, para esta comunicación y diálogo hemos sido creados por Dios.  Esto significa que cuando Dios nos creó, nos creó dialogales, comunicantes o comunicables; nos creó para ser criaturas orantes.

Fundamento antropológico:  En cuanto personas humanas somos uno en relación, somos yo mismo abierto al tú de los demás, somos dialogales.  Tenemos necesidad de comunicación y de comunión, y la experiencia nos enseña que esta necesidad solamente se sacia cuando aquel con quien nos comunicamos es absoluto, infinito, es decir, DIOS.

Nuestras relaciones humanas siempre tienen sus límites, porque en el fondo tenemos una necesidad absoluta de comunicación y de comunión con el Infinito y el Absoluto.  Hemos sido creados orantes y para orar. 

Fundamento teologal:  La oración es una actividad teologal antes de ser una actividad psicológica.  La oración es una comunicación que comienza en Dios.  La oración es una gracia, un don:  Nadie puede forzar a Dios a comunicarse con nosotros.  Y si la oración comienza desde Dios, la oración es don y es gracia.  Dios mismo cuando nos habla, nos capacita para responder.  Así como amándonos nos hace amables, capaces de amar y recibir amor, así también hablándonos nos hace comunicantes, nos hace capaces de respuesta.

¿Cómo se expresa en nuestra vida cotidiana esta amistad, esta relación, este diálogo, esta comunicación, esta comunión con Dios?

En nuestra vida monástica se expresa a través de la Liturgia y de la Escritura: son los fundamentos de la oración cristiana y monástica.  «Se escucha diariamente la Palabra de Dios, se ofrece a Dios Padre el sacrificio de alabanza, se participa en el Misterio de Cristo y se realiza la obra de santificación por el Espíritu Santo» (Constitución 17,1)

 

La celebración de la Eucaristía:  La Eucaristía es manantial y cumbre de toda vida cristiana y de la comunión de las hermanas en Cristo; por eso se celebra diariamente por toda la comunidad.  De hecho, las hermanas se unen más íntimamente entre sí y con toda la Iglesia por la participación en el Misterio Pascual del Señor.  (C. 18) 

 El Opus Dei:   Nada se anteponga al  Opus Dei.  Por ello la comunidad celebra la Liturgia de las Horas que cumple, en unión con la Iglesia, la función sacerdotal de Cristo, ofreciendo a Dios un sacrificio de alabanza e intercediendo por la salvación de todo el mundo.  Este Opus Dei (Oficio Divino) se prolonga a lo largo del día, mediante el constante «recuerdo de Dios». (C. 19)

 

La Lectio Divina: La lectio divina asidua fomenta sobremanera la fe de las hermanas en Dios.  Esta excelente práctica de la vida monástica, en la que, a ejemplo de María se escucha y rumia la Palabra de Dios, es fuente de oración y escuela de contemplación en la que la monja dialoga con Dios de corazón a corazón.  (C. 21)

 

Las monjas cistercienses buscan a Dios  y siguen a Cristo en una comunidad estable, escuela de caridad fraterna.   Porque las hermanas tienen un solo corazón y un solo espíritu, lo poseen todo en común.  Esto es lo que caracteriza nuestra vida común: la unidad de espíritu en la caridad de Dios, el vínculo de paz en la mutua y constante caridad de todas las hermanas, comunión en el compartir todos los bienes. (Constitución 3)

 

«Las moradas de los monjes en las colinas eran como santuarios llenos de coros divinos, cantando con la esperanza de la vida futura, trabajando para dar limosnas y preservando el amor y la armonía entre sí.  Y en realidad, era como ver un país aparte, una tierra de misericordia y justicia» (San Atanasio de Alejandría, Vida de San Antonio).

¡Sí… tierra de misericordia y justicia…!.  ¡Esto es lo que deseamos sea nuestra vida comunitaria!.  «Padre, que todos sean uno para que el mundo crea que tú me haz enviado..» (Jn. 17).  Lo que verdaderamente transforma el mundo es el testimonio de una comunidad que vive de la fe en Dios, y da signos de amor y de unidad. 

 Este fue el ideal, hecho herencia, de nuestro Padre San Benito, quien al final de su densa vida escribe:

«Practiquen , pues, los monjes este buen celo con el amor más ardiente; esto es, que «se anticipen a honrarse unos a otros»; que se soporten con la mayor paciencia sus debilidades, tanto físicas como morales; que se obedezcan a porfía unos a otros; que nadie busque lo que le parezca útil para sí, sino más bien lo que lo sea para los otros; que practiquen desinteresadamente la caridad fraterna; que teman a Dios con amor; que amen a su abad con afecto sincero y humilde; que no antepongan absolutamente nada a Cristo, el cual nos lleve a todos juntos a la vida eterna» (Regla Benedictina, Cap. LXXII)

Císter quiso ser una schola caritatis, una escuela de amor.  Sin duda, la vida común constituye en ella una de las piezas claves.  Es una escuela de vida que asegura un aprendizaje concreto del amor.  Amando se llega a ser capaz de amar.

«De nada sirve vivir juntos, dice san Bernardo, si estamos separados en el espíritu; de nada sirve reunirse en un lugar, si nos separamos interiormente».  Para crear esta comunión entre todos, es indispensable la acción del Espíritu Santo que se manifestará en la caridad mutua; pero esta caridad, que nos prepara ya a la contemplación de los secretos del Padre, se enraíza en la imitación de Jesucristo, que ha querido humillarse para revelar al hombre la verdad de su condición y conducirlo a su verdadero destino.  Esta humildad de Jesucristo se encuentra en la base de toda vida común: «Lo propio de la amistad, dirá el beato Guerrico, autor cisterciense de la segunda generación, es humillarse ante sus amigos«.

Efectivamente, la vida comunitaria  implica un camino de humildad, a través del cual uno va conociendo su propia pobreza e indigencia, su incapacidad de amar a los demás tal y como son.  Uno va descubriendo el misterio de su propia humanidad y la inmensa necesidad de ser salvado, transformado y  amado sin reservas por La Divinidad, Misterio Eterno de Amor Trinitario.  Sólo después de conocer un poquito la ternura misericordiosa y la paciencia amorosa del Señor para con nosotros mismos, uno puede ser capaz de abrirse al misterio «del otro», respetándole en su propio camino, no juzgándole, perdonándole y acogiéndole con afecto tierno y sincero.

Así se forja el cor unum et anima una, un solo corazón y una sola alma de que hablan los Hechos de los Apóstoles acerca de la comunidad cristiana de Jerusalén considerada como el prototipo de toda comunidad cenobítica.  San Bernardo comenta:

«Haya entre vosotros hermanos queridísimos, tal unidad de espíritu que los corazones estén unidos amando y buscando un solo y mismo objeto, adhiriéndose a él, teniendo los mismos sentimientos unos por otros.  Y así, incluso  las diferencias exteriores escapan al peligro y no crean escándalo.  Cada uno puede tener su modo de hacer frente a las circunstancias; a veces, quizás, su propio modo de ver los asuntos terrenos, e incluso distinguirse de los demás por dones de gracia diferentes; y se verá que no todos los miembros se dedican a la misma actividad.  Pero la unidad interior y la unanimidad harán un único todo de la multiplicidad y reunirán las partes por el cimiento de la caridad y el vínculo de la paz».

La vida fraterna  no impide la vida de soledad y silencio en la que se engendra la sabiduría, sino que purifica y profundiza la verdadera gracia del ser monja.  Ya en el siglo IV, Evagrio escribía: «El monje es aquel que está separado de todos y unido a todos».  La comunidad contemplativa abre los corazones de sus miembros a una comunidad más amplia y universal.   «La vocación del monje lo obliga a vivir apartado del mundo, pero se encuentra en el corazón mismo de aquello que es más íntimo a cada hombre, su hermano.  Está en comunicación viviente con las aspiraciones esenciales que Dios ha colocado como semillas en su criatura.  La razón de ser del monje está identificada con la razón de ser que está en todo hombre» (Cartujo anónimo).  La vocación cisterciense está construida así en una aparente contradicción.  Cuanto más se entregue y se deje amar la hermana de Dios más podrá amar a sus hermanas de comunidad y más estará unida en una forma silenciosa y oculta a cada miembro del Pueblo de Dios.

«Mi soledad, sin embargo, no es mía, pues ahora veo cuánto les pertenece a ellos, y veo que tengo una responsabilidad por ella en atención a ellos, no sólo por mí.  Por estar unidos a ellos les debo a ellos el estar solo, y cuando estoy solo, ellos no son «ellos» sino mi propio yo.  ¡No son extraños!»  (Thomas Merton, monje cisterciense)

 

EL   VIVIR  MONÁSTICO  CONTEMPLATIVO

El Trabajo  

La ociosidad es enemiga del alma; por eso han de ocuparse las hermanas a unas horas determinadas en el trabajo manual… porque así son verdaderas monjas, cuando viven del trabajo de sus propias manos, como nuestros Padres y los apóstoles» . 
(Regla  de San Benito, Cap. XLVIII).

El trabajo, sobre todo el manual, que ofrece a las monjas la ocasión de participar en la obra divina de la creación y restauración, y comprometerse en el seguimiento de Cristo, goza siempre de alta estima en la tradición cisterciense.  El trabajo, arduo y redentor, procura la subsistencia a las monjas y a otras personas, especialmente a los pobres, y es signo de solidaridad con el mundo obrero.  Es además ocasión de una ascesis fecunda que ayuda al desarrollo y madurez de la persona, favorece la salud física y psíquica y contribuye sobremanera  a la cohesión de la comunidad.  (Constitución 26).

Este número de nuestras Constituciones, hace una buena síntesis de la teología y espiritualidad del trabajo, afirma en primer lugar:

    * «que es una participación en la obra creadora y redentora de Dios y resalta el realismo en el seguimiento de CristoAl trabajar, ejercemos una actividad creadora que es un reflejo de la de Dios.  Porque Dios es el primer y supremo trabajador que hizo el Universo, y continúa trabajando en la conservación de las criaturas y con sus intervenciones en la historia humana.  Toda la creación refleja las perfecciones divinas pero sólo el hombre es capaz de imitarle en su actividad creadora, por medio de su cooperación libre e inteligente en la obra de perfeccionar y transformar el mundo material.  Cristo es el Artífice divino, la manifestación encarnada de Dios en el mundo.  Vino a realizar la obra de su Padre: «Mi Padre trabaja hasta ahora, y yo también trabajo» (Jn. 5, 17)«Tenemos que trabajar en las obras del que me ha enviado mientras es de día; llega la noche, cuando nadie puede trabajar (Jn. 9,4).  Jesús vino a rehacer el mundo destruido por el mal, y asumió el trabajo humano.  En su vida oculta trabajó como artesano en Nazaret; entonces, y durante su vida pública, experimentó el cansancio y el agotamiento.  Los cristianos, y por tanto las monjas estamos llamados a una vida de trabajo en el servicio de Cristo.  Como miembros de su Cuerpo Místico, cooperamos a que se realice el plan divino, por medio de la extensión progresiva de la redención en favor de todos los hombres.

Igualmente, esta constitución hace notar los valores que se siguen del trabajo, a los que hoy somos tan sensibles:

    * procura la subsistencia propia, permite compartir los bienes, especialmente con los pobres, y nos hace solidarios con el mundo del trabajo.  El deseo de San Benito, es decir, lo ideal, es que el trabajo de las monjas sea el medio ordinario de mantener a la comunidad y  socorrer a los pobres.  Así por el humilde trabajo, se experimenta una mayor unidad a Jesús, Señor nuestro.

 * es una ascesis realista, que favorece la madurez de la persona y la salud física y psíquica y también contribuye a la cohesión de la comunidad.  Los monjes antiguos hacían del trabajo manual uno de los principales ejercicios ascéticos para progresar en la perfección.  San Jerónimo insistía en que sus monjes «trabajaran con sus manos no sólo para ganarse el pan, sino ante todo para el bien de su alma».   El trabajo disciplina a la monja contra la inconstancia, contra la tentación de evadirse de la realidad y con ello fomenta el espíritu de recogimiento y de humildad.   Y por último, realmente el trabajo nos une y nos purifica comunitariamente, ya que nos obliga a salir de nosotras mismas y a ocuparnos de las necesidades de las demás. 

 

ACTUALIDAD

CONFORMACIÓN CON JESUCRISTO A TRAVÉS DE LA VIVENCIA AUTÉNTICA DE LA ASCESIS

(Conferencia preparada por nuestra hermana María Fernanda Soriano para todas las hermanas de La Congregación de San Bernardo)

 

Según la última carta de nuestro Abad General (Vida Común en Comunidad de Amor, 26 de Enero 2004), la ascesis era el modelo para presentar las formas monásticas, o disciplinas, hasta los años sesenta del siglo pasado. De acuerdo con esto, tendríamos que decir que me dispongo a hablar de un valor prácticamente trasnochado, algo así como que estoy comerciando con un producto que no está de moda…

La ascesis no es un valor caduco, anticuado, anacrónico, sigue siendo un valor actual y quizás más apreciado de lo que puede parecer. Es evidente que actualmente dentro de una escala de valores no iría a la cabecera de la lista, pero seguro que por lo menos sería mencionado. De no ser así, me atrevo a decir que es porque, más que hablado, es un valor vivido con mayor radicalidad, por quienes viven con “radicalidad”, y que impregna la vivencia de los valores humanos, cristianos, monásticos, logrando que sean aún más valiosos.

 El término como tal es muy rico en contenido. En realidad es algo así como un abanico de posibilidades, de las que podemos echar mano según lo necesitemos; o, como la caja de herramientas de un carpintero que contiene todo tipo de instrumentos para trabajar en el diseño de una obra de arte; ora tendrá que usar del martillo, ora de una sierra, ora necesitará un clavo, etc, pero todo sirve para el mismo fin. Naturalmente no lo podemos abarcar todo. Lo que me importa es buscar la imagen más adecuada de la ascesis cristiana, sin dejar de lado el aspecto moral y humanístico. Y ésta, la ascesis cristiana, consigue toda su identidad en la participación del misterio de la cruz y de la muerte de Cristo.  

Íntimamente unida a la fe en Cristo, la ascesis constituye una “tarea” de la que ningún creyente cristiano puede excusarse. La invitación de Jesucristo: “El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, cargue con su cruz y sígame” (Mt. 6, 24), base de la ascesis cristiana, está  dirigida a todos los discípulos…  En consecuencia, no es una misión “exclusiva” de categorías especializadas, como por ejemplo las monjas cistercienses de la Congregación de San Bernardo, sino una vocación para toda la Iglesia, aunque la ascesis tenga “tipificaciones” diferentes, como lo es la ascesis típicamente monástica. Y dentro del monacato tendríamos que hablar de una forma típica de vivirla dentro del “Carisma Cisterciense”, tal como lo dice Vita Consecrata: Es necesario también tener presentes medios ascéticos típicos de la tradición espiritual y del propio Instituto. ( nº 38b).

 En nuestra constitución nº 25, sobre la ascesis, encontramos el espíritu con el que hay que emplear los medios ascéticos: “Por eso la monja debe acogerse gustosamente y con espíritu de gozosa penitencia a los medios que para este fin emplea la Congregación.  ¿Cuáles son estos medios?. Lo dice a continuación: el trabajo, la vida escondida, la pobreza voluntaria, las vigilias y los ayunos. Es cierto que son los que practicamos en nuestros Monasterios, aunque no todos con la misma intensida. Habría que preguntarnos si los practicamos “gustosamente” y “con espíritu de gozosa penitencia”….  Lo que sigue  a continuación son iniciativas personales que me mueven a tener dicha actitud; al compartirlas espero que también para Vds sean causa de estimulo.

 

La ascesis, participación –Practicación- de la vida de Jesucristo.

Vista desde el Evangelio, o iluminada por él, la “práctica” de la ascesis tendría que ser una buena noticia, es una buena noticia, ya lo veremos.

            Efectivamente, es una buena noticia ya que no se trata de una práctica cualquiera, se trata de “practicar” a una persona: Jesucristo, acontecimiento escatológico de salvación. Practicar la ascesis será entonces comenzar a participar del acontecimiento escatológico de nuestra salvación. Es, en cierta forma, una “práctica” del cielo; entrenarnos en las obras del Reino de Dios.  Esta fue la ascesis de Jesucristo. Evidentemente la ascesis no es ningún fin, ninguna meta. La meta, el fin, es Él mismo: Jesucristo.

Este Jesús, con el que nos configura la ascesis, ha dicho que en el Reino se ceñirá, nos sentará a la mesa y nos servirá de uno en uno (cf Lc. 12, 37). En consecuencia, hay que decir que el cielo es algo dinámico. Nosotros, sin embargo, solemos comparar el cielo con algo así como el “descanso eterno”. No obstante, los grandes místicos han sabido intuir que el progreso del espíritu no acaba: también es eterno. Nunca dejaremos de desear ser transformados por Dios en Dios. Es la gran intuición de Gregorio de Nisa: “El que asciende no cesa nunca de ir de comienzo en comienzos que no tienen fin. Jamás el que asciende deja de desear lo que ya conoce.” (in cant 8)

Hadewijch de Amberes, mística y poetisa del s.XII,  nos viene a decir que es en el Reino de Dios donde se nos concederá practicar plenamente la gran obra del Amor. Será allí la plena participación en la Vida de Jesucristo, por lo que la práctica de la ascesis aquí, en esta vida, será comenzar a gustar la Vida eterna : “Los que desean y tienden a satisfacer a Dios con amor comienzan aquí la vida eterna, que es la de Dios mismo en la Eternidad. Pues el cielo y la tierra renuevan a cada instante el compromiso de ofrecerle amor con plenitud y corresponderle con la dignidad que le es propia, pero jamás lo consiguen perfectamente. Por eso, el hombre que ni descansa ni acepta consuelo extraño al Amor, sino el que le proporciona el esfuerzo de satisfacerlo a todas horas, comienza aquí la vida eterna. (Handewijch de Amberes Carta XII)

Por otro lado, tal ejercicio, típico de la fe, no significa fundamentalmente acción, compromiso o esfuerzo autónomo del hombre; responde, más bien, a la “urgencia” de operar una renovación que se adecue radicalmente a la acogida-obediencia de la fe.  Practicar es, pues, fundamentalmente “practicar la propia muerte” o la propia pérdida, “llevando siempre y por doquier en nuestro cuerpo la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo” (2 Cor 4,10). La ascesis cristiana, no es el ejercicio de sí, sino el ejercicio de Otro para dejarnos identificar y conducir por Él.

En realidad, parece que me he contradicho en lo que digo. Por un lado he dicho que la ascesis es una “práctica del cielo”, y por otro “practicar la propia muerte”. ¿Cuál hay que elegir?. ¿Se trata de dos prácticas diferentes? ¿O se trata más bien de un solo proceso que necesita de ambas prácticas?. Es decir, ¿Se trata de “practicar” la muerte, para realizar la “práctica” del cielo?… Creo que no hay otra respuesta que la vida misma de Jesucristo: “Nunca hay que olvidar que el buen servicio y el sufrimiento del exilio aquí abajo son parte de la vida humana: lo mismo le correspondió a Jesucristo mientras vivió sobre la tierra… Él mismo se lo aseguró a una persona: donde está el Amor también están los grandes trabajos y las graves penas. Sin embargo, todo sufrimiento tiene su dulzura: quit amat non laborat, que cuando se ama no se siente la pena”.  Más adelante continúa Hadewijch de Amberes, diciendo “Con la Humanidad de Dios, debes vivir tú aquí abajo, entre las labores  y los dolores del exilio, y con la Divinidad eterna y todopoderosa, debes amar y alegrarte en tu interior con dulce abandono. El verdadero cumplimiento de estos dos aspectos reside en un solo y único goce”. (Carta VI).

Entonces, si el “objeto” de la “práctica” ascética de la monja es Cristo mismo, ésta  equivaldrá entonces a “frecuentarlo”, “conocerlo” (Jn. 17,3), “seguirlo” (Mc 1,17) dejándonos modelar por Él (Rm 8,29), hasta compartir totalmente su destino: llevar su cruz (Mc 8,34); morir su muerte y resucitar su resurrección en el bautismo (Rm 6,3). Estos son los “auténticos”, irrenunciables e irrevocables ejercicios; esta es la verdadera ascesis de todo creyente cristiano. ¡No hay otra!.

Bien nos confirma la experiencia que la donación de la vida, es la que nos da más vida. Es verdad que el que pierde gana.  Es más dichoso el que da que el que recibe. Esta es la Buena Noticia: Si luchamos, nos esforzamos, nos cansamos, por adelantar su Reino, en realidad no morimos: descansamos interiormente, crecemos espiritualmente, maduramos humanamente, renacemos internamente, revivimos plenamente de día en día hasta la última pascua, cuando pasemos de la muerte a la vida.

Podemos pues, llegar a formular una pequeña reflexión de acuerdo con nuestra experiencia que nos ha confirmado el párrafo de Hadewijch de Amberes que acabamos de leer: “la ascesis es un estilo de vivir, propio de la persona que ama y se ha sabido amada: de la que puede decir a Dios, con su dolor, su enfermedad, su fatiga, su cansancio por los demás, te amo, te amo más que a mí misma.”

Alguna vez, redactando este trabajo, he pensado en mi madre, y pensaba que si ella supiera que en estos momentos yo les estoy hablando de “ascesis”, lo primero que haría sería preguntarme qué significa eso. Al explicarle en términos humanos lo que es, seguro que me diría: “hija, quítate de allí; la que tengo que hablar de ascesis soy yo”.

Esto lo descubrí un día en la oración. Me preguntaba qué era lo que hacía a mi madre levantarse tan temprano, dejar preparada muchas cosas antes de irse a trabajar, llegar a casa cansada y seguir muchas veces trabajando, sacar tiempo para ir a la Iglesia, etc, etc. Y lógicamente llegué a la conclusión que porque nos amaba. Porque nos amaba, no le importaba sacrificarse por mí y por mi familia, claro, no era yo sola. Pero este sacrificarse, esforzarse, ir dejando la vida, era una forma de decirnos “las amo”, aunque muy pocas veces lo dijera con la boca, ella lo practicaba y con su ejemplo me ha enseñado lo que es amar.

Bien, perdón por el desvío, pero es para ver que la ascesis es lo propio del amor, de la persona que ama.  Por eso es lo propio de Dios, por eso podemos hablar de Jesucristo como el gran asceta, no en sentido moralista, sino como el que ha llevado  la ascesis a su plena validez: Él fue el gran perdedor y el gran  donante. Él nos lo dio todo, nos dio su vida, hasta la última gota de sangre. Él se hizo pan y se dejo comer. Él nos ha dicho en la cruz a cada una de nosotras “te amo”, “te amo más que a mí mismo”.

 

Ascesis y Mística en Marta y María.

Podemos leer las figuras de Marta y María como las de un verdadero progreso en el espíritu, a través de la ascesis física y espiritual, hasta llegar a la plena identificación con  la suerte del Maestro.

La interpretación es un tanto personal, por lo que pido disculpas anticipadas por cualquier fallo. Son más bien intuiciones, desde mi propia experiencia, que comparto ahora con Vds.

Marta y María, son Marta y María, dos personas distintas que nos dejan un solo Mensaje, mensaje con mayúscula, Jesucristo.

 Veamos el crecimiento de Marta. Según Lc.10 (v.39ss) Marta es quien invita a Jesús a su casa, es quien decide cómo atenderlo, qué hay que hacer para recibirlo; se “esfuerza” por preparar una cantidad de detalles que el “Huésped” no ha pedido. En el texto se dice que: “Marta estaba atareada en muchos quehaceres”. ¿Sabía ella misma qué era lo que estaba haciendo, o hacía sin saber lo que hacía? ¿Cuántas vueltas daría, quizá para hacer mil veces la mismas cosas? ¿Serviría lo que hacía?. Marta daba pero no se daba. Su queja denota su insatisfacción: “Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje sola en el trabajo?”. Sorprende la confianza de Marta para “reclamar” a Jesús lo que ella misma ha montado. Pero, nos revela también su ignorancia respecto al Maestro. Marta, ciertamente, quedó cariñosamente mal parada. La réplica de Jesús: “Marta, Marta, te preocupas  y te agitas por muchas cosas; y hay necesidad de pocas, o mejor de una sola…”, son una voz del Maestro que le obligan a detenerse también espiritualmente. El estrés le había obligado a dejar sus tareas para pararse físicamente frente a Jesús. Ahora es Jesús quien le llama a detenerse interiormente, a volverse hacia Él: Él es la mejor parte. Marta, no ha caído en la cuenta que en su casa hay “Uno” que desea ser acogido en el corazón. Quizá, en la réplica de Jesús resuenen aquellas palabras del Cantar de los Cantares: “Si alguien ofreciera los bienes de su casa por el amor, se granjearía el desprecio”. (Ct.8,7)

Marta tuvo que reencontrarse a la luz de esta Palabra y reencontrar de esta forma el sentido de su esfuerzo, con ello nos iluminó también la verdadera ascesis cristiana. Sólo más tarde, en vísperas de la última cena, se nos dirá que Marta “servía” (cf. Jn. 12,2). Reconciliada con el servicio, Marta prefigura al Servidor de todos, el que dijo “yo he venido a servir y no a ser servido”. El itinerario de Marta, su proceso ascético, pasa por el diálogo personal con Jesús en el episodio de la resurrección de Lázaro (Jn.11, 1-43) y culmina en el servicio gratuito y testimonial, antes de la Pascua del Señor.

 Vamos ahora con María. Ella también hace un proceso ascético. Sentada a los pies de Jesús, supo reconocer que el “Visitante” era el que servía: servia su Palabra. Ella supo intuir que el “Huésped” quería ser acogido, no sólo atendido. Conocía al Maestro. Se reconocía en Jesús y en lo que Él le decía; sabía que si algo necesitaba Él lo pediría. Su ascesis se centraba en la escucha, atenta a lo que Él decía. Le bastaría un gesto de necesidad de Jesús para levantarse rápidamente y atenderlo. De hecho es la reacción de ella cuando, en el pasaje de la resurrección de su hermano Lázaro, Marta le dice al oído: “el Maestro está ahí y te llama”. Ella en cuanto lo oyó, se levantó rápidamente (Jn 11, 29s). Experta en escuchar la voz del Maestro, a través de la ascesis espiritual, corre a su encuentro. María, también hace un recorrido hasta llegar a la plena identificación con la misión de Jesús. Paradójicamente, su ascesis espiritual termina también en el servicio gratuito y testimonial en vísperas de la última cena. Mientras Marta sirve, ella presta otro servicio, lejos de ser mera pasividad es una acción dinámica: Ungir los pies de Jesús.

Así, ambas hermanas, quedan reconciliadas en la plena identificación con la misión del Maestro, ambas prestan un único servicio: anticipar la Pascua de Jesús. Su ascesis, tanto física como espiritual, es una sola y culmina en la plena comunión con el Misterio de Jesucristo, único Maestro y Señor. Ambas se convierten para nosotras en un solo programa de vida ascético-místico, o si se quiere ascético y místico.

 Con esto ya podemos formular otra reflexión: No se trata de separar ascesis y mística. Se trata de reconciliar a ambas. No se llega a una experiencia mística sin haber recorrido un camino ascético, largo y cansado, tiene que ser así. Pero no se puede perseverar en un largo camino ascético, si éste no es ya una forma de estar unidos al misterio pascual de Jesucristo.

 

 Con lo dicho ya podemos formular otras dos reflexiones: La ascesis cristiana y monástica, para ser tal, debe partir de una visión positiva y valiosa del ser humano, cuerpo y alma debe además, conducir a la restauración de nuestra verdadera imagen de Dios; o dicho de otro modo: La ascesis cristiana y monástica, auténtica, debe ayudarnos a crecer como personas humanas y divinas, a plenificar nuestro ser como mujeres  llenas de espíritu, y no a destruir  nuestra condición humana y sexuada, ya que de esta forma impedimos también nuestro propio crecimiento espiritual.  Sería lamentable que después de haber recorrido el camino ascético nuestro corazón en lugar de haberse ablandado y rejuvenecido, terminara endureciéndose y cerrándose a la gracia de Dios que sopla de tan diversas formas.

 

Necesidad de una visión sanadora de la ascesis

Los primeros padres del desierto ponen en vela contra la ascesis exagerada, que sin prestar atención a las propias limitaciones, quisiera someter a la fuerza al propio cuerpo. La Abadesa Sinclética, advertía: “Hay una ascesis exagerada que es del demonio, ya que también sus discípulos la practican. ¿Cómo podremos, pues, distinguir la ascesis divina y auténtica de la tiránica y demoníaca?. Claramente a través de la medida.” (Apo. 906)

La antropología cisterciense acentúa con fuerza la interacción del cuerpo y el alma. Los ejercicios de uno y otra son calificados como corporales y espirituales, exteriores e interiores. Lo hemos visto en Marta y María. San Bernardo en la Apología da la primacía a lo espiritual, citando a San Pablo: “Los ejercicios corporales sirven de muy poco, la piedad en cambio sirve para todo” (1ª Tim 4,8)

Con esto no estoy queriendo decir que no haya que dar importancia a la ascesis corporal. San Bernardo después de insistir en que el más santo no es el más cansado, afirma también la necesidad de la ascesis física: “las realidades espirituales, aunque sean de orden superior, apenas se pueden conseguir, ni conservar sin la ayuda del esfuerzo corporal, el mejor será aquel que discreta y oportunamente (discrete et congrue) se ejercita en unos y otros.”

Es preciso que las obras de las ascesis corporal se transformen en vino y este vino es la caridad…, dice Bernardo de Claraval. El temor se cambia en amor. El agua de la ascesis se convierte en vino místico, ya que animada por el fervor del amor, se realiza en ella, en el agua que es la ascesis, la unión con Dios. Se da una metamorfosis, es decir, cambio de forma, reforma, conversión.

Quizá esta concepción de la ascesis se acerque más a nuestra forma actual de vivirla: conducirnos a una mayor caridad. Un autor de nuestro tiempo dice así: “La abnegación cristiana, elemento constitutivo de la ascesis, debe desembocar en la comunión, en la participación de todos en la misma mesa, en la fraternidad… Lo más propio del cristiano es el amor. Como Cristo nos amó. Este será el verdadero test de la abnegación –ascesis- cristiana: ¿Conduce a una mayor caridad?”

Vamos a ver esto en una gran mística del movimiento de las Beguinas, muy cercana al movimiento cisterciense.

 

La ascesis en los ejercicios de Gertrudis de Helfta

Me detengo en Gertrudis porque tiene una visión muy equilibrada de las ascesis y se puede convertir en motivante para nosotras que vislumbramos la necesidad de la ascesis para llegar a una vivencia mística, sólo así podremos responder a nuestro mundo: generación cansada de fatigarse sin sentido.

Para ella, para Gertrudis, la ascesis no es nunca un autocastigo, sino una renuncia a sí misma, que está implicando “vivir” para convertirse: su visión es positiva cristológica y cristocéntrica. La experiencia de Gertrudis gira en torno a la persona de Jesús y el corazón de Cristo, es decir, la naturaleza humana de Jesús, Hijo de Dios. En su concepción de la ascesis pone el acento en el poder de la Ternura (pietas) divina –Amor- para transformar al ser humano, así lo pide en el ejercicio II:

“¡Ah!, que mi alma elija no saber nada fuera de ti

y que, bajo la disciplina de tu gracia,

instruida por la unión en la escuela del amor,

mis progresos sean grandes, rápidos, intensos…”

Siendo la acción de la persona la de acoger “activamente” la gracia de Dios que es la que hace todo…Es pues el amor quien despierta al alma:

“¿Hasta cuando esperará a que tú le ames?

Te ha comprado por un grandísimo precio a ti y a tu amor

Te ha preferido a su propio honor,

te ha amado más que a su noble cuerpo

Por eso,

ese dulce amor, esa suave caridad, ese amante fiel,

exige de ti un amor recíproco…

apresúrate a darle tu elección.(Ejercicio III)

Gertrudis ha superado el miedo que paraliza, no puede existir miedo a Dios, y por lo tanto tampoco al adversario. Si unimos nuestra voluntad a la voluntad divina, Dios combatirá por nosotros y alcanzaremos la victoria, es el mensaje de Gertrudis:

Quienes en este mundo aguantan pruebas,

saben qué cobijo les has preparado en tu paz,

 para defenderles contra la lluvia,

¡Ah!, ahora mira y ve mi combate;

adiestra mis dedos para la batalla.(EjercicioV)

La ascesis en esta mujer religiosa, no debe estar dirigida a extirpar las pasiones en el ser humano, sino a ordenarlas.

“Haz que mi alma vaya hacia ti

como una digna esposa,

de modo que mi vida esté ordenada en tu amor.”(Ejercicio VI)

            Pero, el orden de las pasiones, para Gertrudis, se va realizando poco a poco; sólo después de agotar las fuerzas en el servicio se puede penetrar en las profundidades íntimas, deliciosas y luminosas de la Santísima Trinidad.

Creo que en el pensamiento ascético de Gertrudis, podemos resumir todo lo que hemos dicho sobre nuestro tema:

1.      Siguiendo a otros autores de su tiempo piensa que no es fácil obtener el equilibrio entre sensibilidad afectiva y razón, la ascesis juega un papel muy importante para llegar a dicho equilibrio.

2.      Rechaza un ser sin pasiones porque Jesucristo nunca predicó la impasibilidad ni la poseyó, incluso en una visión le dice: “Yo mismo, mientras viví en la tierra, experimenté el dolor de las pasiones, en esto Gertrudis se me parece”. ¡Bendito parecido!. ¡Nos alienta en nuestro camino!. La vida de las pasiones en vez de turbar la vida de unión debe servirla y enriquecerla.

3.      Para ella, para Gertrudis es muy importante no separar, aislar, la ascesis de la mística.

4.      Llega a considerar la ascesis como una forma de unión cuando la justifica como participación en la misma ascesis de Cristo.

5.      Finalmente, la ascesis sólo tiene sentido si conduce a la plenitud del Amor-Ternura.

CONCLUSIÓN

Necesitamos recuperar una visión positiva de la ascesis, no como camino de salvación; nos salva el Señor por pura gracia, pero sí como camino para “dejarnos” salvar gratuitamente y nos conduzca a la plena identificación con el Misterio de Cristo: Amar tan apasionadamente la Vida, que no temamos la muerte.

De todas formas, creo que, tal como dijo Karl Ranner, el s. XXI será un siglo místico o no será; y como hemos visto, ascesis y mística no pueden ir separadas, entonces, seguro que será la mística quien resucite a la ascesis y le dé su verdadero sentido cristiano: la comunión con Cristo y los hermanos. ¿Cómo se tendría que vivir esto en nuestras comunidades?. Termino por donde comencé, con unas palabras de la última carta circular de Dom Bernardo:

o       Siendo comunidades de personas valiosas: por ser cada uno capaz de dar amor y recibir amor, a imagen y semejanza del mismo Dios

o       Siendo comunidades que valoran las observancias vivificadas por una visión común: como medios adecuados para la unión con Dios y con los hermanos.

o       Siendo comunidades que consideran el doble precepto del amor como el supremo valor que crea comunión pues permite que Cristo habite en y entre nosotros.

Con Gertrudis pidamos la gracia de la ascesis a fin de llegar, como ella, a la plena comunión con Jesucristo, la unión mística que tanto ansía nuestro corazón:

Que todas mis fuerzas estén tan próximas a tu amor,

y mis sentidos tan establecidos y afirmados en ti,

 que a pesar de mi débil sexo,

alcance por el vigor de mi alma y un espíritu viril

ese tipo de amor que lleva al lecho de la cámara interior,

para unirme perfectamente a ti.

Ahora, oh amor, retenme y poséeme, como posesión tuya,

pues fuera de ti ya no tengo ni espíritu ni alma.

Amén. (Ejercicio V)

 

Contacto

Monasterio Cisterciense del Salvador

Carretera a Villanueva S/N

49600 Benavente, Zamora.

Número de Teléfono: 980 631718

Número de Fax: 980 637857

 

 

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Monasterio Cisterciense de Santa María la Real de Gradefes

 

Pertenece a la Orden Cisterciense que tiene sus raíces en Císter, Abadía francesa fundadaen 1098 por los Santos Roberto, Alberico y Esteban.Hacia el año 1125 el mismo S. Esteban instituyó un monasterio de monjas y en 1188, al ser admitidas oficialmente las monjas en la Orden, el Monasterio de Santa María la Real de las Huelgas y sus filiales se incorporaron a la Orden y fueron encomendadas al cuidado pastoral del Abad de Císter.De tal forma se propagó este ideal de renovación bajo el impulso de S. Bernardo, que los monasterios de monjes y monjas, se extendieron más allá de Europa.En 1898 un grupo de monasterios Cistercienses femeninos españoles, que a lo largo de su historia se mantuvieron firmes al ideal monástico de los Stos. Roberto, Alberico y Esteban  del Císter primitivo se unieron a la Orden Cisterciense de la Estrecha Observancia.

 En 1955 algunos monasterios pasaron a formar la Federación de Monjas Cistercienses de la Regular Observancia de S. Bernardo en España.

En 1994 la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada erigió la Federación en Congregación Cisterciense de S. Bernardo y la asoció espiritualmente a la Orden Cisterciense de la Estrecha Observancia.

Dicha Congregación está formada por 23 monasterios esparcidos por toda España.

Los orígenes del monasterio de Santa María la Real de Gradefes se deben a doña Teresa Petri, quien al enviudar en 1164 decidió fundar un monasterio para monjas cistercienses en sus tierras de Gradefes. En 1168 llegaron las monjas que forman la primera comunidad, procedentes del monasterio navarro de Tulebras, siendo nombrada abadesa la propia Teresa Petri, quien ocupó el cargo hasta su muerte en 1187. En poco tiempo el monasterio debió alcanzar una importancia considerable, ya que de él salieron religiosas para dos nuevas fundaciones: en 1181, la de Santa Colomba de las Monjas, localidad próxima a Benavente, y en 1245, la de Otero de las Dueñas.
Del monasterio primitivo sólo quedan la cabecera de la iglesia, parte de la estructura del claustro y la sala capitular.

Desde sus inicios, en 1177, las obras sufrieron varias interrupciones, quizá por motivos económicos, lo que hace que en el monasterio de Gradefes haya varias etapas. A la primera, de finales del siglo XII y principios del siglo XIII, correspondería la cabecera de la iglesia, la sala capitular y parte del claustro; en el siglo XIV se realizó un amplio transepto que preveía una estructura de tres naves para el cuerpo de la iglesia; en época moderna se construyeron dos únicas naves: la sur y la central en la que en el siglo XVII se hizo el coro.

La iglesia de Gradefes es una excepción dentro de las tipologías planimétricas de edificios cistercienses femeninos. Su novedad radica en la presencia de una girola. En España la tienen cuatro monasterios, todos ellos masculinos, relacionados cronológica y estructuralmente con Gradefes, aunque con disposiciones espaciales más desarrolladas –Moreruela, Veruela, Fitero y Poblet- que, como ha indicado el profesor Bango, constituyen interpretaciones locales e independientes de lo que fue un modelo a imitar -Claraval II-. A éstos podrían añadirse los gallegos de Osera y Melón, pero matizando diferencias en su origen tipológico. La iglesia de Gradefes, a pesar de tener un planteamiento arquitectónico similar al de las anteriores, sin embargo, no necesitaba un número excesivo de capillas por ser una comunidad femenina, de ahí que éstas se reduzcan a tres.

El claustro mantiene la estructura primitiva -arquerías de medio punto volteando sobre pilares- aunque con modificaciones, siendo la panda oeste la única que se transformó por completo en el siglo XVIII. De las dependencias monásticas medievales sólo se conserva la sala capitular en la que destaca, por su originalidad, una entrada constituida por siete vanos, mayor el central, con arcos ligeramente apuntados y apoyados alternativamente en dos o tres columnas. Su construcción debe ser coetánea a la de la cabecera y es quizá la parte del monasterio que tiene mayor unidad.

Todas las Iglesias de la Congregación Cisterciense de S. Bernardo y todas las monjas están consagradas a la bienaventurada Virgen María, Madre y figura de la Iglesia en la fe, en la caridad y en la perfecta unión con Cristo.

Todos los días al final de la jornada la comunidad canta la Salve a la Virgen

…..»¡O clemens, o pía, o dulcis Virgo María!».

La vida monástica en la Congregación Cisterciense de S. Bernardo está consagrada a Dios y se manifiesta en la unión fraterna, en el Oficio Divino, en la soledad y silencio, en la oración y trabajo y en la disciplina de vida.

Las monjas cistercienses buscan a Dios y siguen a Cristo bajo una Regla, en una comunidad estable, escuela de caridad fraterna.

Se permite un tiempo de compartir fraterno en el cual se cultivará el espíritu de familia, la caridad fraterna y una saludable distensión.

La mesa común significa y fortalece la concordia entre las hermanas. Por eso deben comer todas juntas.

«Siete veces al día te alabé» dice el profeta. Siete veces al día la comunidad se reúne en el coro para cantar las alabanzas al Señor, en las referidas horas de: Vigilias, Laudes, Tertia-Eucaristía, Sexta, Nona, Vísperas y Completas.

 

 La Eucaristía es manantial y cumbre de toda vida cristiana y de la comunión de las hermanas con Cristo: por eso debe celebrarse diariamente por toda la comunidad.  

 

El fin espiritual de la comunidad se manifiesta especialmente en la celebración litúrgica.

La liturgia de las horas es escuela de oración continua y tarea privilegiada de la vida monástica.

La Congregación es un Instituto Monástico de vida íntegramente ordenado a la contemplación.

Las hermanas se aplican frecuentemente a la oración con ardiente deseo y espíritu de compunción. Estando en la tierra viven con su espíritu en el cielo.

Para llevar una vida de oración y mantener trato íntimo con el Señor es imprescindible vivir en retiro, soledad y silencio.

La soledad es necesaria para la interioridad del propio ser. Favorece el trato a solas con el Señor.

Las hermanas viviendo en la soledad y el silencio, anhelan la quietud interior.

El silencio se considera como uno de los valores monásticos más peculiares de la Congregación: asegura a la hermana la soledad en la comunidad: favorece el recuerdo de Dios y la comunión fraterna: abre la mente a las inspiraciones del Espíritu Santo: estimula la atención del corazón y la oración solitaria con Dios.

 

Monasterio Santa Maria la Real de Gradefes

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Tre Fontane

… y subí después a un desvencijado ómnibus que ascendía por una carretera hacia una hondonada poco profunda de un valle de la colinas bajas del Tíber, al monasterio trapense de Tre Fontane. Entré en la antigua iglesia, oscura y austera, y me gustó. Anduve arriba y abajo en la tarde silenciosa, bajo los eucaliptos, y el pensamiento crecía dentro de mí: “Quisiera hacerme monje trapense”… Thomas Merton, La montaña de los siete círculos, p 175. ISBN: 84-350-0320-5

  1. http://www.abbaziatrefontane.com/main.html 

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Monjes y sociedad

Aunque los cistercienses del siglo XII no deseaban más que la soledad de los «desiertos» que ellos mismos habían elegido, el éxito rotundo de la Orden puede explicarse únicamente por la interacción fructífera entre aquellas abadías del desierto y el medio ambiente. Los ideales ascéticos y religiosos de los monjes hicieron resonar un eco latente en cada elemento de la sociedad contemporánea. Nobles, clérigos seculares, estudiosos y burgueses se sintieron atraídos por las primitivas casas cistercienses, con la misma intensidad que gran número de campesinos engrosaron las filas de los conversos. Los que no tuvieron el valor ni la oportunidad de unírseles siguieron la heroica vida de los monjes con profundo interés, y contribuyeron materialmente al crecimiento de la Orden.

El hecho de que las abadías de clausura albergaran a los hijos, y en algunos casos a los padres, de aquellos que aún permanecían fuera, constituyó un enlace vital entre los monasterios y el medio ambiente secular. Con frecuencia, la aceptación como novicio estaba estipulada en actas de donación, haciendo caso omiso de la clase o valor del regalo. De esta forma, el donante y su familia deben haber experimentado un sentimiento de identificación con los monjes, mientras que éstos respondían con un sentido de responsabilidad hacia aquellos que los habían ayudado. Los numerosos casos posteriores de donaciones compensadas, que obligaron a las abadías a asegurar la subsistencia del donante mediante anualidades, pensiones, comida o ropa, no deben ser considerados como una simple transacción comercial. Reflejaban la atmósfera envolvente de confianza e interdependencia mutuas.

También era frecuente que aquellos que necesitaran algo más que una ayuda económica fueran aceptados dentro de la comunidad monástica brindándoseles amparo, e incluso prestándoseles servicios personales. Hacia el año 1200, un hombre al que le habían sacado los ojos siendo rehén, otorgó sus tierras a los monjes de Margam, en Gales, después de lo cuál, fue aceptado como hermano lego en el monasterio, donde «vivió con mayor seguridad todos los días de su vida». Otros fueron recibidos como «corrodians», caso éste el de Juan Nichol, admitido en Margam en 1325. Donó sus tierras a los monjes, y a su vez, fue empleado como «escudero libre», con derecho a tres hogazas de pan, un galón diario de la «cerveza fuerte» de los monjes y otros beneficios, mientras viviera.

En la abadía catalana de Poblet, la clase de pequeños donantes o benefactores, los donats, constituyeron un grupo especial dentro de la misma. Vivían en casas aparte, fuera de la clausura. Después de la muerte de sus esposas, podían optar a ingresar como hermanos conversos. Si el donat fallecía antes, el monasterio mantenía a su esposa e hijos.

Estos donati, familiares, en ocasiones oblati, aparecen en tantos cartularios, que su número y papel debió haber sido importante en la mayoría de las abadías. Las referencias que se encuentran en las primeras crónicas de los Capítulos Generales son algo ambiguas, pero se desprende con facilidad, por la legislación posterior (1213, 1233), que su admisión se transformó pronto en un acto de cierta solemnidad. Renunciaban ante el abad al derecho de retener cualquier propiedad, prometían obediencia y, a cambio, se les prometía la misma comida, bebida y ropa de los monjes y se los acomodaba en un dormitorio separado. Debían ayudar a los hermanos en los trabajos manuales o en el cuidado de las fincas del monasterio. Llevaban una vestimenta distintiva, y hasta alguna forma de tonsura.

La importancia de los familiares creció proporcionalmente con la desaparición de los conversos, hacia fines del siglo XIII, su número había aumentado tanto, que llegaron a crear problemas disciplinarios en varias comunidades. El Capítulo General de 1293 ordenó que, «debido a la confusión que causaba frecuentemente el excesivo número de tales personas… no se les debe permitir en modo alguno (a los familiares) el uso del hábito y la participación de los bienes materiales, sin el permiso especial del susodicho Capítulo». La institución sobrevivió a la Edad Media, aunque con frecuencia se los designó como «prebendados».

A pesar de que los cistercienses no desearon desempeñar ningún papel en las instituciones feudales, parece que, en algunos casos en que era evidente el bien de los campesinos vecinos, algunos abades asumieron la responsabilidad de protector o abogado. El caso de Acey, fundado por Cherlieu en 1136 en el Franco Condado, es interesante. Poco después, un tal Girard de Rossillon dio su casa, con el resto de su propiedad, a la abadía, pero simplemente siguió el ejemplo de otros catorce miembros de la misma comunidad rural, quienes ofrecieron todo lo que tenían al abad Guido de Cherlieu en un acto aparente de «encomienda», este último devolvió de inmediato la tierra a sus donantes, con su promesa de protección. Es evidente que esto constituía un procedimiento de rutina feudal, por el cual propietarios libres de tierra alodial reconocían el señorío del abad aunque se desconocen las razones que motivaron tal acto, y las verdaderas obligaciones derivadas del mismo. Sin embargo, parece cierto que la comunidad campesina actuó libremente, como una expresión de preferencia por un protector monástico, y de aprecio hacia la abadía recién fundada.

Después de la virtual desaparición de los conversos y de la gran reducción en el número de monjes, las abadías dependieron cada vez más de la ayuda de los seglares, ya sea como trabajadores o encargados. Las estadísticas que nos han llegado, relacionadas con nueve casas cistercienses inglesas en vísperas de la Disolución, muestran que, mientras el número total de los monjes profesos era solamente de 108, empleaban a casi 300 laicos. Entre las nueve abadías, Biddlesden sola tenía cincuenta y un sirvientes, y Stoneleigh daba trabajo a cuarenta y seis. En la mayoría de los casos, la lealtad de los empleados seglares siguió inquebrantable hasta el final. Cuando el Conde de Sussex investigaba el grado de intervención de la abadía de Whalley en la «Peregrinación de la gracia», se quejaba de que no le era posible reunir pruebas, debido al «gran número de hombres mantenidos por el abad».

En Inglaterra, como en el resto de Europa, al finalizar el medioevo, el personal del monasterio se reclutaba en las ciudades vecinas, y entre la clase media local que conservaba un agudo interés por los asuntos de los monjes, especialmente cuando se realizaban elecciones abaciales. Las dos últimas elecciones en Furness antes de la Disolución, por ejemplo, fueron decididas por la vigorosa intervención laica. Décadas de intrigas sucedieron a la elección de Alejandro Banke en 1497, y sus oponentes trataron de despojarlo de su cargo. En un momento dado, dicho abad se vio obligado a defender su posición con un ejército privado de trescientos partidarios. No es de extrañar, que haya dejado como estela una deuda importante, agravada por pensiones, anualidades o sobornos manifiestos, dados a un cierto número de oficiales reales y potentados locales.

La hospitalidad, tradicional servicio monástico, constituyó otro eslabón entre las abadías cistercienses y la sociedad. La primitiva legislación de la Orden recalcaba esta virtud, especialmente en beneficio de los monjes y clérigos de viaje, aunque a los viajeros laicos se les ofrecía comida y albergue con la misma generosidad. Muchas abadías tenían una hospedería para visitantes, algo apartada de los edificios conventuales. De acuerdo con los libros de cuentas de la casa inglesa de Beaulieu, era raro que ésta no tuviera huéspedes. Estaba cuidadosamente especificada la calidad y cantidad de la comida que se les servía, así como las tareas de los hermanos encargados de atenderles. A los familiares de los monjes se les permitía realizar tres o cuatro visitas al año, de dos días cada una. El gasto para alimentarlos debió haber sido elevado, porque se estableció que si los huéspedes quisieran permanecer por más tiempo, debían alimentarse por sí mismos.

Las visitas de los reyes o de otros potentados de la sociedad civil o religiosa resultaban particularmente gravosas. En tales ocasiones, se servía comida y bebida con liberalidad, aunque, por lo menos hasta mediados del siglo XV, los huéspedes, cualesquiera que fuera su posición, debían observar la regla de abstinencia perpetua. A petición del abad de Maulbronn, en Alemania, el Capítulo General de 1493 le permitió específicamente servir carne «sin escrúpulos de conciencia, porque, como establecía el Capítulo, la abadía recibía con frecuencia huéspedes distinguidos, hombres de letras, nobles y magnates, que no sólo honraban al susodicho monasterio, sino a toda la Orden». Es fácil comprender, por estas observaciones, que los visitantes de rango y posición social elevada recibían mayor atención y mejor aposento que los caminantes ordinarios.

Se hicieron regalos o se otorgaron fondos para las hospederías, como reconocimiento de los servicios y de los sacrificios económicos que significaban. En 1269, el obispo Hermann de Schwerin otorgó cuarenta días de indulgencia a todos aquellos que hicieran donaciones para mantener la casa de huéspedes de la abadía de Doberan, «dado que los monjes llevan una carga muy pesada de gastos a causa de los huéspedes y viajeros». En 1233, la abadía de Saint Mary, en Dublín, separó algunas rentas eclesiásticas «para uso de los pobres y para la manutención de los huéspedes». El abad de Basingwerk, en Gales, se excusaba en 1346 ante Eduardo III, por no haber pagado un subsidio exigido, refiriéndose a la situación del monasterio cerca de un camino muy transitado, circunstancia que determinaba grandes gastos en concepto de hospitalidad. En vísperas de la Disolución, se apeló a Enrique VIII por parte de la abadía de Quarr que, de acuerdo con la petición, debía ser conservada como hospedería para viajeros y marineros pobres. Al mismo tiempo, se decía de la abadía irlandesa de Saint Mary que era como «un albergue común» de todos los que buscaban hospitalidad, mientras que se referían a los monjes «como administradores» de beneficios, «que ayudaban a muchos pobres, estudiantes y huérfanos».

Además de la buena acogida habitual, muchas abadías cistercienses mantenían hospitales, en especial para los enfermos pobres de la vecindad, aunque normalmente los monjes no practicaran la medicina más allá de administrar los remedios caseros comunes. Ya por el año 1197 Zwettl, en Austria, sostenía un «hospital para pobres». En 1218, el establecimiento se mudó a un edificio espacioso, cerca de la portería de la abadía, que contaba con una capilla. El hospital estaba espléndidamente dotado, con capacidad para albergar a treinta enfermos necesitados, bajo el cuidado de diez empleados. El conde Sigfrido de Blankenburg instituyó un fondo para el hospital de la abadía alemana de Michaelstein en 1208. El Capítulo General de 1218, no sólo aprobó el hospital «para el cuidado de los pobres», sino que insistió también en que debía permanecer bajo la administración del propio personal de la abadía. Himmerod mantenía en 1259 un «hospital para pobres», financiado con fondos y donaciones especiales. Además de los aldeanos y peregrinos enfermos eran aceptadas también algunas personas ancianas, como un viejo soldado, a quien el abad invitó a pasar allí el resto de sus días, por el año 1300. De acuerdo con los datos recopilados por Franz Winter, en un cierto número de abadías cistercienses alemanas, entre ellas Pforta, Altzelle, Chorin, Volkenrode, Kamp, Reifenstein y Walderbach, funcionaron instituciones similares durante el siglo XIII.

Un número similar de abadías inglesas se ocuparon de cuidar a los enfermos y desamparados. El libro de cuentas de Beaulieu hacía referencias, hacia fines del siglo XIII, a una enfermería, donde se atendía, entre otros, a los servidores enfermos de la abadía. Los pobres que fallecían eran enterrados por los monjes, que disponían también de sus magras pertenencias. Meaux, durante el abadiato de Michael Brun (1235-1249), recibió una donación importante para «el mantenimiento de un hospital para seglares», aunque el benefactor exigía que se le regalara un par de guantes blancos cada Pascua, sumados a cierta compensación monetaria. El hospital de Newminster recibió una cierta cantidad de donaciones importantes, algunas específicamente «a fin de conservar la lámpara que está ardiendo en la enfermería de los seglares, para comodidad de los pobres de Cristo allí internados». Otras abadías de Inglaterra, tales como Fountains, Furness, Holmcultram, Pipewell, Rieval, Robertsbridge, Sawley, Sibton y Waverley, mantuvieron hospitales similares.

En Escocia, Melrose, Cupar y Kinlos regentaron hospitales que podían albergar entre ocho y diez internados. En el siglo XIII, la abadía galesa de Strata Florida tenía una hospedería bajo el cuidado de los monjes, en «las zonas de los leprosos». El cartulario de la casa francesa de Gimont nombraba en 1187 a un monje, Arnaldo, enfermero en la hospedería de la abadía. En 1206, otro monje, Guillermo, ejercía como «enfermero de los pobres». En 1222, un tal Antonio de la Crose hizo una donación, mientras se encontraba enfermo «en el hospital de la abadía de Gimont». Villers, en Brabante, tenía un bien provisto «hospital para pobres», bajo la dirección de un converso, en el siglo XIII.

Entre los estatutos del Capítulo General de 1490, se encuentra una referencia muy posterior a un hospital. La abadía sajona de Buch anunciaba que el hospital regentado por los monjes atravesaba graves dificultades económicas, porque los fondos que habían sido destinados «para mantener a cierto número de pobres» ya no era suficiente, a la vez que las reducciones provocaban las ruidosas quejas de los pacientes necesitados. En respuesta, el Capítulo nombró para una investigación a tres abades de monasterios vecinos, quienes tenían amplios poderes para adoptar las medidas que juzgaran convenientes.

Por último, la posibilidad de recibir atención médica en las ciudades en desarrollo disminuyó la importancia de los hospitales monásticos, aunque algunas abadías continuaron regentando centros sanitarios hasta la Revolución Francesa.

La antigua enfermería de la próspera Orval (después de 1715 bajo el régimen austríaco) fue reemplazada en 1761 por una estructura espaciosa, con tres salas: una para los monjes profesos, otra para los conversos y la tercera para los numerosos servidores y empleados seglares de la casa. Tenía capilla y cocina propias, un clínico residente y dos asistentes proporcionaban atención médica, y podía cubrir las necesidades de unas ciento veinte personas.

Sin embargo, Orval debe su reputación como centro de salud a su famosa farmacia, atendida por el legendario Hno. Antonio Périn (1738-1788), médico profesional que estudió en París; sus servicios alcanzaron a personas que vivían mucho más allá de los límites de la propiedad abacial. Cultivaba un jardín de hierbas medicinales, y seleccionaba personalmente muchas de las raíces, hierbas y flores que necesitaba; otras las adquiría, generalmente en Lieja. Todo se preparaba en su laboratorio; sus productos más divulgados eran pociones y tinturas, entre ellas el «agua de Orval», que se suponía efectiva en un número prodigioso de enfermedades, tanto mentales como físicas. Su fama creció extraordinariamente, gracias a su éxito en 1777, cuando luchaba contra una epidemia de fiebre tifoidea muy difundida. Los negocios de la farmacia eran muy prósperos. Solamente en el año 1788, se vendieron a personas de fuera 5.638 florines en concepto de medicinas, mientras 506 florines de remedios se repartieron gratuitamente entre los pobres.

Durante toda la Edad Media, la ayuda a los pobres fue una tarea reconocida de la Iglesia, y de acuerdo con todas las indicaciones, la Orden cisterciense aceptó gran parte del peso que significaba aliviar a los que sufrían necesidades materiales. La distribución de limosnas se realizaba en la portería de cada abadía, bajo la mirada vigilante del portero. Siempre tenía a su disposición pan y otros comestibles con tal fin, pero, de acuerdo con el Capítulo General de 1185, también se distribuía entre los necesitados ropa y calzado usados. Hasta Gerardo de Gales, crítico acerbo de los cistercienses, reconoció la generosidad de la Orden con los pobres. Decía que «los monjes, aunque sean de lo más sobrio para sí mismos, exceden a todos los demás en su caridad desbordante hacia los pobres y los viajeros». Citaba como ejemplo a la abadía galesa de Margam, que en 1189 envió un buque a Bristol en procura de trigo «para una gran multitud de mendigos».

El formulario de Pontigny del siglo XIII, que ofrece ejemplos de cartas de visita, insistía en que el portero debía tener siempre a mano limosnas para distribuirlas entre los pobres, incluyendo ropa usada y, por lo menos, cien hogazas de pan, que la panadería de la abadía enviaba diariamente. El mismo documento exigía que, en un edificio separado, hubiera siempre un cierto número de camas disponibles para los pobres que necesitaran alojarse allí.

El libro de cuentas de Beaulieu de fines del siglo XIII detallaba las obligaciones del portero, relativas a la distribución de las limosnas. Parece que la atención de los pobres estaba bien organizada, y que los necesitados sabían de antemano no sólo el horario, sino también la clase de ayuda que podían esperar. La distribución de alimentos tenía lugar tres veces por semana y, todas las noches, trece pobres eran acomodados para pernoctar en la hospedería de la abadía, mientras otros tres eran tratados como huéspedes del abad. El Jueves Santo se agregaba un penique a las limosnas acostumbradas. Durante la cosecha, se hacía trabajar en los campos a todos los pobres que estuvieran en condiciones de ganar su pan. El monje a cargo del guardarropa de la abadía tenía la misión de reunir la ropa usada para los necesitados.

En Meaux, durante los siglos XIII y XIV, varios talleres de la abadía contribuían regularmente al alivio de los pobres. El maestro de la tenería debía proporcionar cada año veinte cueros de buey o de vaca, bien curtidos, para su calzado. En el taller donde se trabajaba la lana se separaba tela completamente terminada por valor de 18 chelines, con propósito similar, mientras que, diariamente, se distribuía entre ellos la décima parte del queso recibido de la vaquería de Felsa.

Aunque no parece haber sido una excepción la contribución de las abadías inglesas para mantener a los necesitados, Whalley, en 1535, distribuyó en limosnas un total asombroso de 122 £, que significaban el 22% de los ingresos de los monjes. De esta cifra, se gastaron 41 £ para mantener a veinticuatro menesterosos dentro del monasterio, 63 £ se separaban para la distribución semanal de granos, y 18 £ se repartían por Navidad y jueves Santo. Por el mismo tiempo, Furness cuidaba a trece necesitados y otorgaba limosnas semanales a ocho viudas pobres; Stanley albergaba a siete mendigos; y Garendon mantenía a seis personas incapacitadas. Un documento sin fecha del cartulario de Newminster combinaba una donación con la obligación de que los monjes dieran limosnas anualmente a los pobres para la fiesta de Santa Catalina, repartiendo a cada uno «dos tortas de avena y dos arenques».

Villers era muy notable por su generosidad, que se veía facilitada por las abundantes donaciones que recibía a tal fin. Durante el siglo XIII, el panadero de la abadía proveyó semanalmente de 2.100 hogazas de pan, que se distribuían diariamente entre los necesitados, congregados en gran cantidad en torno a la portería. Muchas donaciones por misas de aniversario en Villers y otras casas incluían sumas especiales para ser distribuidas entre los menesterosos en dichas ocasiones. En el siglo XIII, un donante en la abadía suiza de Hauterive, Humberto de Fernay, aportó 45 libras de Lausanne, con las cuales los monjes debían adquirir pan y queso para distribuirlo en la ciudad de Romont, entre 366 personas necesitadas, el lunes de Pentecostés. El rey Roberto I de Escocia legó 100 £ anuales a Melrose. Una parte estaba destinada a mejorar la dieta de los monjes, y otra para que el día de san Martín repartieran veinte trajes a otros tantos pobres, que ese día debían compartir la mesa de los monjes.

En hambres u otras calamidades los monjes compartían todo lo que tenían con los vecinos muy necesitados. En 1147, Morimundo alimentó a toda la vecindad por tres meses, hasta que pudieran recoger la cosecha. Se dice que, en 1153, Sittichenbach, en Alemania, salvó del hambre a 1.800 habitantes de la región. En 1316, Riddagshausen, también en Alemania, alimentó diariamente a 400 personas, salvándolas de morir de inanición. Algunos de tales incidentes quedaron para la memoria de la posteridad como hazañas legendarias de heroísmo. Por lo tanto, no siempre se puede confiar en las cifras referentes a la cantidad de personas mantenidas por los monjes. Es fácil que esto haya ocurrido en Melrose, en 1150; cuando se supone que los monjes distribuyeron diariamente alimentos durante meses entre 4.000 hambrientos, mientras las despensas seguían estando milagrosamente repletas.

Una costumbre inmemorial entre las abadías cistercienses fue el tricenarium, de los hermanos fallecidos. Esto significaba que los alimentos del monje recién fallecido se separaba durante treinta días consecutivos, y las porciones se daban a las personas necesitadas. Todos los años, un gran tricenarium seguía al cierre de la sesión anual del Capítulo General, el día de san Lamberto (17 de septiembre), cuando en todas las abadías de la Orden se daba comida a varios indigentes durante treinta días. Al lavatorio de los pies de los doce pobres, realizado por el abad el Jueves Santo, seguía también una comida para ellos.

La llegada a Cister de los abades participantes de las sesiones anuales del Capítulo General, constituía una ocasión especial para dar limosnas a gran escala. En esos días, los caminos que conducían a Cister estaban prácticamente obstruidos por los mendigos, reales o fingidos, que suplicaban monedas de los abades. Hacia 1240, la multitud se había vuelto tan ingobernable, que el Capítulo prohibió la distribución de limosnas a 3 km. de Cister. Por la misma causa, se desterró por completo la costumbre en 1260. En su lugar, el Capítulo instó a los abades a depositar sus donaciones dentro de una caja puesta cerca de la entrada de la sala capitular.

De acuerdo con todas las pruebas que poseemos, la repartición de limosnas fue algo natural en todas las abadías cistercienses, aunque hay que destacar que los monjes eran muy respetados como honestos distribuidores de las mismas, canalizando por lo tanto numerosos regalos y fundaciones destinadas a este fin. Por la misma razón, lo que se entregaba en las porterías monásticas reflejaba no sólo la caridad de los monjes, sino la generosidad de los benefactores. Siempre ha estado en discusión el porcentaje de las limosnas, considerado el total de los ingresos monásticos. En épocas de prosperidad para los cistercienses, puede haber llegado al 10%, aunque una cifra cercana al 5% parece ser una estimación más segura. Durante los siglos XVI y XVII, cuando los propios monjes experimentaron grandes penurias, tenían muy poco para destinar a la caridad.

Los cistercienses del siglo XII evitaron resueltamente verse involucrados en el cuidado pastoral de las comunidades campesinas vecinas, aunque los sacerdotes de la Orden administraron siempre los sacramentos a los conversos y jornaleros que trabajaban en las granjas monásticas. Las primeras aceptaciones «ilegales» de iglesias, no significaban necesariamente que fueran atendidas por sacerdotes cistercienses. La abadía se convertía simplemente en el patrón de la iglesia, obligada a contratar un sacerdote secular, y pagarle su salario. En algunas fundaciones, no obstante, fue inevitable desde el comienzo la implicación directa en el trabajo pastoral. San Galgano, en Monte Siepi (diócesis de Volterra), había sido un santuario popular, mucho antes de 1201, cuando los monjes de Casamari hicieron la fundación cisterciense.

El abad de Poblet recibió en 1221 de Honorio III el status cuasi-episcopal de nullius, que implicaba una extensa actividad pastoral a causa de su situación fronteriza y su jurisdicción sobre un número de aldeas. Circunstancias locales deben haber impuesto también actividades pastorales a un cierto número de abadías, porque, en 1234, el Capítulo General repitió con energía la prohibición de que los monjes trabajaran en parroquias, y ordenó su in mediante retorno a los monasterios. Al año siguiente, se repitió la misma reglamentación, con el añadido de que las capillas que ya estaban en posesión de una abadía debían ser atendidas a base de sacerdotes seculares. En 1236, el Capítulo volvió otra vez al mismo tema, declarando que las abadías que habían administrado capillas antes de unirse a la Orden, podían retenerlas, siempre y cuando los abades contrataran clérigos seculares para su atención. No obstante, en el mismo estatuto se establece una excepción para Les Dunes y Ter Doest – «ambas con capillas en varias islas en el mar» –, donde debido al completo aislamiento, los fieles contaban exclusivamente con el ministerio de los monjes. De acuerdo con esto, se nombraron tres sacerdotes cistercienses en cada capilla, para servir «a gran número de hermanos legos y personas seglares».

Es probable que esta concesión estuviera inspirada en permisos papales previos a abadías concretas. En 1232, Gregorio IX permitió a los monjes de Cwmhir (Gales) administrar los sacramentos a sus servidores y arrendatarios, porque debido a la localización montañosa de la abadía, no podía llegar allí ningún sacerdote secular. Holy Cross (establecida en 1180 en Irlanda) fundó varias capillas en sus propios terrenos y, del siglo XIII en adelante, la mayoría de las parroquias vecinas fueron atendidas por los mismos monjes. La actividad pastoral recibió nuevo impulso cuando, a consecuencia de la cruzada de Ricardo I, se depositaron en la abadía reliquias de la Santa Cruz, transformando la modesta casa en uno de los santuarios más visitados del país.

En Saint Urban (Suiza), la actividad pastoral comenzó alrededor de 1280, con la adquisición del Santuario de Freibach. Hacia comienzos del siglo XVI, la abadía tenía derechos de patronato sobre diez iglesias parroquiales y buen número de capillas, la mayoría de las cuales estaban atendidas por el clero secular, pero en las cuatro iglesias más cercanas a la abadía los propios monjes cuidaban de la feligresía.

Meaux, bajo el abad Roger (1286-1310), recibió una importante donación para misas de aniversario y una capilla en Ottringham. Sus condiciones estipulaban oficios solemnes y perpetuos en beneficio de los miembros difuntos de la familia del donante. El abad aceptó el regalo, y envió siete monjes a la capilla mencionada, que se establecieron en un lugar llamado posteriormente «Monkgarth». Pero esta casa retirada se vio envuelta en incidentes motivados por escandalosas faltas de disciplina, con tanta frecuencia, que sus habitantes tuvieron que ser llamados de nuevo a la abadía. Durante el siglo XIV, varias abadías renanas emprendieron con tanta intensidad trabajos pastorales, que el Capítulo General decidió intervenir. En 1393, el abad de Morimundo, en su visita regular, halló que muchos monjes de Camp, Altenberg y Heisterbach vivían en parroquias, y ordenó su inmediato retorno a las abadías.

A pesar de las frecuentes protestas del Capítulo, los monjes continuaron con el servicio pastoral directo de los fieles, especialmente, cuando razones económicas exigían esos servicios. Tal fue el caso de Silesia, donde todas las abadías cistercienses quedaron tan devastadas durante la guerra de los husitas, que resultaron incapaces de albergar y alimentar a sus propios miembros. Muchos monjes sólo pudieron encontrar una subsistencia segura en las parroquias. En la segunda mitad del siglo XV, las seis abadías de Silesia proveían todas con su propio personal a las parroquias y, entre ellas, Leubus y Kamenz contaban diez iglesias cada una.

Por último, en 1489, hasta el Capítulo General llegó a aceptar la costumbre inevitable. Aunque un nuevo estatuto repetía que los monjes no deberían comprometerse en la «cura de almas», se otorgaba permiso para atender a iglesias y capillas ya incorporadas por las abadías.

Austria fue el país donde el trabajo pastoral terminó por absorber las energías de un número importante de monjes sacerdotes. Ya en el siglo XIII, la mayoría de las once abadías austríacas poseían iglesias y, en el siglo XIV, gozaban de todos los derechos de patronato sobre las mismas. Bonifacio IX permitió en 1399 a Zwettl instalar a cistercienses como párrocos perpetuos en las iglesias de la abadía. La tendencia prosiguió y, hacia el siglo XVII, la mayoría de las iglesias cistercienses estaban atendidas por monjes de la Orden. En 1758, sobre un total de trescientos diecisiete sacerdotes en la provincia austríaca, setenta y cinco se ocupaban activamente en tareas pastorales. Hacia 1780, el número de parroquias cistercienses en ese país había aumentado a setenta y tres. Entre 1780 y 1790, bajo la presión del gobierno de José II, la Orden tuvo que asumir las responsabilidades de cuarenta y cinco iglesias adicionales.

Además de los trabajos de rutina del cuidado pastoral, a partir del siglo XIII, muchas abadías cistercienses formaron y dirigieron variedad de confraternidades y sociedades piadosas. La organización comenzó con una lista de benefactores con derechos a compartir ciertos beneficios espirituales de la Orden, tales como misas de aniversario y oficios especiales por los difuntos. Himmerod, en el siglo XIII, tuvo dos listas de nombres, uno para los donantes más prominentes en una «confraternidad plenaria» y la otra de benefactores menos importantes, que formaban la «confraternidad común». Al comienzo, ambas listas estaban constituidas en forma predominante por miembros de la nobleza, pero su composición tomó finalmente su carácter cada vez más burgués. Ser miembro de la «confraternidad plenaria» implicaba la transferencia de todos los bienes del donante a la abadía (aunque retenía el usufructo de los mismos de por vida), a la vez que prometía no volverse a casar después de la muerte de su esposa, y si era soltero, continuar en el celibato hasta el resto de sus días. Después de 1440, existió en Himmerod una cofradía de los Hermanos Difuntos (Totenbruderschaft), a cuyos miembros se prometía un cierto número de misas después de su muerte y una participación en los méritos de las oraciones de los monjes. Sus miembros hacían sus devociones en una capilla especial, bajo la guía de un monje, que servía de maestro. Se responsabilizaban de la decoración de los altares, y proveían de determinada cantidad de candelas. Por el mismo tiempo, existía en Kamp una organización similar, pero más amplia.

En muchas abadías, el número de misas de aniversario creció hasta alcanzar cifras prodigiosas, que imponían una pesada carga a los sacerdotes del monasterio. En 1448, el Capítulo General prohibió la ulterior aceptación de misas perpetuas de aniversario sin la autorización del Capítulo, «no sea que los monasterios estén sobrecargados o las almas de los muertos sean, de alguna forma, defraudadas».

En 1144, un pastor tuvo una visión de catorce personas rodeando y adorando al niño Jesús en un predio de la abadía bávara de Langheim. Tres años más tarde, se erigió en ese sitio un santuario en honor de los «Catorce Santos Auxiliadores en la necesidad» (Vierzehnheiligen). La comunidad cisterciense se vio pronto involucrada en esta devoción tan popular, que era compartida por otras casas de la Orden, tales como Raitenhaslach, Waldsassen, Kamenz, Neuzelle, Heinrichau y Grüssau. En dichas abadías, cediendo a la demanda popular, se dedicaron capillas y altares a los catorce santos, y se rezaban misas en su honor. Durante la Guerra de los campesinos de 1525, Langheim y Vierzehnheiligen fueron destruidas, pero el santuario ganó nueva popularidad en el siglo XVII. Centro de peregrinaciones, la magnífica iglesia barroca diseñada por el gran Baltasar Neumann y consagrada en 1772, atestigua todavía el vigor del movimiento piadoso que apadrinaban los cistercienses.

En Suiza, Saint Urban fue otro centro de devoción popular. En 1231, se organizó para los benefactores la Confraternidad de San Bernardo y, en el siglo XVII, la Sociedad del Escapulario. Freibach centró también una confraternidad piadosa fundada por el gremio de los herreros de Emmental y Oberaargau. En la primera mitad del siglo XVII, unos setenta maestros del gremio participaban en las peregrinaciones anuales a Freibach.

En 1226, Fürstenfeld, otra gran abadía bávara, recibió la aldea de Inchenhofen y, con ella, el santuario que honraba a san Leopardo. Sacerdotes de la comunidad se hicieron cargo de la iglesia, cuya popularidad aumentó cada vez más durante el siglo XIV. En 1401, Bonifacio IX autorizó a diez cistercienses de Fürstenfeld a confesar en el santuario. La misma abadía erigió en 1414 otro santuario honrando a san Willibaldo, al mismo tiempo que promovía la veneración de la Santa Cruz en una parroquia de su propiedad.

En los siglos XV y XVI, el Capítulo General apoyó gustosamente las sociedades piadosas que eran tan populares en Francia como en Alemania. En 1491, dio su bendición a la Confraternidad de san Sebastián, patrocinada por el abad de Theuley, cerca de Besançon, prometiendo a sus miembros compartir los méritos de las oraciones de los monjes y de las buenas obras realizadas en todas las abadías de la Orden. En 1494, se otorgaron beneficios similares a la Confraternidad de los Siete Gozos de la Santísima Virgen, organizada por La Ferté. En 1520, se favoreció de igual modo a una sociedad devota que honraba a santa Margarita, san Antonio y san Leonardo, en la abadía alemana de Schönthal.

Bajo el abad Nicolás Wydenbosch (Salicetus), la casa alsaciana de Baumgarten se convirtió en un floreciente centro de devoción. A petición del abad, el Capítulo General de 1488 otorgó a todos los miembros de la confraternidad de la Inmaculada Concepción el derecho de participar del tesoro espiritual de la Orden. Muchos miembros de la Confraternidad pertenecían al círculo de devotos burgueses de Berna, ciudad natal del abad.

Las reformas monásticas del siglo XVII, incluyendo la Estricta Observancia, miraban con recelo la actividad pastoral de los monjes fuera de sus abadías. Su desaprobación halló eco en el Capítulo General de 1672, que presentó una apelación a la Santa Sede, rogando a las autoridades que no confiaran a los cistercienses ningún título o posición que significara un ministerio activo. El Capítulo de 1683 deliberó sobre el mismo tema, y propuso retirar a todos los cistercienses que trabajaran en parroquias. Pero, a la sazón, tales tareas estaban tan profundamente arraigadas en las tradiciones de muchas abadías, especialmente las ubicadas en países de habla alemana, que no se podía esperar ningún cambio notable.

Las tendencias devocionales del barroco pusieron nuevo énfasis en las sociedades piadosas y las peregrinaciones, lo que dio por resultado una actividad pastoral cisterciense cada vez mayor. Bajo el abad Roberto de Namur (1647-1652), los monjes de Villers se ocuparon de la dirección espiritual de trece monasterios femeninos afiliados. Unos veinticinco monjes estuvieron ocupados en éste y otros tipos de actividad pastoral hasta el final del siglo XVIII. Bajo la influencia de Aldersbach, en Baviera, el culto de la Santísima Virgen se difundió en cuatro santuarios, que llegaron a ser muy populares en los siglos XVII y XVIII (Kösslarn, Rotthalmünster, Sammerei, Frauentödling).

Dentro del territorio de los Habsburgo, la veneración de san José logró gran popularidad, a causa de que el santo era patrón de la familia imperial. En 1653, se fundó una confraternidad de san José bajo los auspicios de la casa austríaca de Lilienfeld, que gozó de la más amplia expansión y de la mejor reputación hasta su disolución en 1781. Entre sus miembros, no sólo se encontraban masas de humildes pobladores rurales e incontables burgueses piadosos,. sino muchos miembros de la familia de los Habsburgo y encumbrados personajes de la jerarquía. Hacia 1755, el registro de la Confraternidad contaba con 215.000 nombres.

La Hermandad de san José, fundada en 1688 por Grüssau, en Silesia, ganó popularidad semejante. En ella se alistaron tanto individuos como comunidades, de tal manera que, al concluir el siglo, estaban inscritos en los registros de la asociación no menos de 43.000 nombres. Las reglas exigían oraciones diarias al Santo, comunión mensual y dedicación de obras de caridad a pobres y enfermos.

Mientras que la educación de niñas en casas femeninas cistercienses fue una costumbre ampliamente aceptada, los primitivos estatutos del Capítulo General habían excluido a los niños de los monasterios masculinos. No obstante, parece que los talleres de muchas abadías prósperas atrajeron a un cierto número de adolescentes, que no tenían intención de convertirse en monjes, pero estaban interesados en aprender de los hermanos algún oficio. Estas costumbres eran toleradas, inclusive en el siglo XII, y el Capítulo de 1195 insistía simplemente en que los adolescentes admitidos como aprendices en los «talleres de tejedores, sastres y curtidores» tuvieran, por lo menos, doce años de edad.

El Capítulo de 1205 prorrumpió en invectivas contra ciertos abades de Frisia, cuyos nombres no se especifican, «que habían admitido para su instrucción niños menores de quince años». De acuerdo con las estrictas reglas de la Orden (esos abades), merecían ser depuestos; sin embargo, suponiendo que todavía no pudieron recibir las definiciones (pertinentes), están, por el momento, absueltos». La misma admonición se hizo al abad de Ile-en-Barrois, cerca de Toul, y fue repetida «en forma irrevocable» en 1206. Una de esas abadías «delincuentes» pudo haber sido Adwert, en Frisia occidental, que en el siglo xlv mantenía una «Escuela Roja» (Schola rubea) para niños. Debió haber estado muy concurrida, porque a causa de la Peste Negra, en 1350, murieron allí veintinueve estudiantes. En la época de la Reforma, la misma institución gozaba de merecida fama en todo el país. De acuerdo con algunas indicaciones, otros monasterios de los Países Bajos, como Nizelle, Boneffe y Moulins, contaban también con establecimientos educativos antes de la Reforma.

En el siglo XV, Saint Urban, en Suiza, creció hasta convertirse en un centro renombrado de estudios humanistas. El abad Nicolás von Hollstein (1441-1480), natural de Basilea, fundó la «Escuela abacial», que alcanzó su total desarrollo bajo el abad Sebastián Seemann (1534-1557), cuando empleó a algunos de los mejores maestros de su país. En la visita regular de 1579, el abad general Nicolás Boucherat I halló en la abadía a «doce adolescentes, que recibían instrucción en gramática».

En Inglaterra, antes de la Disolución, Furness tenía una escuela de gramática y de canto para niños (schola cantorum), que eran pupilos dentro de la abadía; y Biddlesden alojó nueve niños en circunstancias similares. Newminster tenía cuatro niños de coro; mientras Waburn albergaba a tres con su maestro. En Ford, un tal Guillermo Tyler, maestro de arte, disfrutaba de casa, comida y una anualidad respetable por enseñar gramática a los adolescentes que vivían en la abadía, y clases de Biblia para los monjes.

Zwettl, en Austria, formó un coro de niños en el siglo XV. Esta institución sobrevivió la Reforma y las guerras religiosas y, bajo el abad Bernardo Link (1646-1671), el número de niños, que estaban allí como pupilos y recibían instrucción en forma gratuita, alcanzó a treinta. La tradición se ha continuado hasta el presente: los «Zwettler Sängerknaben» (Niños Cantores de Zwettl) gozan de una bien merecida fama internacional.

Siempre había sido excepcional que los cistercienses mantuvieran instituciones educativas antes del siglo XVIII. La generalizada actitud prohibitiva se transformó, sin embargo, en un intenso interés bajo el impacto de la filosofía utilitaria de la Ilustración. La abadía silesa de Rauden fundó un seminario y escuela de Latín en 1743, bajo la benévola mirada de Federico II. La mayoría de los estudiantes eran pupilos en el monasterio, donde la formación para el sacerdocio era la principal preocupación de los monjes. Antes de la supresión de la abadía en 1810, los registros de la escuela incluían 2.000 estudiantes, de los cuales cerca de 500 llegaron a ser sacerdotes. También en otras abadías alemanas cistercienses fueron bastante comunes instituciones similares.

La supresión de la Compañía de Jesús en 1773, constituyó un poderoso incentivo para que los cistercienses dirigieran escuelas abandonadas por los jesuitas. Gotteszell, en Baviera, que, antes de esa época, mantenía un modesto establecimiento educativo, tomó a su cargo el gymnasium de Burghausen, que anteriormente perteneciera a los jesuitas. El mismo desafío indujo a muchas abadías en el Imperio de los Habsburgo a dedicarse a la educación, que se convirtió durante el siglo XIX en la ocupación dominante de la mayoría de sus miembros.

Las operaciones bancarias fueron un servicio social un tanto inesperado, prestado por muchas abadías cistercienses medievales. La forma más común era el depósito de dinero o la custodia de objetos valiosos confiados a los monjes por seglares. El Capítulo General no formuló objeciones, pero pronto sintió la necesidad de reglamentar el limite de las responsabilidades a asumir. Un estatuto de 1183 decretó que debía haber tres testigos cuando se aceptaran sumas mayores de 100 sueldos. Aunque se tomaran todas las precauciones para la seguridad del depósito, los monjes no se harían responsables en caso de pérdidas. De acuerdo con otro estatuto promulgado en 1195, debían ser expulsados los monjes o conversos que no administraran los fondos honradamente.

La frecuente reinversión como préstamos del dinero depositado fue signo de las condiciones económicas cambiantes. El Capítulo de 1209, empero, prohibió terminantemente estas prácticas, a menos que las permitiera el propio depositante.

La historia llena de color de las abadías galesas pueden darnos algunos ejemplos concretos de ello. Dore y Margam operaban en gran escala. En 1187, un tal Guho de Hereford pidió prestada una gran suma para pagar su liberación del cautiverio. En éste, como en otros casos similares, los monjes exigieron garantías, tales como joyas, hasta que la suma fuera devuelta. Las dos abadías actuaron también como recaudadoras de impuestos en el siglo XIV, recibiendo y custodiando diezmos, ya sea en nombre del clero o de la tesorería real. Dore recaudó y retuvo entre 1328 y 1329, 700 £, gastadas finalmente en la manutención de la reina Isabel, madre de Eduardo III. En 1320, Margam pidió ser excusada de dichas responsabilidades, porque la abadía no tenía medios para guardar el dinero en forma segura.

Estos servicios tenían sus peligros e inconvenientes. En Inglaterra, durante el reinado de Eduardo II (1307-1327), los monjes de Stoneleigh aceptaron la custodia de grandes sumas de los Despenser, poderosa familia que gozaba del favor real. Un grupo de sus enemigos, dirigido por el Conde de Hereford, se enteró de las transacciones, irrumpió en la abadía y se llevó 1.000 £ en efectivo, a más de oro y plata por valor similar.

Poblet se encontró con frecuencia convertida en banquero real. La abadía comenzó a prestar sumas de dinero a los reyes de Aragón, hacia la década de 1170. Al comienzo, esos créditos sirvieron para financiar las guerras contra los moros, pero posteriormente, en el siglo XIII, Jaime I (1213-1276) recibió préstamos cuando estaba por atacar a Mallorca y Valencia. En 1258, la abadía otorgó 40.000 solidi de Barcelona a Pedro el Grande para organizar las defensas contra una esperada invasión francesa.

A partir de 1257, y casi durante un siglo, San Galgano proveía de conversos que actuaban como supervisores en la administración de la ciudad de Siena. Todavía se conservan los libros de cuentas de la ciudad, ricamente ilustrados, donde se ve con frecuencia la figura encogullada de los hermanos como elemento decorativo. Los abades cistercienses, como administradores de grandes extensiones de tierra en la época feudal, debieron actuar con frecuencia como jueces en casos que involucraran a sus servidores. Perteneció siempre al abad la jurisdicción criminal sobre monjes y hermanos legos, y el Capítulo General siempre defendió en forma enérgica este privilegio. Por otro lado, el mismo Capítulo se oponía firmemente a que las abadías tuvieran jurisdicción sobre seglares, aun cuando éstos fueran empleados de la misma. El Capítulo de 1206 declaraba terminantemente que «ningún abad podía ejercer la jurisdicción secular por medio de monjes o hermanos, porque tales incidentes traen aparejado gran escándalo para toda la Orden». Presumiblemente, el «abogado» secular o episcopal de la abadía dispensaba justicia criminal para los seglares ocupados por la misma.

Sin embargo, en aquellos lugares donde las granjas primitivas se habían transformado en aldeas habitadas por arrendatarios seglares, resultó problemática la renuncia completa de la jurisdicción abacial sobre los procesos. El Capítulo General de 1240 habló sólo sobre los casos en que correspondiera pena capital, cuando establecía que: «a ningún (abad) se le permite ejercer jurisdicción que involucre derramamiento de sangre realizado por los monjes o hermanos; debemos dirigirnos a la justicia secular para poder sortear la amenaza de ladrones y malhechores».

Por último, e inevitablemente, los abades se convirtieron en responsables del mantenimiento de cortes de justicia señoriales, aunque un baile o mayoral terminó por presidir casos concretos. La jurisdicción de algunas abadías importantes, tales como Pontigny, se extendía a los delitos capitales y, a partir del siglo XV, se condenaba a muerte con frecuencia. Tintern, en Gales, también ostentaba derechos para «ahorcar y condenar a muerte o mutilación». Alrededor del 1200, Walter Map, atacando a la abadía, repetía el chisme acerca de un hombre al que los monjes habían «ahorcado y enterrado en la arena», después de haberlo encontrado robando sus manzanas. Basingwert mostraba una picota, una carreta y otros instrumentos de castigo, aunque la pena que se infligía con mayor frecuencia era una multa.

En 1348, un privilegio confirmó el derecho de Mellifont (Irlanda) a ejercer toda la jurisdicción criminal, incluyendo la pena capital, dentro de sus extensos dominios. En el mismo país se consideraba al abad de Holy Cross, como el «conde» del condado de la Cruz. El rey Juan reconoció el alto rango del abad, quien a menudo era invitado a sentarse en el Parlamento. Dado que cada condado tenía dos tribunales, la «corte del rey» estaba a cargo del fuero criminal, mientras que la «corte del conde», en este caso el abad, tenía jurisdicción civil sobre todos los individuos dentro del condado de la Cruz. La jurisdicción civil del abad permaneció sin ser cuestionada hasta la Disolución, bajo Enrique VIII.

Hacia fines del siglo XIV, el abad de Salem, en Suabia, ejercía autoridad judicial sobre nueve aldeas de la vecindad. Originariamente, su jurisdicción alcanzaba sólo a los delitos menores, mientras que los «cuatro grandes casos» (asesinato, robo, incendio premeditado y hurto), pertenecían al tribunal de los condes de Heiligenberg. Al mismo tiempo, unas pocas abadías alemanas, tales como Waldsassen y Doberan, ejercían la «alta justicia» en toda su extensión, la pena capital inclusive. La autoridad de Salem no se limitaba a la justicia criminal. El abad también tenía autoridad para promulgar órdenes, reglamentos y prohibiciones para las aldeas bajo su jurisdicción, especialmente en materia de industria, comercio y la regulación de los mercados locales. El Emperador Federico III le permitió, en 1470, recaudar impuestos y tributos a sus súbditos, lo mismo que exigirles prestaciones de trabajo y el servicio militar. El papel gubernamental de Salem descansaba en gran parte en su condición de «abadía imperial» (Reichsabtei) otorgada por el Emperador Carlos IV en 1354. En virtud de este privilegio, la abadía quedó bajo la autoridad inmediata del emperador, y el abad de Salem gozaba de los mismos derechos que los príncipes del imperio. El proceso de independencia administrativa alcanzó su plenitud en 1637, cuando se transfirió a la abadía la jurisdicción sobre crímenes capitales.

Quizá sea innecesario aclarar que la relación entre las abadías cistercienses y la sociedad circundante no transcurrió sin tensión y hostilidad ocasionales. Aparte de la validez de los cargos específicos, el mismo rápido crecimiento de la Orden provocó fuertes críticas entre todos aquellos que se veían amenazados, o por lo menos desfavorablemente afectados, por el éxito de los monjes. Los cistercienses continuaron adquiriendo tierra durante el siglo XIII, pero a un ritmo menos intenso, y esto coincidió con un notable crecimiento de la población rural, que a su vez producía un aumento en la demanda de tierras. Las grandes abadías tenían firmemente en sus «manos muertas» gran parte de la escasa tierra. Como su valor iba en constante aumento, había de provocar inevitablemente la desaprobación de los contemporáneos. La imagen de vastas posesiones monásticas en medio de una extensión de tierra, que iba disminuyendo en forma gradual, fue la principal responsable de los distintos cargos formulados contra los cistercienses durante el siglo XIII.

La envidia de los Monjes Negros y de otras organizaciones religiosas antiguas levantaron la primera ola de protestas. A ella se unieron luego los obispos, que objetaban contra la exención cada vez más amplia y las inmunidades fiscales de la Orden. Por último, muchas abadías cistercienses se encontraron rodeadas de grandes estados laicos, cuyos poderosos dueños utilizaron todos los medios para contener la expansión de las mismas.

Sumándose al primitivo antagonismo entre los Monjes Blancos y Cluny, alrededor de 1130, un canónigo de la catedral de Chartres, Payen Bolotin, dirigió un ataque demoledor contra todos los reformadores monásticos, pero en especial contra aquellos que «vestían el hábito blanco». Su obra era un poema satírico, en el que usaba de todas las libertades del género literario para proferir un aluvión de denuncias contra la avaricia, hipocresía, autoglorificación jactanciosa y vano deleite en las novedades por parte de los monjes. Según el encolerizado canónigo, todos esos vicios habían sembrado confusión en – la Iglesia, en tal grado, que uno se sentía forzado a mirar a los nuevos monjes como a falsos profetas apocalípticos.

La inmunidad respecto del pago de diezmos, unida a la efectiva adquisición de iglesias y los pedidos de exención, destruyeron pronto la primitiva relación amistosa entre las abadías cistercienses y los obispos vecinos. Las voces de crítica de la jerarquía encontraron eco vigoroso en Roma, y aun grandes amigos de la Orden, como Alejandro III, no dudaron en emplear un duro lenguaje para recordar al Capítulo General su misión de mantener la observancia de los primitivos ideales de Cister.

Una carta de Inocencio III al Capítulo General de 1214 contiene el catálogo más completo de los cargos en boga contra la Orden: debido a la falta de pago de diezmos, muchas iglesias parroquiales se habían arruinado; abadías ávidas de tierras habían hecho tan miserable la vida de sus vecinos, que éstos se vieron obligados a vender sus propiedades a los monjes; la Orden, a despecho de sus propias leyes, se ocupaba de comprar artículos de consumo para venderlos a mayor precio; ciertos monasterios, contra los ideales que profesaban, habían aceptado iglesias y desarrollaban actividad pastoral; y finalmente, las personas ricas podían comprar el derecho de ser enterradas en las iglesias cistercienses. Todas estas transgresiones, denunciaba el Papa, «estaban contra vuestros estatutos originales, que habéis relajado en éstos y en otros aspectos en tal grado, que a menos que se los restaure inmediatamente en . toda su integridad, se puede temer un desastre inminente para vuestra Orden».

El Capítulo General reaccionó a los cargos con una serie de reglamentaciones restrictivas, pero las críticas clericales no podían ser acalladas con una simple manifestación de buenas intenciones. Casi un siglo después (1284), el arzobispo John Pechan de Canterbury, un franciscano, adversario reconocido de los monjes, protestaba vivamente ante Eduardo I contra la transferencia de Aberconway a Maenan, argumentando que «el párroco ‘del lugar, lo mismo que muchas otras personas, experimentaban gran temor por la proximidad de los susodichos monjes. Porque, aunque ellos sean buenas personas, si Dios gusta, son los peores vecinos que puedan tener prelados y párrocos. Porque, donde apoyan el pie destruyen aldeas, quitan diezmos, y cercenan con sus privilegios todo el poder de los prelados».

La Orden sufrió una considerable pérdida de prestigio cuando estaba todavía en un proceso de vigorosa expansión, a causa de los cargos de los clérigos, inferiores en rango, pero más poderosos para influir en la opinión pública. Pertenecían a una nueva clase de propagandistas bien ilustrados y versátiles, que no vacilaban en sacar las mejores ventajas de sus habilidades literarias, nutridas en Horacio, Juvenal y Marcial, para atacar a sus enemigos, reales o imaginarios. Entre ellos, el mejor conocido fue Gerardo de Gales († 1223), un crítico acerbo de los monjes. Aunque fue huésped asiduo de los abades galeses, estaba convencido de haber sido menospreciado, y en desquite, recopiló anécdotas perjudiciales sobre ellos. Cinco de sus víctimas fueron cistercienses. Gerardo no estaba ciego a las virtudes de la Orden, pero repetía con vehemencia los cargos de avaricia, el habitual baldón usado por los rivales incapaces contra los monjes industriosos y frugales. Pensaba que los cistercienses franceses, en contraposición a sus cofrades ingleses, habían conservado mejor el espíritu inicial de la Orden. Los hábitos de estos últimos «se habían vuelto negros como hollín, con manchas que resistían a la habilidad del batanero, y a la fuerza de la lejía más poderosa».

Un contemporáneo y compatriota suyo, Walter Map († 1210) experimentaba un intenso desagrado por los cistercienses, en gran parte porque había sido perjudicado por los monjes de Flazley. También acusaba a la Orden de vergonzosa avaricia, pero sus cargos hicieron más daño porque pertenecía al círculo de allegados al séquito personal de Enrique III. Al siempre repetido pecado de avaricia, agregaba otros, tales como la crueldad con los habitantes de las aldeas destruidas por los monjes y la falsificación de títulos, por medio de los cuales los monjes violaban los límites de las propiedades legales de otras personas. No le causaron ninguna impresión el trabajo duro y la vida simple de los cistercienses, y sostenía que el habitante de las tierras altas de Gales llevaba una experiencia más austera y laboriosa.

Un tercer contemporáneo, Nigel Vireker († hacia 1207), monje de Christ Church, reproducía una versión más moderada de las críticas existentes en su satírico Espejo de Tontos (Speculum Stultorum). Estaba dispuesto a reconocer la laboriosidad y frugalidad de los Monjes Blancos, pero los fustigaba por su avaricia, por no tolerar vecinos, y no estar nunca satisfechos de su abundancia. Lo mismo que los otros críticos, hacía innumerables chanzas de pésimo gusto.

El equivalente francés de los satíricos ingleses, Guiot de Provins, se lamentaba, alrededor de 1205, de la expansión sin freno de las posesiones cistercienses, donde manadas de cerdos pastaban en cementerios profanados, y los vecinos enloquecían por el incesante tintinear de los cencerros. A sus ojos, los monjes aparecían como hipócritas vagabundos y falsos ermitaños.

Las críticas mordaces produjeron por sí mismas consecuencias tangibles, quedando la Orden profundamente preocupada. Hacia 1230, el abad Esteban Lexington recomendaba a sus monjes no hacer ostentación de riqueza, «porque en estos días, nuestra Orden tiene muchos detractores astutos». El Capítulo General de 1248 hizo sonar la misma alarma, «porque en estos días de creciente malicia, nuestra Orden está expuesta en muchas partes del mundo a vejámenes frecuentes, a causa de nuestros privilegios e inmunidades; es necesario, por consiguiente, que nuestros hermanos se apoyen a otros, de tal forma que (nuestra Orden) pueda sobrevivir, como una ciudadela fortificada».

La referencia a la Orden como una plaza fuerte no era, por desgracia, una figura literaria. Los años que siguieron al Concilio Lateranense IV (1215) fueron especialmente penosos para los cistercienses franceses. Las propiedades de las abadías eran constantemente hostilizadas por vecinos poderosos, tanto seglares como eclesiásticos. Los pleitos de jurisdicción degeneraban con frecuencia en incursiones armadas, especialmente en el noroeste del país. Entre otros monasterios que sufrieron conflictos similares, la abadía de Longpont fue atacada repetidas veces por hordas devastadoras contratadas por el obispo de Soissons, en la década de 1220. El propio Cister tuvo que soportar muchos apremios de sus celosos vecinos, y sus apuros financieros fueron en gran parte resultados de las vandálicas incursiones contra la propiedad monástica. El recurso habitual, recurrir a la protección papal, produjo una serie de amonestaciones, investigaciones y, en ocasiones, hasta excomuniones a los delincuentes, medidas que en su mayoría resultaron ineficaces.

Poblet, favorecido por los reyes de Aragón, había acumulado hacia el fin del siglo XII vastas posesiones, lo que despertó la envidia de sus vecinos, que rivalizaban por el botín que se lograba con la Reconquista. Se multiplicaron las disputas sobre límites. Aunque los monjes eran vindicados en los tribunales papales y reales, tales garantías quedaban sólo sobre el papel ante el número de enemigos siempre creciente. Para evitar los pleitos costosos e inútiles se llegó a una inteligencia mediante negociaciones privadas. Hacia mediados del siglo XIII las compras de títulos impugnados se hicieron frecuentes y así se logró la consolidación de las propiedades lejanas, comprando o permutando fincas.

Entretanto, no hay indicio de que las masas rurales se volvieran contra la Orden. Los disturbios populares afectaban a las abadías sólo en forma esporádica, principalmente con los brotes de la Peste Negra. En Inglaterra, tales ataques ocurrieron después de la promulgación del estatuto de los Trabajadores en 1351, que rechazaban las peticiones de salarios más elevados en beneficio de la muy disminuida gente del campo. La agitación entre los siervos de Waghen, aldea de la abadía de Meaux, reconoce el mismo trasfondo. Bajo el abad Roberto Bererley (1357-1367), los aldeanos trataron de lograr su completa libertad respecto de la abadía, sosteniendo que sus antepasados habían pertenecido a un feudo real. La abadía ganó el caso después de mucho litigar, pero evidentemente a expensas de la popularidad de los monjes. También es innegable que el papel de recaudador de impuestos, que algunos abades desempeñaron, no mejoró en absoluto su imagen pública.

La Reforma atacó por primera vez los ideales esenciales del monaquismo. Las cáusticas críticas de los reformadores dirigidos contra los monjes fueron acompañadas por una secularización total en todas las regiones donde prevaleció el nuevo credo. El final de las prolongadas guerras de Religión encontró a la Orden cisterciense seriamente diezmada, pero con una resistencia sorprendentemente vigorosa. El éxito de la recuperación debe atribuirse, en gran parte, a un nuevo resurgir de la aprobación popular, motivada por el reavivamiento de un ascetismo estricto, o por un mayor ministerio pastoral, que prevalecía especialmente en las tierras germanas.

La campaña antimonástica de los filósofos ilustrados que precedió a la revolución francesa no contó con amplio apoyo popular, pero revitalizó la siempre latente rivalidad entre clero secular y regular. La jerarquía francesa fue testigo indiferente del desmembramiento de antiguas instituciones monásticas, mientras que la ola de la secularización en marcha era manipulada a lo largo del continente por intereses económicos y políticos, que hacían caso omiso a la adhesión, todavía manifiesta, a muchas de las grandes y prósperas abadías.

Sin este sentimiento de cariño, profundamente arraigado y ampliamente compartido hacia los cistercienses, la reconstrucción de la Orden en el siglo XIX jamás podría haberse logrado. El número de miembros no alcanzó a sobrepasar las cifras anteriores a la Revolución, pero en todos los demás aspectos, la alta reputación de la Orden en ambas observancias, reflejaba el apoyo público, que con su espontaneidad sincera y desinteresada superaba en mucho el clima formalista del Antiguo Régimen. Las vocaciones eran absolutamente libres, pero poco abundantes, atraídas a la Orden sin otro aliciente que su devoción. Desapareció la pesada carga de administrar posesiones inmensas, y los monjes pudieron concentrar todas sus energías en lograr objetivos religiosos. No hay duda de que la disciplina monástica dentro de la renacida Estricta Observancia sobrepasó a la alcanzada por la Orden desde las primeras décadas del siglo XII. Los tenaces miembros de la Común Observancia, dedicados al servicio desinteresado de su medio ambiente seglar, lograron para sí un envidiable prestigio a causa de la excelencia de sus tareas educativas, la investigación y el ministerio pastoral, asimismo se ha experimentado un nuevo resurgir de la vida monástica sine addita.

Mientras exista una saludable interacción entre cistercienses y sociedad, y la Orden pueda ser ejemplo de un ideal de perfección cristiana que despierte admiración, habrá siempre un nuevo capítulo que añadir en la historia de los Monjes Blancos

L.J. Lekai, Los Cistercienses Ideales y realidad, Abadia de Poblet Tarragona , 1987.

© Abadia de Poblet

 

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Vida diaria y costumbres

Hasta la corriente actual del aggiornamento, el rasgo más durable y sobresaliente de la vida monástica tradicional fue el horarium diario. La propia Regla delineó la rutina de los monjes, basada en el «número sacro de siete» horas para el Oficio Divino: Laudes, Prima, Tercia, Sexta, Nona, Vísperas y Completas. El hecho insólito de levantarse a medianoche para Maitines (o vigilias) encontró su justificación, además de su valor ascético, en las palabras del Salmo 118, donde el salmista dice: «A medianoche me levanté para darte gracias».

De acuerdo con la misma tradición inmemorial, los intervalos entre las horas del Oficio se rellenaban con trabajo manual y lectura espiritual. Todas las actividades de la jornada habían de completarse entre la salida y puesta del sol.

En realidad, este astro fue el principal reloj que tuvieron los monjes antes de que comenzaran a usarse los de péndulo, en el siglo XVIII. Esta disposición daba por resultado más horas de trabajo en verano y mayor tiempo para descansar en las largas noches de invierno. Siempre resulta difícil circunscribir el horario monástico medieval a la estimación moderna del tiempo, debido especialmente a que a la diferente duración del día en las diversas estaciones se añaden modificaciones producidas por la situación en distintos grados de latitud geográfica. Teniendo en cuenta estos problemas, la tabla que presentamos a continuación puede dar una idea aproximada de cómo transcurría el día de los monjes entre junio y mediados de diciembre.

  Junio Diciembre

 

Levantarse 1.45 1.20

 

Maitines (Vigilias) 2.00 1.35

 

Fin de Maitines 3.00 2.35

 

Intervalo

 

 

 

Laudes 3.10 7.00 (Comienza a la aurora). Misas privadas y missa matutinalis.
Intervalo

 

 

 

Prima 4.00 8.00 Capítulo.

 

 

En invierno la secuencia era la siguiente: Prima, Misa, Tercia, Capítulo.

 

Trabajo 5.00

 

 

Tercia 7.45 9.20

 

Misa 8.00

 

 

Lectura 8.50

 

 

Sexta 10.40 11.20

 

Almuerzo 11.00 13.35

 

Siesta

 

 

En invierno Nona se decía antes del almuerzo, al cual seguía un período de lectura.
Nona 14.00

 

 

Trabajo 14.30

 

 

Vísperas 18.00 15.30

 

Cena 18.45

 

En invierno no había cena.
Completas 19.30 16.00

 

Acostarse 20.00 16.30

 

Sin contar el tiempo de la misa, el Oficio Divino exigía entre tres y cuatro horas diarias según el rango de las fiestas. En verano, dedicaban casi seis horas al trabajo manual, que se reducían a menos de dos en invierno. Durante esta última estación, pasaban más tiempo meditando y leyendo, especialmente en el largo intervalo entre Maitines y Laudes. En pleno verano, el descanso nocturno era algo inferior a las seis horas, compensado con una siesta después del almuerzo. En invierno, no había necesidad de eso, porque los monjes gozaban de un descanso ininterrumpido de más de ocho horas.

El horario de los conversos difería completamente. Se levantaban después que los monjes terminaban maitines, pero pasaban mucho más tiempo trabajando, excepto los domingos y fiestas, cuando participaban en algunos de los oficios de los monjes.

Como siempre fue difícil calcular las horas nocturnas, existieron diversas costumbres para determinar el tiempo exacto de levantarse. El Capítulo General de 1429 trató de lograr uniformidad completa, ordenando que en cada abadía el sacristán diera la señal de levantarse a las dos durante todo el año y a la una los domingos y festividades. De acuerdo con Capítulo General de 1601, la hora de levantarse los días de semana debía retrasarse hasta las tres. El Capítulo de 1765 otorgó mayores concesiones a comunidades de hasta seis miembros, a los que se les permitía comenzar su jornada a las cuatro. Por entonces, en La Trapa, y posteriormente en todas las abadías de la Estricta Observancia, se siguió, hasta la década de 1960, el horarium cisterciense original.

Un hecho importante en la rutina diaria de las abadías lo constituía el «capítulo» (capitulum) realizado generalmente después de prima, en la sala capitular, ubicada al lado de la sacristía en el ala oriental del claustro. Estaban presentes todos los miembros profesos de la comunidad; los novicios y conversos mantenían capítulos separados. Se trataba de que la reunión fuera, a la vez, una oportunidad para la dirección espiritual, y una ocasión para tomar decisiones administrativas, si era necesario.

Primero, se leía el martirologio conmemorando todos los santos que se celebraban ese día. Luego seguía la Pretiosa, una breve oración monástica matutina, y la lectura de un capítulo de la Regla de san Benito, con un comentario o aplicación realizada por el abad o prior que presidía. Los domingos – y festividades se leía y explicaba el Libro de los Usos o los estatutos del Capítulo General.

Una parte menos formal y más vivida comenzaba con el requerimiento del superior a todos los presentes que dieran un paso adelante y se acusaran de sus faltas públicas y transgresiones a las numerosas reglas y reglamentos de la Orden. En casos de notoria reticencia, se permitía a los otros monjes acusar al miembro en cuestión. A cada infractor se le daba una penitencia, que consistía de ordinario en actos de humillación, ayuno, remoción del cargo o imponiendo la disciplina regular. Por delitos muy graves, los castigos consistían en excomunión, prisión o expulsión, pero se permitía siempre apelar de dichas sentencias ante las autoridades superiores.

Aunque la Regla no las mencionara, las penas de prisión eran medidas punitivas monásticas ampliamente difundidas en otras órdenes. Tal es el caso de Cluny. Pero aparecieron apenas en Cister en las actas del Capítulo General de 1206, permitiendo simplemente que se construyeran cárceles en cada abadía. En 1230 se lo ordenaba, y el estatuto insistía en que tenían que ser «sólidas y seguras». Dado que las fechas coinciden con brotes de cierta indisciplina en algún monasterio por parte de los conversos, se puede suponer que estas medidas, tomadas de la justicia secular, eran adoptadas por las autoridades de la Orden con el fin de reprimir tales indisciplinas. Los archivos del Capítulo General proporcionan detalles sobre tales hechos.

El Capítulo diario era también la ocasión para anunciar acontecimientos importantes, nombramientos o elecciones de colaboradores, y el momento en que el prior asignaba a los monjes sus trabajos o tareas particulares. En ocasiones más festivas se esperaba que el abad pronunciara un sermón alusivo. También se llevaban a cabo durante el capítulo la admisión de los novicios, tomas de hábito y profesiones. La sesión terminaba con el recuerdo de los miembros fallecidos de la comunidad y la recitación del Salmo 129, el De profundis, y sus preces finales. La importancia y frecuencia del capítulo disminuyó mucho en el siglo XV, como sucedió con otras costumbres, pero fue completamente restaurada dentro de la Estricta Observancia.

El trabajo manual dependía por completo de las estaciones: más pesado en verano, más ligero en invierno. Las tareas habituales de las granjas estaban a cargo de los conversos, pero en época de arado y cosecha todos los monjes que estuvieran en condiciones participaban del trabajo en el campo el tiempo que fuera necesario. En esas ocasiones, se rezaba la misa matutinal a una hora temprana, y toda la comunidad marchaba llevando los aperos a los campos, donde pasaban el resto del día, rezando y comiendo en el lugar de trabajo. En esos casos, se suspendía la ley del ayuno y se servía mayor cantidad de bebida. Los Ecclesiastica officia especifican la distribución de unos 700 gr. de pan y una mezcla de leche y miel para beber.

Con el arriendo progresivo de la tierra monástica disminuyó en gran parte la necesidad de trabajar los campos. Las huertas cercanas a las abadías, que todavía tenían que ser cuidadas fueron asignadas a los hermanos legos que quedaban. El problema de un trabajo significativo para los monjes de coro quedó como un problema debatido y básicamente sin solución hasta la Revolución Francesa.

Citando la Regla de san Benito, tanto los Capítulos como los padres visitadores castigaban sin compasión la ociosidad, pero ambos fracasaron en prescribir el remedio realmente adecuado. No podía pensarse en el retorno a una actividad agrícola extensa y organizada, cuando la mayoría de las fincas monásticas eran cultivadas por arrendatarios libres. Una actividad pastoral de cierta intensidad iba en contra de la tradición monástica y de los intereses del clero secular. El trabajo intelectual habría requerido organización, disponibilidad de bibliotecas y constante aliento, todo lo cual faltaba entre los cistercienses. Cuando los Capítulos Generales de los siglos XV y XVI intentaban organizar los archivos y mantener las bibliotecas querían satisfacer simplemente necesidades prácticas, pero no abrigaban ningún anhelo de facilitar la investigación. ¿Qué podían hacer los monjes, cuando no estaban ocupados en sus tareas religiosas o ejercicios de piedad?

La naturaleza de esta situación bastante patética quedó al descubierto con toda crudeza, cuando el Capítulo de 1601 ordenó que «para evitar la ociosidad, todos deberían estar ocupados a ciertas horas en el estudio concienzudo de las letras y lectura espiritual u otros actos de piedad, y si hubiera monjes poco inclinados al estudio, debía asignárseles otros trabajos, tales como pintar, tejer en telares, remendar ornamentos litúrgicos, encuadernar libros y otras actividades similares, ocupándolos siempre en algo, no sea que el demonio, buscando a quién devorar, los encuentre ociosos». Por supuesto, todo esto no era sustitutivo para el trabajo organizado e institucional que había logrado que el monacato fuera próspero y reverenciado en siglos más felices. Tampoco resultó de gran ayuda que el mismo Capítulo confiara la limpieza del monasterio a los miembros más jóvenes de la comunidad todos los sábados y vigilias. Finalmente, se ordenó que todos los monjes realizaran trabajos físicos dos veces por semana. Indudablemente debió ser muy edificante ver la fila de religiosos marchando a realizar algún trabajo de mantenimiento o jardinería. Sigue siendo dudoso, con todo, si tales ocupaciones proporcionaban campo suficiente para las energías creadoras o daban el grado de satisfacción que es indispensable para una vida religiosa sana. Sin embargo, el problema no se sintió tan agudamente en el Antiguo Régimen como en la actualidad, ya que grandes sectores de las clases altas, incluyendo al clero, disfrutaron habitualmente de una vida cómoda, mantenidos por pensiones y prebendas.

Cuando los legisladores monásticos abordaron el tema de la alimentación, dieron el debido énfasis a las virtudes de la templanza y mortificación. Aunque la Regla de san Benito muestra un grado sorprendente de moderación, desde el 14 de septiembre (fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz) hasta Pascua, permitía comer una sola vez al día, y prescribía abstinencia total y perpetua de carne durante todo el año.

Ambas prescripciones seguían simplemente la tradición del ascetismo primitivo, que se convirtieron por medio de la Regla en rasgos característicos del monaquismo medieval. Una línea de autores cristianos, que comprende sin interrupción desde los primeros Padres hasta los últimos escolásticos, compartía la convicción de que un cuerpo mortificado aumentaba la vigilancia espiritual, y de que la abstinencia era un escudo efectivo contra los deseos carnales. La actitud cisterciense está perspicazmente resumida por san Bernardo en uno de sus sermones sobre el Cantar de los Cantares (n. 66): «Me abstengo de la carne, porque sobrealimentando el cuerpo, también alimento los deseos carnales; trato de comer aun el pan con moderación, no sea que mi estómago pesado me impida levantarme para orar».

Santo Tomás de Aquino, en cambio, con su aguda percepción, afirma: «La Iglesia en materia de ayuno, se atiende a lo más general. Y no hay duda de que ordinariamente agrada más comer carne que pescado, aunque haya excepciones. A esa ley común se atiende la Iglesia cuando prohibe la carne… Además, entre los ayunos, tienen preferencia los cuaresmales, ya porque se imita a Jesucristo, ya porque nos preparan a la devota celebración de los misterios de nuestra redención. No hay, pues, porqué extrañarse de la prohibición de carnes en cualquier ayuno».

Las costumbres cistercienses, siguiendo la Regla, permitían que en la comida principal se sirviera una generosa porción de pan, dos clases de legumbres cocidas y, como tercer plato, fruta del tiempo. Cuando se cenaba se servían verduras y fruta con la porción de pan que quedaba. En ocasiones de fiestas, se agregaba a la comida principal una «pitanza», tal como pan blanco, pescado y quesos. Fundaciones para misas de aniversario incluían con frecuencia pitanzas para la comunidad, de forma que tales comidas llegaron a ser semanales, o más frecuentes todavía. Sin embargo, no se podían servir pitanzas durante tres días consecutivos ni durante las sesiones del Capítulo General. En Adviento y Cuaresma, las restricciones de la dieta alcanzaban a los huevos, el queso y la grasa animal. Los viernes de Cuaresma, los monjes ayunaban a pan y agua. En la preparación de los platos, se podía usar sal, y sólo hierbas aromáticas cosechadas en el monasterio.

A los miembros más jóvenes de la comunidad, se les permitía tomar un desayuno (mixtum), antes o después de la Sexta, franquicia que se extendía a algunos más, a causa de sus enfermedades. Al comienzo, no era más que un poco de pan mojado en vino, y aun esto se suspendía en Cuaresma. Sin embargo, en siglos posteriores se daba el desayuno a todo el mundo y, en el siglo XVIII, muchas abadías ofrecían la ración habitual de leche, té o café, agregando a veces hasta un plato de sopa.

Otra costumbre primitiva y ampliamente aceptada era servir una bebida (biberes) después de Nona, especialmente en verano. Podía ser vino, o si éste no abundaba, cerveza o sidra. La cerveza se producía habitualmente en tres calidades diferentes, con mayor o menor contenido alcohólico. La mejor era privilegio de la mesa del abad, o se servía en el refectorio en ocasiones solemnes.

El abad habitualmente no comía con su comunidad. Tenía su propia mesa que, de acuerdo con las instrucciones de la Regla, debía compartir con los huéspedes, cuya presencia era casi habitual. En el caso excepcional de que faltaran, el abad tenía libertad para invitar a dos monjes, aunque, en todos los casos, tanto el abad como los huéspedes debían seguir las mismas reglas alimenticias que el resto de la comunidad.

Antes de entrar en el refectorio, los monjes debían lavarse las manos en una fuente-lavabo, con frecuencia primorosamente decorada, donde fluía constantemente el agua a través de un cierto número de orificios. Luego, ocupaban sus lugares en el lado externo de largas mesas dispuestas en forma de u. Encontraban ya el alimento servido. Después de la bendición en latín se sentaban, pero no comenzaban a comer, hasta que el prior, que presidía, descubría el pan.

Había silencio total durante toda la comida, mientras un monje leía en voz alta pasajes selectos de la Biblia Latina. En siglos posteriores, se elegía un párrafo de la Biblia, y luego se leía un libro edificante en idioma vernáculo. El lector usaba un atril situado sobre una plataforma elevada, pegada a la pared. En el comedor del abad, se seguía la misma pauta, aunque pudiera acortar la lectura en beneficio de los huéspedes, y dar oportunidad a una conversación edificante. Muchas abadías terminaron por adoptar esta práctica también en el refectorio de los monjes. Por entonces, la lectura durante toda la comida se había convertido en signo especial de austeridad, practicada generalmente en las casas de la Estricta Observancia.

En los países donde se podían cultivar viñas, la bebida era el vino, que había sido aprobado con cierta reticencia por san Benito. De acuerdo con la Regla, la cantidad diaria de vino que un monje podía beber era una hemina, que está calculada como 0,275 l. Se colocaba en un jarro de barro cocido frente a cada monje, pero la misma cantidad debía alcanzarle, si desayunaba y cenaba. En climas más fríos, en donde no se produce vino, se tomaba cerveza o sidra. Se evitaba en lo posible el consumo de agua, dada a veces la conocida insalubridad de la mayoría de los suministros y conducciones.

El correcto comportamiento de los monjes estaba sujeto a minuciosas reglamentaciones, dando a la ocasión un carácter semilitúrgico. La urbanidad cisterciense en la mesa exigía que los monjes tomaran las tazas para beber con ambas manos, que se sirviera la sal con la punta del cuchillo, y se frotaran los cubiertos con un pedazo de pan y no con la servilleta. Las comidas se concluían con una acción de gracias, durante la cual toda la comunidad marchaba en procesión a la iglesia, donde terminaba la ceremonia.

Como ocurrió en otras áreas de la disciplina, la regla de la alimentación tendió hacia una gradual mitigación, especialmente en materia de abstinencia perpetua. El proceso comenzó en la enfermería del monasterio, donde se permitía comer carne a los enfermos hasta que recuperaran sus fuerzas. La fácil admisión en la enfermería dio ocasión de comer carne. El Capítulo General de 1439, aprobando silenciosamente esta costumbre, insistía simplemente en que, en cualquier caso, por lo menos los dos tercios de la comunidad debía seguir la dieta regular en el refectorio, y que nadie debería comer carne más de dos veces por semana.

A comienzos del siglo XIV fueron otras causas las exigencias de la hospitalidad y la dificultad de obtener legumbres. En un cierto número de casos, las dispensas papales otorgadas a abadías particulares habían debilitado la ley de abstinencia en tal grado, que aun la bula de reforma de Benedicto XII, la Benedictina de 1335, no sólo fracasó en hacer cumplir las observancias primitivas, sino que eximió de la abstinencia perpetua a los abades dimisionarios y a los comensales de la mesa del abad.

Hacia el año 1473, las prácticas locales de abstinencia eran tan divergentes, que el Capítulo General decidió dirigirse a la Santa Sede para nuevas reglamentaciones. La aclaración de este tema, entre otras cosas de mayor importancia, fue confiada a la delegación de abades con tanta frecuencia mencionada, que se envió a Roma en 1475. Una bula promulgada por Sixto IV el 13 de diciembre de 1475 no otorgó dispensa absoluta, pero facultaba al Capítulo General y al Abad de Cister para adoptar la ley de abstinencia a las circunstancias modificadas. Incluso se multiplicaron las concesiones del Capítulo en favor de un cierto número de abadías de forma tan rápida, que, en el plazo de diez años, la abstinencia perpetua llegó a ser del pasado. Los términos de la autorización dada a la casa alemana de Eberbach, en 1486, sirvieron como nueva norma de observancia: podían comer carne tres veces por semana, los domingos, martes y jueves.

En Whalley, Inglaterra, la administración de su último abad, de trágico destino, Juan Paslew (1507-1537) fue una era de magnificencia y abundancia, disfrutada por toda la comunidad. En 1520, los monjes gastaron alrededor de las dos terceras partes de su presupuesto anual en comida y bebida, y su mesa se caracterizaba por servir en ella, higos, dátiles, y dulcería. Los hermanos hasta pagaban abultadas cifras por entretenimientos, cantores, y espectáculos con osos.

La vuelta a la abstinencia perpetua se convirtió en la exigencia principal de la Estricta Observancia en el siglo XVIIi. La Constitución Apostólica de Alejandro VII In Suprema de 1666, elogiaba la intención de los «abstinentes», pero permitía comer carne al resto de la Orden tres veces por semana, es decir, aprobaba la dispensa difundida y practicada desde antiguo. No obstante, el movimiento de reforma reintrodujo un cierto número de austeridades de la primera época. El delegado de Bohemia en el Capítulo General de 1664, el abad Lorenzo Scipio de Ossegg, relataba las comidas en Cister con franca desaprobación por tales mortificaciones: «en el momento de comer, que siempre era muy regular, la lectura proseguía sin benedícite (signo de concluir la misma), y toda la comida se terminaba en menos de una hora. Nunca se servían más de dos platos, a lo sumo tres, todos preparados en el miserable estilo borgoñón, prácticamente sin especias. Pero el vino era bastante bueno, y si alguien prefería, podía mezclarlo con agua».

En el siglo XVIII, mientras la Estricta Observancia continuaba fiel a la abstinencia perpetua, la Común Observancia, sin relajarse lo más mínimo en la austeridad monástica, y obligada, en muchos casos, por la superior carestía del pescado, tomaba carne algunos días de la semana. De acuerdo con los libros de cuentas del Colegio de San Bernardo, en Tolosa de Languedoc, la comunidad (una docena de monjes) y sus huéspedes consumieron en 1755 una cantidad considerable de carne, de gran variedad de animales: vaca (80 kg.), carnero (120 kg.), ternera (90 kg.), caza, cerdo (40 kg.), gallinas (214), palomas (138), codornices (50), pollos (228), pavos (15), gansos (6), patos (14). El hecho de que el pescado (300 kg.) y los huevos (7.422) fueran los dos elementos de mayor consumo en la lista parecería indicar que la comunidad todavía seguía prefiriendo la dieta monástica tradicional. Era característica de la localidad conseguir con facilidad frutas del Mediterráneo, que los monjes encontraban con frecuencia en sus mesas: naranjas, limones, castañas, aceitunas, higos y pasas. El café, por entonces una rareza, se servía sólo en ocasiones festivas. Por otro lado, la comunidad bebía vino con la moderación habitual. En el año lectivo de 1753-1754, diez monjes, con sus sirvientes y huéspedes ocasionales, consumieron quince barriles de vino común, pero téngase en cuenta de que el Colegio era una residencia de estudiantes y no un monasterio propiamente dicho. A veces los monjes salían de su frugalidad cotidiana, especialmente en fiestas señalas como la de san Bernardo que coincidía con la terminación del año académico. Después de la misa solemne, con un predicador de nota, la comunidad acompañada de amigos se sentaba en la mesa, aquel día mejor aderezada que de costumbre en donde se servía una comida extra.

Hasta el siglo XVII, el horario diario cisterciense no incluía recreación. Esto no quiere decir que los monjes no pudieran abrir sus corazones unos a otros, en especial si la conversación tenía una motivación espiritual que la justificara. En esta línea, el Capítulo General de 1232 estableció con claridad que, «para evitar conversaciones ilícitas, se ordena que, cuando el «guardián del orden» (una autoridad monástica de menor rango) estimulara a los monjes para hablar, la conversación debía girar sobre los milagros de los santos, objetos de santificación y temas relativos a la salvación de las almas, excluyendo siempre detracciones, controversias y otras vanidades».

La carta de visita regular de 1523 para el colegio de san Bernardo de París permitía excursiones anuales a la campiña cercana bajo estricta supervisión. El Capítulo General de 1601 aprobó caminatas para recreación, al decir que «cuando fuera conveniente salir del claustro para tomar aire fresco o recreación, las caminatas realizadas con dicho propósito no deben llegar muy lejos, ni durar más de dos o tres horas y (son permitidas) únicamente cuando toda la comunidad, conducida por el prior, pueda salir». Períodos diarios de conversación después de las comidas aparecen en los horarios del Colegio Parisiense en la década de 1630. Es probable que disposiciones similares fueran bastante comunes también en otras casas, excepto aquellas bajo control de la Estricta Observancia. Una costumbre monástica peculiar, impuesta por la regla de silencio estricto, fue el uso de un lenguaje de signos. El abad Odón (926-942) lo introdujo en Cluny, y se difundió entre las congregaciones reformadas de los siglos XI y XII. Cister no dictó reglas obligatorias para su aplicación, pero adoptó probablemente el lenguaje de señas que se practicaba en Molesme. Los signos, formados con dedos y brazos, no debían ser usados para desarrollar una conversación, y estaban ideados simplemente para transmitir mensajes e instrucciones. Un manuscrito de Claraval que ha llegado hasta nosotros contiene un «diccionario» de doscientos veintisiete signos, correspondientes al mismo número de palabras o términos latinos. En otras partes, usaban para expresarse una cantidad más o menos similar. Distintas reglamentaciones restrictivas dictadas por el Capítulo General parecen indicar que el lenguaje de señas era usado con frecuencia para bromear, en lugar de favorecer el espíritu de silencio y recogimiento. La relajación gradual de la regla de silencio estricto eliminó los motivos del lenguaje de señas, que fue restaurado posteriormente por la Estricta Observancia.

En sus dormitorios los monjes del Cister primitivo hicieron un valiente esfuerzo por seguir las sugerencias de la Regla de san Benito. En concordancia con la misma, los monjes, no importa cuán numerosos fueran, debían dormir en el mismo dormitorio común y acostarse completamente vestidos en sus duros lechos. La «cama» era un simple catre provisto de un colchón de paja, una almohada y una manta. La prohibición cisterciense de tener cualquier fuente de calor en los dormitorios, constituía otra penuria. En los climas nórdicos, donde el viento húmedo y helado penetraba en esas salas inhóspitas desde fines de noviembre y apenas cedía a comienzos de la primavera, en abril, la noche exigía a causa del frío tanta resistencia de los monjes como el duro trabajo diario.

No es de extrañar que el Capítulo General se viera pronto envuelto en una batalla en dos frentes en la que llevaba las de perder: tratando de rechazar los esfuerzos constantes para proveer de alguna calefacción a los dormitorios de los monjes; evitar la partición de los dormitorios comunes en celdas pequeñas, que el creciente énfasis por los estudios y el deseo de aislamiento hicieron más deseables. Ya en 1194, el Capítulo castigó al abad de Longpont por tener un dormitorio construido «irregularmente». Durante todo el siglo XIII, aumentaron las irregularidades de tal manera, que en 1335, la Benedictina tuvo que aceptar el desafío y reforzar la antigua ley con la autoridad papal. Aun así, la bula otorgó excepciones a favor de los enfermos en la enfermería, y a un número no especificado de «oficiales, que no podrían dormir convenientemente en el dormitorio». Mas aún, se permitía a los priores y subpriores construir celdas individuales en los dormitorios comunes, aunque todas las otras celdas dentro de .los mismos debían ser destruidos en tres meses, bajo pena de excomunión. De acuerdo con una interpretación posterior de la bula, se designaba con el término de celda una habitación con una puerta provista de cerradura; por consiguiente, podía tolerarse la simple separación por medio de paredes que no tuviera puertas. De cualquier modo, el Capítulo General de 1392 permitió a un monje de Boulbonne cerrar su habitación con una puerta.

Mientras tanto, la rápida disminución del número de monjes y la orientación cada vez más intelectual de muchas comunidades hicieron que los anticuados dormitorios comunes fueran prácticamente insostenibles. El Capítulo de 1494 autorizó a los abades a dispensar de los dormitorios comunes «por una causa justa» prácticamente a todo el mundo, aunque el decreto insistía todavía en que las estufas debían ser retiradas de los dormitorios comunes. En 1530, la abadía de Poblet recibió autorización para dividir el dormitorio en celdas privadas. El Capítulo de 1573 trató simplemente de evitar la construcción de celdas fuera de los viejos dormitorios. El Capítulo de 1601 generalizaba el uso de celdas individuales, porque permitía a los monjes estudiar en sus propios cuartos. La destrucción de las chimeneas se ordenó por última vez en 1605, aunque este decreto fue tan ineficaz como las incontables medidas anteriores. Por último, la In Suprema de 1666, aprobó las celdas individuales amuebladas con moderación, «por el bien de una mayor modestia y honestidad de vida». La Trapa y la Estricta Observancia del siglo XIX volvieron a los dormitorios comunes y en esas casas, como en el Cister antiguo, y el único cuarto con hogar era el calefactorio. Después del Concilio tienen celdas particulares.

Las fuentes de que disponemos ofrecen únicamente escasa información sobre la higiene personal de los monjes. Sin duda no tenían ni tiempo ni oportunidad para lavarse antes de Maitines, y el único lugar para hacerlo sería la fuente-lavabo a la entrada del refectorio. El mandatum o lavatorio de pies de los monjes todos los sábados a la noche, desde Pascua hasta el 14 de septiembre, tenía con toda probabilidad un fin práctico, aparte de su carácter litúrgico. En los Ecclesiastica officia se lo menciona por primera vez, y aparece todavía en los estatutos del Capítulo General de 1601.

Al comienzo sólo se permitía bañarse a los enfermos en la enfermería. Todos los demás que se atrevían a frecuentar lugares donde corría naturalmente el agua eran hasta censurados y castigados por el Capítulo General. Un estatuto de 1188 juzga que todos aquellos que dejen sus monasterios buscando «baños calientes», no debían ser readmitidos. En 1202, fue depuesto el abad de san Giusto, en Toscana, porque comió en compañía secular y, como dice el texto lacónicamente, «gustó de bañarse sin su hábito fuera de la abadía». En 1212, se llamó la atención a un monje de Hautecombe por haber comido carne y haberse bañado.

Como primera indicación de un deshielo en la materia, el Capítulo de 1437 estableció que «a las personas sanas, no se les debía permitir más de un baño por mes». Un estatuto de 1439 parece implicar que por entonces ya estaba institucionalizado el bañarse. Todavía insistía en que el baño era una condescendencia mensual, pero agregaba que no debía ser ocasión para un «comportamiento frívolo» y que los bañistas debían contentarse con los servicios de hasta dos servidores. ¿Dónde estaba situado el baño? Quizá en la enfermería. Por último, el Capítulo General de 1783 permitió hasta que se frecuentaran lugares donde corría naturalmente el agua, si lo justificaban prescripciones médicas.

Al comienzo, era costumbre afeitarse y hacerse la tonsura monástica siete veces al año, en las vigilias de las fiestas principales. En 1257, el Capítulo General aumentó las ocasiones a doce, y un estatuto de 1297 ordenó afeitarse dos veces al mes. La In Suprema de 1666 prescribía todavía lo mismo, aunque el texto ponía más énfasis en la prohibición de usar una barba acicalada, a la usanza de la época.

Las sangrías periódicas (flebotomía) a los monjes obedecían a una combinación de razones médicas y ascéticas. Se le hacía a todo miembro de las comunidades monásticas cuatro veces al año, si no estaba enfermo, de viaje o realizando algún trabajo pesado. Se creía generalmente, durante todo el medioevo y comienzos de la Edad Moderna, que la sangría, aparte de su resultado benéfico en determinados casos médicos, era un requisito indispensable para mantener una buena salud, y un medio efectivo contra el apetito sexual. En la primitiva legislación cisterciense, aparece bajo el término minutio, y su práctica continuó hasta el siglo XIX. Se hacía en el calefactorium. o en la enfermería y a los pacientes se les hacía descansar varios días y se les daba comida y bebida extra.

El espíritu de la más profunda consideración prevaleció en el cuidado de los enfermos y ancianos. Toda planta monástica con. taba con una enfermería espaciosa, construida un poco apartada del claustro. La sala principal de la enfermería de Cister medía 55 metros de largo por 20 metros de ancho, dividida en tres pasillos por dos hileras de delicadas columnas soportando la elegante bóveda gótica. La enfermería de Ourscamp, que todavía se conserva, sirve hoy de iglesia parroquial. Esta última construcción incluye un piso superior provisto de celdas individuales para los enfermos graves. Pero hasta las construcciones más pequeñas incluían comodidades para los enfermeros, y estaban equipadas con una farmacia, cocina y amplia chimenea.

Aunque se suponía que los enfermos posibilitados para caminar concurrían a los oficios en las iglesias, con frecuencia se agregaba una capilla donde se pudiera decir misa y administrar los sacramentos. Se suponía, que tanto los pacientes como el personal de servicio debían respetar la regla de silencio, pero las leyes sobre alimentación estaban en suspenso de acuerdo con la gravedad de cada caso. El comedor de la enfermería se llamaba con frecuencia misericordia, porque allí, por conmiseración, se permitía a los miembros delicados comer carne.

La asistencia dada en la enfermería no excedía en general de las medicaciones y remedios caseros. Si algunos de los monjes que las atendían habían tenido alguna experiencia en Medicina, era pura coincidencia. Sólo desde el Renacimiento, muchas abadías prósperas emplearon a un seglar como clínico o cirujano residente, que estaba a cargo de la sangría regular de los monjes y pudo haber acompañado al abad y su comitiva en los largos viajes de visitas regulares. De acuerdo con las reglamentaciones del Capítulo General de 1189, no se permitía que los monjes enfermos buscaran cura fuera de sus abadías, y fue sólo mucho tiempo después cuando se permitió a los cistercienses concurrir a reputados centros de salud.

Cuando un monje estaba próximo a morir, el tañido de las campanas llamaba a todos sus hermanos al lado de su lecho, para ser testigos de los últimos sacramentos y de su feliz partida. En estas ceremonias, se sacaba el colchón de la cama y se depositaba en el suelo, sobre una capa de cenizas. Después de que exhalara su último aliento, la comunidad se retiraba y el cuerpo era llevado a una cámara adyacente y depositado sobre una tabla de piedra. Luego era despojado de sus vestiduras, y lavado con agua caliente de la cabeza a los pies. Esto era un acto simbólico de una tradición cristiana inmemorial, pero también podría haber sido una autopsia primitiva que revelaba los estragos visibles de su enfermedad mortal y tal vez la causa de su muerte. Caso de tratarse de la defunción de un monje notable por su austeridad, es posible que esta ceremonia despertara deseos de comprobar para personal edificación si había en el cuerpo del muerto señales de mortificaciones. La piedra de la cámara mortuoria de Claraval donde fue lavado el cuerpo de san Bernardo se convirtió en objeto de veneración. Algunos visitantes devotos aseguraban haber visto la marca del cuerpo del Santo sobre la piedra pulida.

Si se puede dar crédito a la extraordinariamente inverosímil historia que narra Cesáreo de Heisterbach en el Dialogus miraculorum, fue justamente en esa ocasión que los monjes de Schönau descubrieron que el «Hermano losé», que había muerto como novicio, era en realidad una chica. Su nombre verdadero era Hildegunda, hija de un honrado ciudadano de Neuss del Rhin, que había fallecido de regreso ambos de Tierra Santa. Después de increíbles penurias, Hildegunda fue admitida en la abadía de Schönau donde nadie advirtió su sexo. Su muerte ocurrió el año 1188. Cuando Cesáreo contó su historia parece que estaba en vías de convertirse en «santa» para ser tenida así parte de la Edad Media.

Después del lavado ceremonial, el cuerpo del monje fallecido, vestido con el hábito y la cogulla cisterciense habituales, era llevado en procesión a la iglesia y se colocaba sobre un féretro en medio del coro. Si todavía había tiempo para una misa de funeral, el sepelio se realizaba el mismo día. De lo contrario, los monjes velaban el cuerpo toda la noche y se disponía la misa y el entierro para la mañana siguiente. Después de las exequias, se transportaba el cuerpo a través de la puerta en la pared norte del crucero hacia el cementerio adyacente. El cadáver, sin ataúd, era bajado a la tumba, y el lugar se dejaba sin señalar. Después del siglo XVII, se colocaba sobre cada tumba una cruz de madera con el nombre del monje y el año de su muerte. En los cementerios de las abadías muy pobladas, como Claraval y Orval, siempre había una fosa abierta recién cavada, esperando a su ocupante, quizás inesperado.

Los abades eran enterrados bajo el claustro, entre la sala capitular y la iglesia, a veces también en la sala capitular, o en una cripta bajo la iglesia. La situación de los cuerpos de los abades estaba señalada por lápidas, más o menos decoradas, encastadas en el piso del claustro o colocadas en la pared.

Una vida monástica, altamente ritualista, ordenada con tal rigidez que prácticamente no deja lugar a la iniciativa individual, aparecería como antinatural, hasta inhumana a los ojos de los lectores modernos. Sin embargo, hay que tener en cuenta que muchas grandes abadías albergaron a cientos de individuos, cada uno con su temperamento, grado de inteligencia y posición social diferente; todas sus vidas transcurrieron en lugares demasiado estrechos, sin las ventajas del aislamiento que el hombre de nuestros días consideraría indispensable. En tales circunstancias, una coexistencia armoniosa y una creatividad comunitaria significativa hubieran sido imposibles de no haberse impuesto reglamentos estrictos, asignando a cada individuo su propio lugar y limitada función, reduciendo de este modo los roces producidos por voluntades antagónicas e intereses en conflicto.

Esta organización inteligente y reglamentada logró que la vida monástica dejara su indeleble impacto en la sociedad cristiana. Aun el espectador de mente más simple quedaría impresionado por el éxito descollante de los monjes en todos los campos de sus múltiples actividades. Los logros espirituales e intelectuales, la monumental arquitectura, la eficiencia en la economía y los beneficios de la seguridad personal, prueban con elocuencia la superioridad de una vida basada en la aceptación voluntaria de la disciplina, dedicación al trabajo duro y sumisión a la autoridad religiosa. La creencia inquebrantable del mundo occidental de que hasta el trabajo manuales ennoblecedor, de que «la ociosidad es enemiga del alma» y, de que, por consiguiente, el trabajo es la única fuente moralmente aceptable de bienestar, constituyen elementos del noble legado del monaquismo cisterciense.

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Los Cistercienses en el siglo XX

El relato histórico de la Orden cisterciense durante las primeras tres cuartas partes del siglo XX no se puede reducir a la enumeración de unas pocas tendencias dominantes. Aunque el nuevo siglo comenzó como una continuación normal de la época precedente, el estallido de la Primera Guerra Mundial introdujo una era de violencia y destrucción, tanto física como moral sin precedentes, que llegó a su clímax en el holocausto de la Segunda Guerra Mundial. Después de treinta años de agonía se ha acallado el estruendo de las bombas, pero no se ha conseguido la consolidación de la paz anhelada. No son sólo la prolongada guerra fría, la confrontación entre las fuerzas del comunismo y la democracia, los que evitan el restablecimiento de una condición que ha sobrevivido en las memorias de la vieja generación como «normalidad». Hacia mediados del siglo, se hizo evidente que las bases éticas, los valores sobre los cuales podría reconstruirse el equilibrio al estilo antiguo, estaban hechos añicos sin remedio. El cuestionamiento profundo de todas las normas heredadas continuó a lo largo de toda la década del 60, sin encontrar una base para un nuevo consenso. Finalmente, surgió la idea de una «sociedad pluralista», en la cual podían coexistir conceptos variados y hasta contradictorios. Esto parecería conducirnos a admitir que las preguntas han sobrepasado a las respuestas posibles, y no hay ya esperanza de encontrar un nuevo credo por el que valga la pena morir. Para cualquier que haya estudiado la historia de las instituciones y civilizaciones, esta suposición plantea otras cuestiones fundamentales: ¿puede una «Iglesia pluralista» servir como núcleo de una nueva civilización? ¿Puede concebirse una civilización fuera de un contexto firme de valores absolutos, sin una convicción bien arraigada en la autoridad?

El estudio de una orden religiosa dividida, dentro de un mundo siempre turbulento, es una tarea arriesgada, dado que el mismo cronista es forzosamente parte. Las disputas decisivas sobre valores

y principios llegaron hasta las grandes abadías, que se habían mantenido en el siglo XIX como remansos de paz, fuera del alcance del tiempo. Dado que algunas preguntas fundamentales quedan todavía sin respuesta, no hay posibilidad de examinar el pasado inmediato a partir de un punto de vista realmente objectivo. Con el afán de reducir los errores de juicio al mínimo, será suficiente que sólo presentemos un bosquejo de los eventos externos más importantes.

La Estricta Observancia

Los cistercienses de la Estricta Observancia entraron al siglo XX en medio de una vigorosa expansión territorial, aunque no todas las nuevas fundaciones resultaron duraderas. El Capítulo General Trapense contestaba con una generosidad sin reserva a la mayoría de las peticiones de los obispos pidiendo monjes. Pero, al tomarse esas decisiones, se tenía más en cuenta el personal disponible que los problemas de clima, medio ambiente, recursos materiales o implicaciones políticas.

El primer establecimiento en África, Staouéli, en la Argelia francesa, se inició en 1843 con la ayuda masiva del gobierno, y la abadía se convirtió pronto en la más rica de la Orden. Pero confiar en la buena voluntad de las autoridades civiles demostró ser un riesgo peligroso, tan pronto como los elementos anticlericales dominaron la situación en París. Temerosos ante la amenaza de supresión, los padres vendieron el solar y, en 1904, se mudaron a Maguzzano en Italia, a orillas del Lago de Garda. Una aventura aún más prometedora en Sudáfrica, Mariannhill, en Natal (1882), peligró pronto por diferentes razones. Los monjes atrajeron gran número de vocaciones nativas, especialmente como conversos, pero fue tan grande el hambre de las almas por la palabra de Dios, que la comunidad se vio envuelta en un trabajo misionero cada vez más exigente. El Capítulo General no pudo pasar por alto y, en 1909, con la aprobación de la Santa Sede, la comunidad se separó de la Orden para continuar funcionando como una organización independiente de misioneros. Una fundación de Westmalle en el Congo Belga tuvo que ser abandonada en 1925 por razones similares.

El clima inhóspito y el medio ambiente extraño y frecuentemente hostil causaron el fracaso de varias fundaciones en el Pacífico. Un establecimiento de 1874 en la isla de Nueva Caledonia debió ser transferido después de dieciséis años de estériles esfuerzos a Australia (Beagle Bay), sólo para encontrar allí problemas todavía mayores, que obligaron a poner fin a la heroica empresa en 1903. Por el mismo tiempo, sufrió idéntico destino un establecimiento en Nueva Bretaña, al este de Nueva Guinea, por entonces colonia. Una fundación en Brasil, apadrinada por Sept-Fons a comienzos de siglo, llegó a su fin en 1927.

Canadá ofreció a los monjes emprendedores un medio ambiente mucho más propicio. Al éxito de Notre-Dame du Lac en la provincia de Quebec en 1881, le siguieron otras dos en 1892: Mistassini y Our Lady of the Prairies, en Manitoba.

En el Extremo Oriente, una fundación en Japón, Phare (1896) se iba arraigando firmemente. Por otro lado, la inestabilidad política y la amenaza de la guerra hizo que dos nuevas tentativas en el Cercano Oriente fueran precarias desde el comienzo.

El entusiasmo por realizar tantas fundaciones extranjeras en Ultramar, a comienzos de siglo, puede tener su justificación en las condiciones políticas de Francia, donde a consecuencia del famoso «Caso Dreyfus», las riendas del gobierno se deslizaron a manos de inveterados enemigos de la Iglesia.

Desde 1901, se sucedían las leyes anticlericales y, en dos años, todas las casas religiosas debieron enfrentarse con el peligro de la disolución inmediata. Fueron clausuradas unas mil quinientas, pero Dom Juan Bautista Chautard (1858-1935), abad de Sept-Fons, defendió con éxito la supervivencia de los monasterios trapenses y, sólo dos casas pequeñas, Fontgombault y Chambarand, tuvieron que ser evacuadas. Esta última fue restablecida, con todo, como convento de monjas trapenses.

La Primera Guerra Mundial constituyó una severa prueba para los cistercienses franceses, porque ni los sacerdotes ni los religiosos quedaron exentos del servicio militar activo. Muchos monjes murieron en defensa de su patria y algunas abadías, como Olenberg, Mont-des-Cats e Igny sufrieron graves daños materiales. Después de su reconstrucción, Igny fue transferida a las monjas trapenses. La fundación en Siria, Akbés, tuvo que ser abandonada en 1919, después de ser totalmente devastada. En el mismo año, el nuevo gobierno de Yugoslavia se incautó de Mariastern, en Bosnia, comunidad predominantemente alemana.

Las condiciones de la postguerra hicieron peligrar la posición de las fundaciones trapenses en China, que databan de 1883. Nuestra Señora de la Consolación, que prosperaba cerca de Pekín, fue saqueada durante el ataque japonés de 1937. Lo que aún podía salvarse fue aniquilado diez años más tarde por los comunistas, que asesinaron a unos treinta de los monjes sobrevivientes. La fundación más joven, Liesse, fue más afortunada. La abadía tuvo que ser evacuada, pero la comunidad pudo encontrar refugio y nuevo hogar en Lantao, dentro del territorio de Hong-Kong.

En España, país de vigorosa expansión trapense en la década de los 20 (La Oliva, Huerta, Osera), los monjes se vieron pronto en medio de la sangrienta guerra civil de 1936-1939. Muchas casas lograron evitar daños muy serios, pero Viaceli, cerca de Santander, no sólo fue saqueada y bombardeada por los republicanos, sino que perdió diecinueve monjes alevosamente asesinados por una banda de anarquistas en los últimos meses del año 1936.

La ascensión al poder del gobierno nazi hizo precaria la existencia de las casas alemanas. Pocos años más tarde la Segunda Guerra Mundial pondría en peligro a cada abadía cisterciense a todo lo largo y lo ancho de los países beligerantes de Europa.

Engelszell, en Austria, fue secularizada en 1939. Mariawald, en Renania, suprimida en 1941, fue duramente dañada en 1945. Olenberg sufrió una devastación casi total en las postrimerías de la contienda. Maria-Erlösung (María-Zwijezda) en la Estiria yugoeslava, fue expropiada por el ejército alemán en 1941 y los monjes transferidos a Mariastern, que bien pronto se vio amenazada por el régimen de Tito, cuando confiscó todos los latifundios monásticos bajo pretexto de la reforma agraria.

Como consecuencia de la declaración de guerra de 1939, muchos de los monjes jóvenes de las abadías francesas fueron llamados a las armas. La fulminante invasión germana de 1940 produjo relativamente pocas bajas, pero un gran número de monjes soldados cayeron prisioneros de guerra. Bajo la ocupación germana, todas las abadías francesas pudieron seguir su ritmo, pero las que estaban situadas en Bélgica y Holanda lo hicieron sólo a costa de grandes dificultades. Scourmont fue evacuada dos veces, y la mayoría de sus edificios ocupados por la Luftwaffe alemana. Echt y Achel fueron expropiadas por completo por los nazis y sus monjes dispersados. Tegelen quedó casi totalmente destruida en la lucha, hacia fines de 1944.

La invasión aliada de Normandía involucró a muchas abadías francesas, alguna de las cuales, como Notre-Dame des Dombes y Timadeuc tomaron parte en forma más o menos activa en la resistencia. Esta última comunidad fue condecorada con la «Cruz de la Resistencia». La abadía belga de Orval se destacó en forma similar por ofrecer ayuda al «Ejército secreto» de los patriotas de ese país.

En Italia, Frattocchie, cerca de Roma se encontró entre 1943-1944 en la línea de fuego, y terminó seriamente dañada.

Al concluir la contienda, el trabajo de recuperación fue rápido, probando de nuevo la extraordinaria vitalidad de la Orden. A despecho de los daños muy considerables, en 1947 la Estricta Observancia contaba sesenta y cuatro casas, con un total de casi cuatro mil monjes. Comparando estas cifras con las de 1894, la ganancia neta a todo lo largo de la mitad más turbulenta del siglo llegaba a ocho monasterios y casi ochocientos monjes.

Sin embargo, la expansión más espectacular se alcanzaría durante la década del 50, cuando se hicieron una docena de fundaciones y el número de monjes se acercó a cuatro mil quinientos. En los Estados Unidos, solamente entre 1844 y 1956, el número de establecimientos trapenses creció de tres a doce, mientras los miembros aumentaban de trescientos a mil.

Hacia la mitad de la década del 60 la Orden comenzó a perder vocaciones en forma considerable, sobre todo entre los conversos, aunque se hicieron varias fundaciones, especialmente en África negra. De acuerdo con las estadísticas del 31 de diciembre de 1972, la Estricta Observancia controlaba ochenta y cuatro establecimientos, que albergaban a tres mil noventa monjes de coro y novicios, de los cuales mil seiscientos ochenta y cinco eran sacerdotes, los que sumados a trescientos veinticinco hermanos conversos dan un total de tres mil cuatrocientos quince.

El sorprendente desarrollo y la igualmente inesperada disminución de miembros dentro de la misma década constituye un problema intrigante para todo estudioso de la historia religiosa. La gran atracción por la vocación monástica que sintieron los veteranos de guerra es un hecho innegable, que puede encontrar explicación en la desilusión de esos millones de seres forzados a ser instrumentos de la destrucción suicida de una civilización grande, pero básicamente materialista. El monaquismo, como una nueva valoración del cristianismo en su aspecto más genuino y exigente, llenó sin dificultad el vacío espiritual, cuando cayeron convertidos en un montón de cenizas los ídolos de esa generación. La búsqueda de Dios por parte de miles de almas terminó en una abadía cisterciense, donde encontraron amor comprensivo, respuestas inmediatas, una forma de hacer penitencia por su penoso pasado, y la posibilidad de comenzar una vida nueva dedicada exclusivamente a la contemplación divina. La estructura monolítica de la Orden, su liturgia y disciplina, que en su rutina incambiable parecía trascender el tiempo, debían haber aumentado en cada novicio el sentimiento de seguridad de haber arribado al puerto de perpetua serenidad, de gozar por anticipado el sabor del cielo.

Aquellas vocaciones cuya formación descansó principalmente sobre la experiencia de la seguridad espiritual, fueron rudamente conmovidas por los abrumadores desafíos que quedaron como secuela del Concilio Vaticano II. La experiencia de nuevas formas litúrgicas, distintos conceptos de disciplina e ideas modernas de gobierno, dividieron inevitablemente a las comunidades monásticas. Aquellos que dejaron la guerra para encontrar paz dentro del claustro, se sintieron profundamente perturbados y muchos partieron desilusionados. No pueden clasificarse con facilidad los motivos personales, pero los datos estadísticos son por sí mismos reveladores. Durante las décadas que examinamos (1951-1971), salieron seiscientos noventa y seis profesos de votos solemnes, sin contar con los que vivían fuera de sus monasterios en estado de «exclaustración». En el primer período de cinco años de esas dos decenas, abandonaron cielito veintiún monjes; en el segundo período de cinco años, ciento cincuenta y uno; en el tercero, ciento ochenta y seis; en el cuarto, doscientos treinta y dos. En realidad, resultó erróneo el concepto de Estricta Observancia como fortaleza y custodia de tradiciones monásticas inmemoriales. Durante el siglo XIX, se produjo un alejamiento gradual de las ideas de Lestrange y, por último, hasta de las de Rancé, y la misma tendencia continuó en forma más acelerada después de la fusión de las Congregaciones trapenses en 1892. Un mojón significativo en el camino que conducía hacia el retorno a las tradiciones genuinamente cisterciense, fue la publicación en 1910 de una versión revisada del Directorio Espiritual trapense preparado por Dom Vital Lehodey (1857-1948), abad de Bricquebec. El autor expone todo su amplio conocimiento sobre oración mental (Los caminos en la oración mental, 1908), a la cual debía darse preeminencia sobre las observancias de ascetismo externo en cualquier vida monástica auténtica. Los méritos del nuevo Directorio radican en la liberación progresiva de un pesimismo algo riguroso, característico de la atmósfera trapense del siglo anterior, que abrió la brecha hacia el retorno a las tradiciones clásicas del misticismo.

El nuevo Código de Derecho Canónico, promulgado en 1917 bajo los auspicios de Benedicto XV, sirvió de poderoso incentivo para la modificación de las antiguas Constituciones en 1925, seguida por la revisión del Libro de Usos en 1935. Esas tareas fueron llevadas a cabo con la colaboración de una nueva generación de eminentes eruditos como Anselmo Le Bail, Columbano Bock y José Canivez, todos miembros de la abadía belga de Scourmont. Dom Le Bail, que finalmente llegó a ser abad de la comunidad, introdujo la lectura y el estudio sistemático de los primitivos autores cistercienses, siendo maestro de novicios. A su iniciativa se debe la aparición de la primera publicación especializada de los trapenses: la Collectanea Ordinis Cisterciensium Reformatorum. El culto secretario del abad Le Bail, Columbano Bock, fue un colaborador infatigable de la nueva revista; eminente canonista y miembro activo de la comisión litúrgica trapense, su trabajo sobre derecho cisterciense (Les codifications du droit cistercien), sigue siendo todavía una introducción indispensable a la materia. La publicación de los Estatutos del Capítulo General, desde los comienzos hasta la Revolución Francesa, por José Canivez, en ocho volúmenes, aparecidos entre 1933 y 1941, fue, sin duda alguna, la empresa intelectual cisterciense de más enjundia del siglo. Este trabajo, por sí solo, hubiera podido ser suficiente para revitalizar los estudios monásticos, tanto dentro como fuera de la Orden.

El creciente interés en los estudios monásticos y en las tradiciones cistercienses dio origen en 1950 a otra revista de importancia, Cîteaux in de Nederlanden, cuyo título fue simplificado posteriormente: Cîteaux. Mientras la Collectanea continúa concentrada en la espiritualidad, la nueva publicación emprendió la promoción de los estudios históricos y, de esa forma, atrajo a un cierto número de colaboradores distinguidos, que de otro modo no estarían vinculados con la Orden. La nueva casa de estudios en Roma, Monte Cistello, tenía el propósito de promover la formación profesional en Filosofía y Teología, y se estableció en 1958 conjuntamente con la nueva residencia del Abad General, cercana a la antigua abadía de Tre Fontane. En el año escolar de 1959 a 1960, sesenta y ocho monjes jóvenes, veintiuno de los cuales eran estadounidenses, concurrieron a la nueva institución y podían asistir libremente a las clases de cualquiera de las grandes universidades de Roma. Este grupo de la generación joven fue el que respondió con entusiasmo a la llamada del Concilio Vaticano II para la «renovación» de la vida religiosa y, en especial los americanos más progresistas, promovieron una serie de cambios revolucionarios.

La creciente importancia de los americanos dentro de la Orden no puede ser explicada sin tomar en consideración la influencia de Thomas Merton (1915-1968). Cuando ingresó en Gethsemaní en 1941, sólo parecía ser uno de los tantos intelectuales jóvenes y desilusionados, que buscaban a Dios en el «desierto» de Kentucky. Pero su biografía, un best-seller (La montaña de los siete circulos), publicada en 1948, resultó el comienzo de una carrera literaria fecunda, que le dio fama y popularidad especialmente entre los jóvenes. Sin duda alguna fue el imán que atrajo a centenares a una u otra de las comunidades trapenses en rápida multiplicación.

Aunque Merton. – el «Padre Luis» para los monjes de su abadía – declaró siempre ser un contemplativo, su carácter complejo y su íntimo contacto con el «mundo» y todos sus problemas candentes, difícilmente pueden calificarlo como típicamente trapense. A través de todas las etapas de su itinerario espiritual e intelectual, cada una ilustrada por el constante fluir de sus escritos, se convirtió en guía y modelo de sus entusiastas lectores. Dado que él mismo poseía una mente ampliamente receptiva, abierta a los cambios y a la variedad de nuevos enfoques del monaquismo contemporáneo, su profunda influencia contribuyó con toda seguridad a reforzar los esfuerzos reformistas.

Pero la demanda por un cambio distó de ser universal dentro de la Orden. Las antiguas abadías europeas preferían ir a paso más lento. No habían experimentado ni el boom de las vocaciones, ni la dramática crisis vocacional de fines de la década del 60 con la misma intensidad de sus hermanos más jóvenes de allende el Atlántico. Muchas de ellas siguieron sin convencerse de la necesidad de reformas radicales e inmediatas.

El Capítulo General aceptó el desafío y comenzó a luchar a brazo partido por solucionar una amplia gama de problemas fundamentales, sobre muchos de los cuales aún existen opiniones divergentes. Dado que se hizo evidente que todos los aspectos de la vida cisterciense debían volver a examinarse, la Orden tuvo cuatro Capítulos Generales especiales sucesivos (1967, 1969, 1971, 1974), dedicados exclusivamente al problema de la renovación. Cada uno de ellos duró varias semanas, y cada uno de ellos también motivó pesados volúmenes de discursos, estudios preparatorios, informes de comisiones, actas de discusiones, conferencias y consultas con expertos sobre los diversos temas en estudio.

Se adoptó la decisión fundamental de abandonar un gobierno centralizado y una uniformidad en las observancias, en la esperanza de encontrar «una vida monástica más auténtica gracias a una legítima diversidad». En realidad, los padres capitulares percibieron el pluralismo como «un acto de fe en los valores monásticos fundamentales. Precisamente en la experiencia de esos valores esenciales se funda la unidad».

Los primeros y más llamativos cambios pertenecían a la Liturgia. El latín y el canto gregoriano se transformaron en materia de opción, que pocas comunidades eligieron, al mismo tiempo que se abría a experimentación la estructura completa del oficio divino. En cuanto al misal, prevaleció el rito romano, permaneciendo sólo algunas particularidades cistercienses de menor importancia. Quedaron sin fijarse ciertos detalles y, dentro de las normas, se permitía también la posibilidad de adaptación a la situación local.

Se tomó otra decisión de igual trascendencia con respecto a los hermanos legos. Se abolió la distinción entre los hermanos y los monjes de coro, tanto en lo externo, como en el status legal; se otorgó a los hermanos voto efectivo en las elecciones monásticas y se los estimulaba a participar activamente en las oraciones litúrgicas de la comunidad. Como se ha señalado, el abandono del latín tiene obvia justificación en el hecho de que, sin el cambio a la lengua vernácula, los hermanos no podrían participar por entero en la Liturgia.

Se ha iniciado una cabal revisión de las Constituciones antiguas, aunque el proceso no llegó a su fin y la redacción de una Constitución pedirá años probablemente. Sin embargo, se han adoptado generalmente algunos principios. Tales son la descentralización y el fortalecimiento de la autonomía local, a los que se agrega la exigencia de una amplia consulta en el momento de tomar decisiones. Se puede ejercer la autoridad únicamente después de considerar los deseos de la comunidad afectada. Se busca sólo la unidad, y no la uniformidad, y aun esto en lo absolutamente básico. En todos los detalles, «el pluralismo permitirá a cada comunidad e incluso a cada monje descubrir su verdadera identidad en Cristo», afirmaba el Capítulo General de 1969.

De acuerdo con esta postura, el Capítulo General no se reuniría ya anualmente. Por otro lado, conferencias regionales, hasta ahora informales, organizadas sobre bases nacionales o lingüísticas, pueden convertirse en acontecimientos anuales, a los que se confía funciones tan importantes como la valoración de las experiencias comunitarias en cada abadía de la región. El tradicional Definitorio, con su autoridad algo reducida, ha sido rebautizado como Consejo Permanente, con funciones de asesoramiento del Abad General.

El recién organizado Consejo General (Consilium Generale), en el cual cada región (doce en total) tendría una participación adecuadamente equilibrada, constituye la acertada expresión de un gobierno representativo. El proceso legislativo no se ocuparía en adelante de los detalles de las observancias, sino que velaría con más propiedad por la integridad del espíritu de la Regla de san Benito, y los principios de la Carta de Caridad.

El muy debatido tema de la duración del abadiato ha cambiado el concepto tradicional vitalicio y los abades, incluyendo al Abad General, serán elegidos por tiempo indeterminado, o sea, mientras puedan ser realmente útiles para el bien de la comunidad. La duración del mandato podría decidirse mediante periódicos votos de confianza. Mientras tanto, como «experimento», cada comunidad podría elegir abades por un término fijo de seis años.

En el campo de las costumbres, usos y observancias, los últimos cuatro Capítulos de renovación adoptaron una actitud flexible y, en ese proceso, cayeron en desuso instituciones antiguas como el capítulo de faltas. Sin mitigar el espíritu de penitencia se otorgaron concesiones relativas a la comida y al vestido, considerando las circunstancias locales, y hasta la obligación de dormir en dormitorios comunes ha sido abolida y se ha concedido libre opción para construir celdas individuales. En forma similar, aunque han recibido nuevo énfasis las normas relativas al silencio y separación del mundo, se han levantado muchas de las antiguas tradiciones sobre comunicaciones.

El alcance universal y el carácter radical de los cambios que se han efectuado entre los cistercienses de la Estricta Observancia, una Orden que se enorgullecía con justicia de su fidelidad a tradiciones monásticas inmemoriales, no tiene paralelo en la historia fuera de esa década turbulenta. Aunque en la perspectiva del desarrollo bosquejado en las últimas páginas, las novedades sean sorprendentes, han sido bien preparadas por fenómenos que evolucionaron en forma gradual.

La extensión geográfica de la Orden mucho más allá de los confines de Europa tendió a disminuir la firmeza del control ejercido por las casas-madres francesas. En realidad desde hacía tiempo se hizo evidente que eran inevitables ciertos ajustes a las costumbres en abadías situadas en climas tropicales. La rigidez de una rutina diaria, que dominaba una liturgia larga y compleja, ha sido cada vez más discutida por aquellos que están en favor de una atmósfera más propicia para la contemplación. Las diferencias existentes entre los hermanos legos, con frecuencia profesionales instruidos, demandó se les diera una mayor participación en el gobierno monástico, y sirvió de justificación para introducir el idioma vernáculo en la Liturgia. El mayor énfasis en el estudio socavó gradualmente la tradición de simplicidad rústica y transformó a las comunidades, volviéndolas más receptivas a las corrientes contemporáneas. Y, por último, el rápido crecimiento del número de vocaciones creó serios problemas para la formación clásica de los candidatos, mientras el equilibrio se inclinaba a favor de los jóvenes, quienes por naturaleza se sentían mejor dispuestos hacia los cambios que los mayores, generalmente más tradicionalistas.

Si este estilo y estructura de vida religiosa, nuevo y valiente, conducirá o no realmente hacia la tan deseada renovación espiritual, es una pregunta que solamente los monjes de la próxima generación podrán contestar.

La Común Observancia

También para la Común Observancia, el siglo XX comenzó como una era de expansión y de insospechadas adversidades. En Francia, se repitió en cierto modo la historia del abbé Barnouin. Un sacerdote rico y devoto, Bernard Maréchal, que previamente fuera miembro de la Congregación del Santísimo Sacramento, estaba buscando una comunidad deseosa de respaldar su plan de fundar un monasterio contemplativo, dedicado especialmente a la adoración perpetua al Santísimo Sacramento. Fontfroide, de la Congregación de Sénanque, aceptó la idea. Dom Maréchal se unió a los cistercienses y, en 1892, construyó un monasterio costeado de su peculio particular en Pont-Colbert, cerca de Versalles, convirtiéndose en el primer abad del nuevo establecimiento. Pero la vida monástica no transcurrió pacíficamente. La persecución de las órdenes religiosas, entre 1900 y 1904, interrumpió la vida de Sénanque, de Fontfroide y también de Pont-Colbert. Algunos de los monjes buscaron refugio en Italia, otros en España, pero la comunidad de Pont-Colbert pudo encontrar un nuevo monasterio en Onsenoort (Marienkroon) en Holanda, en 1904. Después de la Primera Guerra Mundial, fueron readmitidos en Francia los dispersos cistercienses y volvieron a la vida monástica en Sénanque y Pont-Colbert, mientras la comunidad de Fontfroide, ante le imposibilidad de recobrar su antiguo hogar, se estableció en 1919 en los Pirineos, en un antiguo monasterio benedictino abandonado, Sant Miquel de Cuixá. Onsenoort continuó su vida como afiliada a Pont-Colbert, hasta que en una época más reciente se unió a la Congregación Belga.

En 1898, Mehrerau reorganizó la antigua abadía cisterciense de Sittich (Sticna) en Eslovenia (fundada en 1135 y suprimida en 1784), como su segunda casa filial. El fin de la Primera Guerra Mundial enfrentó a esta comunidad floreciente con un problema crucial. Dado que la abadía quedaba dentro de los límites del nuevo estado de Yugoeslavia, era conveniente que los monjes de habla alemana abandonaran el país. Encontraron asilo temporal (1921-1931) en Alemania, en Bronnbach (Baden), que fuera anteriormente una abadía cisterciense y por ese entonces pertenecía a la familia del Príncipe Löwenstein; posteriormente adquirieron el convento cisterciense abandonado de Seligenporten (Alto Palatinado), donde se reanudó la vida monástica en 1931. Sticna infundió nueva vida al monasterio polaco de Mogila, que a su vez sirviera como casa de estudios a la Congregación Polaca y cuya comunidad había disminuido considerablemente después de un largo período in commendam. Gracias al trabajo realizado por los monjes eslovacos, se unió a la Congregación de Mehrerau.

Causas similares aumentaron la familia de Mehrerau. Su nuevo miembro fue esta vez la renaciente Himmerod, una de las abadías más grandes de la Alemania medieval, suprimida el 1802. Los miembros del monasterio trapense de Mariastern en Bosnia (Yugoeslavia), incapaces de continuar su vida bajo el nuevo régimen, habían adquirido las ruinas del antiguo monasterio de Himmerod en 1919. Ante la insistencia del Arzobispo de Tréveris de que los miembros del nuevo establecimiento debían cooperar activamente en tareas pastorales – condición inaceptable para los trapenses-, los monjes se dirigieron a la Común Observancia para recibir asistencia. Marienstatt aceptó apadrinar la fundación y en un breve plazo surgió de las ruinas un nuevo y magnífico monasterio. Marienstatt se convirtió en abadía-madre de otra casa cisterciense restaurada en Hardehausen (Westfalia). Cuando el régimen nazi confiscó su propiedad en 1938, los monjes hallaron refugio temporal en la ciudad de Magdeburgo hasta el fin de la contienda. Mehrerau restauró también para la Orden, en 1939, la antigua abadía suiza de Hauterive, suprimida el 1848.

Las operaciones bélicas de la Primera Guerra Mundial dejaron los establecimientos de la Común Observancia intactos, a excepción de las casas polacas. Los tratados de paz consecutivos condujeron a una reagrupación de las Congregaciones existentes. La división del Imperio Austro-húngaro debilitó los vínculos entre los miembros de la Congregación Austríaca. Hohenfurt y Ossegg, al caer dentro de los límites de la nueva Checoslovaquia, formaron la Congregación del Inmaculado Corazón de María en 1920. Zirc y sus afiliadas constituyeron la tan deseada Congregación Húngara en 1923. Mehrerau ya había reunido sus propias fundaciones en una Congregación independiente desde 1888, mientras las casas austríacas que quedaban se unieron formando la Congregación del Sagrado Corazón de Jesús.

Más importante que esos cambios administrativos fue la fusión, en 1929, de Casamari y sus tres casas afiliadas con la Común Observancia. Este grupo, que en sus comienzos estaba más cercano a la disciplina de los trapenses, había rechazado la unión en 1892, quedando independiente. Unida con la Común Observancia demostró su fuerza real al fundar ocho casas nuevas en Italia, en un lapso de veinte años, y doblar el número de sus miembros. La Congregación de san Bernardo en Italia contribuyó también a la expansión general, reorganizando la primera casa española desde la secularización, la importante abadía medieval de Poblet, en la provincia de Tarragona, que fue restaurada en 1940. La renovación de Boquen, en Bretaña, realizada en 1936 fue obra de Dom Alexis Presse (1883-1965), anteriormente abad trapense de Tamié, pionero destacado de la renovación monástica previa al aggiornamento. Después de su alejamiento de Tamié, Dom Alexis vivió cierto tiempo como ermitaño en medio de las ruinas de Boquen, luego congregó a un puñado de almas afines y comenzaron a reconstruir el claustro del siglo XII. En 1950, su pequeña comunidad fue recibida dentro de la Común Observancia, aunque siguió siendo esencialmente contemplativa. Por desgracia, Dom Alexis sólo sobrevivió unos pocos meses a la consagración de su iglesia de Boquen, en 1965, que había sido restaurada con tanto esmero.

El Capítulo General, reuniéndose cada cinco años, reanudó la rutina de su trabajo de administración central, aunque estuvo muy limitado por el hecho de que, ni la asamblea, ni el Abad General tenían residencia permanente, despacho apropiado, o adecuado cuerpo de colaboradores. Por esta razón, el Capítulo de 1900 se reunió en Roma, los de 1905 y 1910 en la abadía de Stams en Austria, y en 1920 convergieron en Mehrerau. Cuando, en 1900, Àmadeo de Bie, abad de Bornem, fue elegido cabeza de la Orden como sucesor del abad Wackarz, decidió residir en Roma, por un tiempo como invitado de Santa Croce, y luego en un apartamento alquilado. Después de su muerte en 1920, el nuevo Abad General, Casiano Haid, abad de Wettingen-Mehrerau, aceptó la elección a condición de poder permanecer en su amado Mehrerau. Su deseo fue respetado, pero, dado que la Congregación de Religiosos exigió nuevamente la necesidad de establecer los organismos centrales de la Orden en Roma, Casiano Haid dimitió en 1927 y un Capítulo extraordinario eligió a Francisco Janssens, abad de Pont-Colbert, que debía procurar una residencia permanente en la Ciudad Eterna. Ese mismo año la Orden adquirió una casa en Monte Gianicolo (Villa Stolberg) que sirvió como residencia del Abad General hasta 1950, cuando se terminó un nuevo edificio, mejor ubicado, que podía albergar a los miembros del gobierno central y servir a la vez de Casa General de estudio para toda la Orden.

La definición satisfactoria de simples tecnicismos no solucionó otro problema de importancia vital: el eficaz funcionamiento de la Orden como unidad orgánica. Los monasterios, aunque sobrevivieron a la Revolución Francesa y a la secularización de comienzos del siglo XIX, perdieron su cohesión real. Las abadías del imperio de los Habsburgo y de Italia, como restos de congregaciones más o menos independientes, cada una con sus costumbres y privilegios inmemoriales, restablecieron voluntariamente el cargo de Abad General y el Capítulo General, pero la idea de disciplina generalizada, control y dirección estricta ejercida desde afuera, nunca consiguió arraigarse firmemente. El tema principal de discusión de todos los Capítulos desde 1900 en adelante fue la definición precisa de poder y autoridad del Abad General y del Capítulo General. Una actitud paciente y comprensiva del problema asumida por todas las partes interesadas consiguió por último el fin propuesto. Después de varios intentos previos y a través de años enteros de experimentación, el Capítulo General de 1933 redactó una Constitución para el gobierno central de la Orden, que al año siguiente fue aprobada por la Congregación de Religiosos. Escrita siguiendo las pautas del nuevo Derecho Canónico, demostró ser una sabia combinación de las tradiciones cistercienses con las necesidades modernas.

Una prueba excelente de la eficiencia del revitalizado Capítulo General por un lado y del espontáneo vigor de la Orden por el otro, fue la iniciación de una activa obra misionera, y por su intermedio la rápida expansión fuera del continente europeo. El Capítulo de 1925 apoyó sin reservas el programa de misiones exteriores en gran escala propiciado por el Papa Pío XI, y bosquejó también cómo una comunidad monástica podría realizar actividad misionera sin sacrificar sus características básicas. Los cistercienses, en lugar de poner a simples monjes en puestos de misiones aisladas, iban a establecer comunidades bien organizadas y, por medio del ejemplo de su vida y de la actividad educativa, promoverían y profundizarían la auténtica vida y cultura cristiana.

Esta difícil tarea encontró a un promotor diligente en el abad Aloysius Wiesinger de Schlierbach, cuyo monasterio se convirtió bien pronto en el centro del movimiento. El abad informó al Capítulo General extraordinario de 1927 sobre el resultado de sus investigaciones, relacionadas con América del Norte y del Sur, y el trabajo comenzó de inmediato. Himmerod, que todavía estaba luchando contra los inconvenientes de un difícil comienzo mandó sus pioneros a Itaporanga (São Paulo, Brasil). Mientras los sacerdotes se encargaban de tareas pastorales, los hermanos se adaptaron con éxito a los métodos locales para cultivar la hacienda y en 1939 proyectaron la fundación de un nuevo monasterio. En nuestros días, la floreciente comunidad alcanzó ya el rango de abadía, y paralelamente al trabajo parroquial los monjes se ocupan de la agricultura.

La donación de una gran extensión en Jequitibá (Bahía, Brasil) posibilitó una fundación realizada por una misión proveniente de Schlierbach en 1938. Hacia 1945, habían terminado una parte considerable de su programa de construcciones y, al lado de las normales actividades misioneras, ejercían otras en el campo de la educación en forma muy activa. En 1950, este monasterio fue elevado también al rango de abadía. Una tercera fundación brasileña, la de Itatinga, fue llevada a cabo en 1951 por la comunidad de Hardehausen, que quedó sin monasterio después de la supresión de 1938. En 1952, la Santa Sede reconoció a Itatinga como la sucesora legal de la abadía de Hardehausen. En 1961, las tres casas brasileñas formaron la Congregación Brasileña de la Santa Cruz.

A requerimiento del papa Pío XI, la Congregación de Casamari había estado preparando en su propio seminario para vocaciones monásticas desde 1930, a gran número de jóvenes africanos nativos de Eritrea, por entonces colonia italiana. Después de concluir sus estudios, fueron enviados a su país, donde surgió en 1940 un nuevo y floreciente monasterio cisterciense cerca de Asmara. En su liturgia seguía el rito etíope, pero afiliados a la Congregación de Casamari.

En la Indochina francesa (Vietnam), un sacerdote misionero, Enrique Denis, fundó en 1918 un establecimiento para vocaciones contemplativas de los nativos en Phuoc-Son. En 1933, la comunidad solicitó ser admitida en la Común Observancia y el Capítulo General del mismo año se pronunció en forma favorable. En 1935, la desbordante población de Phuoc-Son estableció otra casa en el norte, Chau-Son. La guerra civil que desgarró al país después de 1945 obligó a esta última comunidad a huir al sur, encontrando refugio en 1953 en Phuoc-Ly. En ese mismo año, hasta Phuoc-Son se vio obligada a trasladarse al sur, restableciendo la vida comunitaria en Thu-Duc. A pesar de la conmoción causada por la guerra incesante, los cistercienses vietnamitas experimentaron un crecimiento constante y formaron su propia Congregación (1964), bajo el nombre de la Sagrada Familia, uniendo así a cinco comunidades. La victoria final de las fuerzas comunistas a comienzos de 1975 ha comprometido, sin embargo, hasta la misma subsistencia de la vida cisterciense en esa región, que tanto ha sufrido.

El Abad General Janssens demostró un agudo interés por la expansión de la Orden en América del Norte. Por su iniciativa personal y estímulo constante se adquirieron cuatro propiedades entre 1928 y 1932, con el propósito de realizar dos fundaciones en Canadá, y otras antas en los Estados Unidos. Pero el momento no era adecuado. La depresión económica mundial convirtió en muy precarias las bases financieras de las instituciones nacientes y la Segunda Guerra cortó el vínculo entre Europa y América. Rougemont, una de las fundaciones canadienses en Québec, sobrevivió bajo la tutela de Lérins (Francia), y demostró ser un miembro próspero de la Congregación de Sénanque, rebautizada como Congregación de la Inmaculada Concepción. En 1950, Rougemont fue promovida a abadía.

En los Estados Unidos, Nuestra Señora de Spring Bank, en Wisconsin, fue poblada por monjes austríacos en 1928, que bien pronto se encontraron con graves dificultades financieras, agravadas por las leyes de inmigración, que impedían a los hermanos legos transformarse en residentes permanentes del país. La pequeña comunidad sobrevivió, pero por bastante tiempo su futuro fue incierto. La segunda fundación americana, en el estado de Mississippí, denominada Nuestra Señora de Gerowval (1935) no pudo elevarse más allá del nivel de una pequeña residencia que funcionaba como parroquia misionera.

Durante el curso de la Segunda Guerra Mundial pocas casas de la Común Observancia en Europa sobrevivieron sin haber sufrido daños materiales considerables y, en Alemania y Austria, donde los monjes no fueron eximidos del servicio militar activo, algunos murieron en los distintos campos de batalla, mientras otros pasaron años de cautiverio como prisioneros de guerra. Mucho más trágico aún fue el pacto de postguerra que aseguró a los comunistas el control de los países situados detrás del «Telón de Acero». Las dos florecientes comunidades de Checoslovaquia (Hohenfurt y Ossegg) fueron secularizadas, y dispersados los monjes. En Hungría, se llevó a cabo la misma política (1948-1950) y terminó con la vida de Zirc y todas sus casas y escuelas afiliadas. Muchos monjes, incluso el abad Vendelino Endrédy (†), fueron encarcelados; otros fueron obligados a encontrar empleos seculares. Sólo una fracción de sus casi doscientos cincuenta miembros pudo huir al extranjero.

En Polonia, aunque todas las instituciones religiosas cayeron bajo un régimen de control estatal, la Orden ha sobrevivido. Las vocaciones jóvenes posibilitaron a la Congregación Polaca obtener y repoblar varias casas antiguas de la Orden y, de acuerdo con los últimos cálculos, un total de seis monasterios albergan a ciento diez cistercienses.

Un contingente considerable de refugiados húngaros pudo encontrar nuevas oportunidades en los Estados Unidos. Al principio, ayudaron a revitalizar la despoblada Spring Bank, Wisconsin, luego, en 1956, la mayor parte participó en la fundación de la Universidad de Dallas, donde pronto erigieron su nueva abadía de Our Lady of Dallas, y su propio colegio secundario para muchachos. Después de la partida de los húngaros, Spring Bank admitió a un pequeño grupo de ex-trapenses. Este mismo grupo fundó en 1967 un priorato en New Ringgold, Pennsylvania, cerca de Allentown. En el ínterin, monjes de la suprimida Ossegg pudieron reagruparse en Rosenthal, cerca de Dresde, y en Langwaden, cerca de Düsseldorf. En 1958, la abadía de Hohenfurt se unió a la abadía austríaca de Rein.

Durante los difíciles años de la posguerra, Casamari demostró ser la congregación más vigorosa dentro de la Común Observancia y, entre 1950 y 1974, no sólo aumentó el número de casas afiliadas, sino que el total de sus miembros se elevó de ciento cincuenta y uno a doscientos seis. Esta Congregación incluye Our Lady of Fatima, una pequeña comunidad americana fundada en 1967 en Moorestown, Nueva Jersey.

La crisis vocacional de la década del 60 resultó fatal para varias comunidades europeas. En 1967 tuvo que ser suprimida, por falta de vocaciones, Seligenporten, en Alemania. En Francia, la Congregación de la Inmaculada Concepción (Sénanque) se vio obligada a abandonar Sant Miquel de Cuixá, luego Pont-Colbert y hasta Sénanque para asegurar monjes suficientes a Lérins. Otra pérdida importante fue Boquen, que después de la muerte del Abad Alexis Presse se convirtió en una «domus experimentorum» de renovación para la juventud, perdió su carácter monástico y fue suprimida por consiguiente en 1973. Por otro lado, Poblet fundó una segunda casa en Catalunya en 1967: Solius, en la comarca de la Selva.

Dentro de la Común Observancia, la exigencia de «renovación» no creó una revolución comparable con la ocurrida entre las filas de la Estricta Observancia. La idea de «pluralismo» – autonomía local-, respuesta positiva a las necesidades de la Iglesia contemporánea y una fructífera interacción entre el monasterio y el mundo se practicaban desde hacía tiempo en la mayoría de las Congregaciones de la Común Observancia. A pesar de lo cual, el Capítulo General dedicó dos sesiones especiales para considerar las nuevas exigencias, una en 1968 en Roma, y en 1969 la otra, en la abadía alemana de Marienstatt.

Fruto de esas asambleas fue la publicación de una Declaración detallada (cincuenta y dos páginas impresas) sobre la misión del monaquismo cisterciense en el mundo moderno y una nueva Constitución para el supremo gobierno de la Orden.

La nueva constitución define a la «Orden Cisterciense» (O. Cist), en ciento nueve artículos, como «una unión de congregaciones» gobernadas por un Capítulo General bajo la presidencia de un Abad General. Sumados a todos los abades, los miembros del Capítulo General incluyen a delegados de cada casa o congregación, proporcionales al número de monjes. El Capítulo debe ser convocado cada cinco años, para legislar sobre la Orden en conjunto. El Abad General debe ser elegido por el Capítulo General por un término de diez años, aunque siempre sigue siendo reelegible. Debe residir en Roma, y está ayudado por un consejo de cuatro miembros, también elegido por el Capítulo. El histórico definitorium, que ha sido rebautizado como «Sínodo», debe incluir al Abad General, al Procurador General, a los Presidentes de cada congregación y a otros cinco miembros elegidos por el Capítulo General. El Sínodo debe reunirse al menos año por otro, y debe tratar los asuntos urgentes que se susciten entre las reuniones del Capítulo General.

La reglamentación de la vida monástica a nivel local reservada a las Congregaciones autónomas, cada una bajo un Abad Presidente y un «Capítulo congregacional» que regulan temas tan importantes como el tiempo de duración del abadiato, la posición legal de los conversos, la reforma litúrgica y las observancias monásticas. La tarea primordial de cada Abad Presidente es la visita trienal a cada casa de su congregación. Su propia abadía es visitada por el Abad General.

El Capítulo General de 1974, reunido en Casamari, contó con la participación, por primera vez, de algunas abadesas cistercienses como observadoras. La asamblea confirmó, con ligeras variantes, el trabajo de las sesiones extraordinarias previas de renovación y consideró, entre otras cosas, asuntos litúrgicos y la persistente crisis vocacional.

Las estadísticas compiladas para esta sesión del Capítulo demostraron que la disminución de miembros durante la década pasada no ha sido tan acentuada, a despecho de las pérdidas trágicas e irreparables tras el «Telón de Acero». En 1950, el total de miembros alcanzaba a mil setecientos veinticuatro, en 1974 era de mil quinientos cuarenta y siete, un descenso algo mayor del 10%. El número de novicios no mostró gran fluctuación. Era llamativo el alto porcentaje de novicios que han salido: de seiscientos veintitrés novicios de coro admitidos entre 1961-1965, sólo perseveraron doscientos sesenta y cuatro, y la proporción de deserciones es aún mayor entre los novicios para hermanos legos. Entre 1966 y 1970, fueron admitidos menos novicios de coro (quinientos veinticinco), pero un porcentaje relativamente mayor (doscientos cuarenta y siete) alcanzó a hacer la primera profesión.

Otro elemento en la general disminución del número de miembros ha sido los que dejaron la Orden después de la profesión solemne. Entre 1964 y 1968, catorce monjes pidieron dispensa de sus votos antes de la ordenación; veinte sacerdotes fueron secularizados; trece recibieron autorización para vivir en forma permanente fuera del monasterio; dos sacerdotes pasaron al estado laical. Entre 1969 y 1974, las cifras para las mismas categorías y en el mismo orden habían aumentado a 20, 31, 12 y 30. Es particularmente notable el gran incremento de las reducciones al estado laical.

Los que buscan consuelo en el hecho de que la disminución dentro de la Orden ha sido mucho más baja que en otros institutos, fueron advertidos por los abades austríacos, quienes señalaron la alarmante desproporción entre jóvenes y viejos. En 1974, sobre un total de trescientos veintinueve monjes y novicios austríacos, más del 19% contaba más de 70 años de edad y sólo el 10% menos de 30. El grupo que acusaba netamente un mayor porcentaje (26,3%) reunía a aquellos cuyas edades oscilaban entre 60 y 70 años. En realidad, sólo el aumento muy reciente del número de novicios mantiene alguna esperanza de un apreciable desarrollo de la Orden en un futuro cercano.

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La restauración del siglo XIX: la Común Observancia

Los regímenes conservadores que volvieron al poder después de 1815 no eran contrarios a la religión. En algunos países, la cooperación voluntaria con la Iglesia se acercó a una nueva alianza entre «trono y altar». A pesar de esto, las órdenes monásticas no gozaron de la cordialidad oficial. Era todavía evidente la aversión de los ilustrados hacia las «inútiles» abadías; tampoco se podía permitir la reorganización de las comunidades disueltas sin poner en peligro los bienes de los nuevos dueños de las propiedades monásticas confiscadas; y por último, en una tensa atmósfera de nacionalismo, recaía la sospecha de deslealtad o antipatriotismo sobre las órdenes religiosas que tenía conexiones internacionales o superiores extranjeros. Estas fueron sólo algunas de las razones por las cuales las abadías cistercienses que sobrevivían en Europa Central fueran incapaces de lanzar una campaña vigorosa de renovación y se vieron condenadas a subsistir durante décadas enteras en absoluto aislamiento.

Los Estados Papales fueron el único país donde no pudieron prevalecer esas condiciones. En realidad, los primeros pasos para la restauración, no sólo de monasterios individuales, sino también de la Orden Cisterciense como organización, se dieron en Roma, bajo los auspicios papales. El papa Pío VII restableció Casamari en 1814, siguiendo el mismo camino en 1817 dos antiguas abadías romanas: Santa Croce in Gerusalemme y la que fuera casa fuliense de San Bernardo alle Terme. Pronto, unos pocos monasterios sirvieron nuevamente, y los representantes de seis casas pudieron reunir un capítulo en 1820. Tomaron el nombre de «Congregación Italiana de san Bernardo», adoptaron la constitución de la desaparecida Congregación de Lombardía y Toscana, convocaron capítulos congregacionales cada cinco años y eligieron un «Presidente general», por el término también de cinco años.

Debe darse un significado particular a la iniciativa italiana, porque la Santa Sede consideraba al «Presidente general» de la Congregación heredero legítimo del Abad General de Cister. El primero en ostentar este título fue Raimundo Giovannini, al que sucedieron Sixto Benigni y José Fontana. Todos ellos ejercieron el derecho de confirmar elecciones abaciales, aun entre los trapenses, e hicieron repetidos, aunque infructuosos intentos, para establecer relaciones más amistosas con las abadías cistercienses fuera de Italia. El más notable de estos esfuerzos fue el acercamiento de Fontana a la Congregación Suiza en 1825, proponiendo la reanudación de las relaciones legales entre ambas Congregaciones. Sin embargo, los abades suizos declinaron el ofrecimiento, temiendo represalias de su gobierno. Una campaña anticlerical posterior, que puso fin a la vida cisterciense en Suiza, justificó ampliamente la precaución de los abades.

La revolución de 1830 separó a Bélgica de Holanda, y el nuevo gobierno belga, a diferencia del régimen anterior, mostró mucha mejor voluntad hacia la Iglesia Católica. Los supervivientes de los cistercienses de Lieu-Saint-Bernard sin casa ni hogar, que permanecían organizados bajo los sucesores del último abad legítimo, no podían volver a ocupar su abadía. En 1833, encontraron un hogar adecuado en Bornem, que fue reconocido como sucesor de Lieu-Saint-Bernard dos años más tarde. Al año siguiente, se restauró allí la vida monástica del todo.

El último monje sobreviviente de Val-Dieu, Bernardo Klinkenberg, readquirió las ruinas de su abadía en 1840 y, con la ayuda de Bornem, pudo restaurar la vida comunitaria en 1844. Las dos abadías formaron el «Vicariato de Bélgica», y aceptaron como estatuto básico la In Suprema, promulgada por Alejandro VII en 1666. A la cabeza de la organización figuraba el «Vicario general», elegido por cinco años. Cada cinco años se reunían capítulos que representaban a ambas comunidades. Después de la restauración, los primeros novicios belgas fueron educados en Santa Croce, en Roma, pero, de acuerdo con sus propios estatutos, aprobados por la Santa Sede en 1846, las abadías conservaban su independencia.

El resurgimiento de la Común Observancia en Francia fue iniciado como un esfuerzo personal de un piadoso sacerdote diocesano, el abbé León Barnouin, quien, en honor de la Inmaculada Concepción (dogma definido en 1854), restauró la vida monástica en la antigua abadía cisterciense de Sénanque, en la diócesis de Aviñón, en 1855. El abbé Barnouin recibió el nombre de María Bernardo, concluyó su noviciado en Roma, y la nueva Congregación permaneció afiliada a la Congregación de San Bernardo en Italia por algún tiempo. Pero la floreciente comunidad se independizó pronto y formó la Congregación de Sénanque en 1867. En un breve lapso, la abadía restableció otros tres monasterios abandonados, entre ellos el famoso centro del monacato pre-benedictino francés de Lérins (Provenza), que posteriormente se transformó en centro de toda la Congregación. Éste fue el único grupo en la Común Observancia que retenía un tipo de vida de carácter puramente contemplativo. Sin embargo, su disciplina no era tan estricta como la de los trapenses, razón por la cual frecuentemente se hace referencia a esta Congregación como la «observancia media» (observancia media).

El grupo de abadías que se salvaron del desastroso reinado del emperador José II podrían haber iniciado un movimiento de restauración a una escala verdaderamente impresionante. Quedaban ocho abadías en Austria, dos en Bohemia, dos en la zona de Polonia ocupada por Austria y una en Hungría, trece monasterios en total, la mayoría de los cuales muy poblados, en posesión de sus antiguos claustros y de buena parte de sus propiedades del siglo XVIII. La política oficial que prevalecía en la monarquía de los Habsburgo hasta 1850, llamada Josefinismo, el triste legado de José II, impidió que los monjes tomaran iniciativa alguna dirigida a una reconstrucción auténtica. Esta política estaba basada en la premisa de que la Iglesia era un departamento gubernamental encargado de inspeccionar la moral de los ciudadanos. Las comunidades monásticas, que el gobierno terminó por tolerar, debían probar su utilidad ejerciendo un ministerio pastoral activo, enseñando o realizando otras obras de caridad. Pero se abolió la exención monástica, se prohibió cualquier contacto con el Papado o superiores extranjeros y, dado que los monjes eran considerados como simples auxiliares en el ministerio pastoral, todas las abadías quedaron bajo la estricta supervisión de los obispos diocesanos. El férreo control gubernamental sobre la educación de los clérigos, tanto regulares como seculares, aseguró una nueva generación convenientemente adoctrinada en el espíritu del josefinismo, y capaz de llevar a cabo las tareas sacerdotales en concordancia con tales instrucciones por tiempo indefinido.

Es fácil prever el impacto de esta política en la vida interna de cada comunidad, y queda bien ilustrado con el ejemplo de Zirc, en Hungría, una casa que dependía originariamente de Heinrichau, en Silesia. Después de la supresión de esta última abadía en 1810, Zirc fue independiente. En 1814, el emperador Francisco 1 nombró al abad de Pilis y Pásztó, recién unidas, como nuevo abad de Zirc. De esta forma los tres monasterios húngaros quedaban unificados de forma permanente bajo una sola cabeza, el abad de Zirc. Mas, en pago por el favor imperial, los monjes debieron asumir la dirección de dos gimnasios, anteriormente a cargo de los jesuítas, a más de otro en Eger, que ya estaba regido por los monjes de Pásztó. Tales tareas aumentaron considerablemente la carga que ya significaba atender a casi una docena de parroquias.

Debido a que el abad disponía de unos treinta y cinco sacerdotes, prácticamente todos los monjes capacitados estaban empleados en trabajos pastorales o de enseñanza, quedando en la abadía de Zirc sólo los novicios y el personal administrativo absolutamente necesario. En tales circunstancias, no se podían observar ni el horarium tradicional, ni los estatutos del siglo XVIII. El oficio divino recitado en común se redujo a las horas del día, y todas las demás observancias monásticas sufrieron una reducción similar.

Zirc, incapaz de establecer contacto con las altas autoridades de la Orden, cayó bajo la jurisdicción del obispo de Veszprém. Éste realizó visitas periódicas a la abadía y, en 1817, les dio una serie de reglas adaptadas a las nuevas circunstancias. En 1822, una conferencia episcopal húngara emprendió la recopilación de nuevos Estatutos para los monjes, pero el texto nunca recibió aprobación gubernamental y pronto cayó en el olvido. Por consiguiente, hasta la década de 1850, la vida de los monjes estaba basada puramente en costumbres locales, que satisfacían las necesidades sacerdotales elementales, pero ignoraban las tradiciones monásticas.

En las otras doce abadías austro-húngaras imperaban condiciones similares. Habían desaparecido los conversos, pero cuatro o cinco abadías tenían cada una alrededor de cincuenta sacerdotes, con un número adecuado de nuevas vocaciones para asegurar su continuidad. Las cargas, sin embargo, eran pesadas. Stams, en el Tirol, tenía a su cargo dieciocho parroquias, y las otras no le iban a la zaga. En 1854, las trece abadías tenían a su cargo un conjunto de ciento treinta y ocho parroquias, a las que se sumaban otras cuarenta y cinco iglesias no parroquiales, y capillas atendidas por los monjes. Casi todas las parroquias tenían escuela primaria. Neukloster y Ossegg tenían a su cargo gimnasios, y otras cinco abadías preparaban a cierto número de profesores para escuelas secundarias de la vecindad. Zwettl mantenía un asilo para treinta mendigos, y otras cinco abadías sostenían instituciones similares, aunque más pequeñas. Heiligenkreuz, Zwettl y Lilienfeld organizaron pensionados para niños cantores. En ese mismo año (1854), el número total de sacerdotes en las trece comunidades era de cuatrocientos treinta y tres. Por consiguiente, es innecesario destacar que, después de cumplir con sus tareas externas, los monjes no tenían ni tiempo para entregarse a sus obligaciones monásticas con celo y devoción. En realidad, sólo en Rein, Stams, Ossegg y las dos casas polacas de Mogila y Szcszyrzyc se recitaba el Oficio divino completo en comunidad. En otros lugares el oficio comunitario quedaba notablemente reducido. En Neukloster, los monjes sólo podían cumplir con la Pretiosa (una parte de Prima) a las 7 de la mañana.

Se necesitaba dar a los monjes una educación apropiada, para que pudieran ocuparse intensamente en la enseñanza y el trabajo pastoral. Durante el régimen de José II, miembros de ambos cleros, regular y secular, se vieron forzados a concurrir a «seminarios generales» recién organizados, para poder ser educados en el espíritu del josefinismo. En 1790, se permitió de nuevo a las comunidades religiosas proveer independientemente a la educación de sus miembros, siempre y cuando tuvieran profesores con títulos expedidos por el gobierno y aceptaran el uso de textos impuestos en forma obligatoria. Heiligenkreuz organizó una escuela de Teología de acuerdo con estas normas, al cual concurrían también clérigos de otras cuatro abadías. Stams abrió una institución similar, pero los otros monasterios enviaban a sus estudiantes de teología a los seminarios diocesanos más cercanos. La duración del curso de estudios era de cuatro años, aunque en el tercero se permitía a los clérigos hacer los votos solemnes, si tenían veintiún años, edad mínima prescrita por el gobierno. Los maestros empleados en los gimnasios, además de los estudios ya mencionados, debían obtener el título de habilitación en una Universidad estatal.

Por otro lado, las reglamentaciones gubernamentales, impuestas con todo rigor, no sólo impedían que las abadías cistercienses establecieran relaciones legales con el Presidente general en Roma, sino que hicieron también que la cooperación organizada entre ellas, dentro del imperio de los Habsburgo, fuera extremadamente difícil y aun arriesgada, porque una organización de ese tipo les podría hacer aparecer como sospechosos a los ojos de las autoridades. El Procurador cisterciense en Roma pudo recoger alguna información de las condiciones imperantes en Austria, únicamente a través de cartas informales o de noticias traídas por viajeros. En 1846, Alberico Amatori, el Procurador general romano, dirigió una carta al abad de Heiligenkreuz, en la cual le confesaba su ignorancia de la situación, hasta del número de casas cistercienses en Austria, y le pedía información. Urgía al abad para que explorara la posibilidad de una cooperación más íntima con Roma, y le ponía el ejemplo de la Congregación Belga recién organizada.

El Procurador no recibió ninguna respuesta optimista de Heiligenkreuz, pero las revoluciones de 1848-1849 hicieron tambalear los fundamentos de la monarquía y dieron por resultado un cambio fundamental en las relaciones Iglesia-Estado. La nueva constitución de 1849 reconoció la autonomía de la Iglesia en Austria y la subsiguiente Conferencia episcopal en Viena comenzó a aprovechar tal concesión. En 1850, el joven emperador Francisco José abolió el placet (consentimiento) imperial, quedando libres de este modo las comunicaciones con Roma. Por último, el concordato de 1855 rompió definitivamente con el josefinismo, con lo cual el clero de Austria volvió a ser de nuevo parte de la Iglesia universal.

En ese clima político profundamente cambiado, surgió la posibilidad de una asamblea abacial en 1851. La agenda propuesta incluía: la formación de una provincia cisterciense austríaca: la restauración de la exención monástica; el establecimiento de relaciones con el Presidente General en Roma; los reglamentos para la administración de escuelas y parroquias y, por último, la reforma de la disciplina monástica.

Dado que ninguno de los abades había pertenecido a una organización de esa índole, la iniciativa fue tomada por algunos de ellos en forma privada. La reacción inmediata de los otros fue cauta en extremo. A pesar de sus temores de provocar la ira episcopal, los abades llevaron a cabo sus asambleas de forma casi clandestina, en Baden, cerca de Viena, a fines de octubre de 1851.

Entre los numerosos problemas, recibió atención especial el de la exención, pero los tímidos abades se limitaron a esperar a que la Santa Sede tomara la iniciativa en la materia. No se hizo nada en los otros campos, excepto la resolución de encontrarse nuevamente en un futuro cercano; el esbozo de una constitución provincial y el establecimiento de relaciones directas con Roma.

Para preparar ese segundo encuentro, varios abades visitaron al Nuncio Apostólico en Viena, oportunidad en que escucharon por primera vez que todos los problemas relativos a las órdenes religiosas en Austria serían decididos por medio de una visita apostólica. Se les informó también de que la iniciativa había sido tomada en la Conferencia episcopal de 1849, cuando los obispos se quejaron del decadente estado de la disciplina monástica en toda la monarquia, y pidieron la intervención de la Santa Sede en un asunto tan delicado.

Estas sorprendentes noticias redujeron en gran parte el significado de la asamblea programada, aunque los abades se reunieron en Viena a mediados de mayo de 1852. Inmediatamente decidieron preparar un informe detallado a la Santa Sede sobre el estado dificultoso y triste por el que atravesaba la Orden en Austria. En un documento muy franco, los abades admitían espontáneamente que durante el siglo pasado «la disciplina se había debilitado, había disminuido la regularidad y las virtudes monásticas habían desaparecido en gran parte», pero hacían recaer toda la responsabilidad en la política anti-religiosa del gobierno. La patética representación contenía sólo tres peticiones específicas: el nombramiento de un cardenal protector; la autorización para tener un procurador en Roma; y la organización de una provincia cisterciense austríaca bajo la autoridad del Abad General.

El documento fue entregado al Nuncio en Viena, quien, a su debido tiempo, lo remitió a Roma. La respuesta de Pío IX estaba dirigida al Abad de Rein. El papa elogiaba la solicitud y buena voluntad de los abades para realizar una reforma, pero todas las decisiones finales dependían del resultado de la visita apostólica.

El 25 de junio de 1852, el Papa eligió a Federico Cardenal Schwarzenberg, arzobispo de Praga, para el cargo de Visitador. En Hungría se otorgó la misma autoridad al Arzobispo de Esztergom. Sin embargo, como sólo había una abadía cisterciense en dicho país, la visita a los cistercienses, incluida Zirc, fue responsabilidad de Schwarzenberg. El Cardenal era un prelado con vastos conocimientos y gran celo, que cumplió su tarea con seriedad, aunque delegó la visita efectiva de cada abadía al obispo Agustín Hille. Fue este último el que llamó a la puerta de las abadías cistercienses acompañado en su viaje por Salesius Mayer, un monje piadoso y erudito, perteneciente a Ossegg, en Bohemia, que después prestó servicios como profesor de teología moral y rector de la Universidad de Praga, y terminó su vida (1876) como abad de Ossegg. El infatigable Padre Mayer influyó poderosamente en la naturaleza, alcance y éxito de la visita a las abadías cistercienses.

Como preparación de la visita, se pidió a cada casa que presentara un informe completo sobre todos los aspectos de su vida monástica, incluyendo una copia de los reglamentos observados en la comunidad. Cosa característica de las condiciones imperantes, únicamente Ossegg pudo mostrar sus estatutos. Todos los otros monasterios vivían sin reglamentos valederos, siguiendo simplemente costumbres transmitidas por generaciones anteriores de monjes.

La visita a las abadías cistercienses se llevó a cabo entre 1854 y 1855, seguida por la promulgación de cartas constitucionales especiales para cada comunidad. Esos documentos estaban basados en una declaración de principios formulados por el Cardenal, pero se adaptaban a las condiciones locales. Como broche de todo el proceso, el 12 de agosto de 1856, Schwarzenberg envió a Roma un informe detallado de la visita y recomendaciones.

Los padres visitadores, establecía el Cardenal, fueron recibidos en todas partes «con los más grandes honores y aperturas de corazón» y la mayoría de los monjes mostraron «amor por la Orden y deseo de progreso». Sin embargo, «la disciplina estricta que hizo una vez que la Orden de san Bernardo se distinguiera, y que todavia es practicada en la Estricta Observancia de los trapenses, está ausente de los conventos austríacos, y considerando los actuales monjes y las condiciones presentes, no puede ser introducida». En verdad, como el Cardenal observaba, mientras que la mitad, o incluso un porcentaje mayor de miembros vivieran fuera de la abadía en forma permanente, realizando tareas pastorales o docentes, era completamente imposible introducir una disciplina uniforme. Hizo todo lo que pudo para dar énfasis a los elementos esenciales de la vida monástica, pero sólo esperaba mejoras sustanciales después de un notable aumento de los miembros de las comunidades y una reducción gradual de las tareas externas. También afirmaba el Cardenal, que el primer paso hacia el mejoramiento sería la organización de una provincia cisterciense autónoma. Los detalles prácticos de la reforma quedarían sometidos a un capítulo provincial, donde conjuntamente con la nueva constitución debía surgir un libro básico de Estatutos uniformes.

La asamblea tan anunciada, y preparada con tanto cuidado, fue inaugurada en Praga por el cardenal Schwarzenberg, el 30 de mayo de 1859. Todos los monasterios cistercienses estuvieron debidamente representados, y aun los cenóbios de monjas afiliados enviaron a sus capellanes como delegados; en total concurrieron veintiocho personas. También apareció por primera vez el prior de Mehrerau, en nombre de la comunidad Suiza de Wettingen, exiliada, que en 1854 pudo encontrar un nuevo hogar en Mehrerau, una abadía benedictina abandonada en Austria.

En cuanto a los temas de importancia, la conferencia estaba muy lejos de la unanimidad. Las diferencias de opinión en materia de disciplina monástica estaban muy acentuadas por el orgullo nacionalista. Después que las revoluciones de 1848-1849 fueran sofocadas en forma sangrienta, los polacos, checos y en especial los húngaros, tenían sus propios motivos de quejas y se mostraban habitualmente desconfiados hacia cualquier movimiento que implicara dominación austríaca. Fue una coincidencia desafortunada que el hermano del cardenal Schwarzenberg, Félix, como primer ministro de Austria (1848-1853) fuera odiado a muerte como opresor. No obstante, después de unas semanas de ardua labor se alcanzó el propósito de la reunión: se aceptó un libro nuevo de Estatutos, se construyó el marco legal para una Congregación autónoma, y hasta se eligió al primer Vicario General.

El conjunto de reglamentos, los llamados «Estatutos de Praga», alcanzaron a formar un folleto de cuarenta y cuatro páginas que pronto fue publicado. Se supuso generalmente que el texto era obra de Salesius Mayer, pero sus elementos más importantes se basaban en los estatutos de la provincia cisterciense de Bohemia y Moravia, del siglo XVIII, que a su vez eran adaptación de la In Suprema de Alejandro VII, promulgada en 1666. Mientras que, por un lado, eran manifiestos los honestos esfuerzos por mantener la continuidad de las tradiciones cistercienses, por otro se prestaba la debida atención a las exigencias contemporáneas. La recitación o canto de todo el oficio canónico debía estar precedida por el oficio de la Santísima Virgen, y eran absolutamente obligatorios en todas las abadías. Se dio nuevo énfasis a los ejercicios espirituales, tales como la meditación diaria, la lectura espiritual y los retiros espirituales, lo mismo que las reglas de ayuno y abstinencia. Aunque el carácter de las reglas estaba muy lejos de la severidad de la de los trapenses, los Estatutos de Praga, si hubieran sido observados, habrían restaurado la disciplina monástica a un nivel respetable.

La constitución provincial exigía un Vicario General electo por todos los abades por un término de seis años. Debía ser ayudado en sus tareas por tres Asistentes elegidos en forma similar. El Capítulo provincial debía ser convocado cada tres años. De igual modo, la visita a cada abadía realizada por el Vicario General debía efectuarse trienalmente. Los reglamentos también pedían un Procurador general en Roma, y dejaban la puerta abierta para el nombramiento de un futuro Abad General y Capítulo General, que volverían a entrar en funciones en una fecha posterior. La fructífera asamblea concluyó con la elección del primer Vicario general de la nueva Congregación, en la persona de Luis Crophius, abad de Rein.

El Cardenal Schwarzenberg aprobó los nuevos Estatutos el 5 de abril y los envió conjuntamente con toda la documentación pertinente a Roma, para su ratificación final por la Congregación de Obispos y Regulares. El hecho de que los Estatutos de Praga nunca recibieran esa sanción, redujo considerablemente su efectividad, pero todavía en 1859 constituían un paso decisivo en la historia de la Común Observancia. Un pasado lleno de sinsabores había quedado atrás, y se abría el camino hacia una mejor organización externa, un desarrollo más rápido y una espiritualidad más profunda.

Mientras tanto, la condición de la Iglesia en Austria había cambiado, estimulando al Presidente General en Roma a hacer otro intento para lograr una cooperación más íntima con sus hermanos cistercienses de allende los Alpes. Cuando Angel Geniani, abad de Santa Croce, estuvo a punto de convocar un Capítulo para la Congregación Italiana en 1856, envió una invitación a los abades de Bélgica y Austria, y los estimuló para que concurrieran. Como todavía se estaba desarrollando la visita en Austria, y no quedaba claro si se les invitaba para participar activamente, o para ser simples espectadores, la contestación fue negativa en ambos países.

El sucesor inmediato de Geniani, Teobaldo Cesari, continuó con el mismo ímpetu y presionó en favor de un Capítulo General, usando su influencia en la Curia en beneficio de dicho proyecto. Siguió con gran interés la evolución de la reunión de Praga, donde también se discutió la función del Abad General, aunque los abades austríacos fracasaron en llevar hasta las últimas consecuencias este tema. En 1856, renovó la invitación de su predecesor para concurrir a un Capítulo General, pero infructuosamente. En 1863, Cesari hizo otro intento, esta vez por medio del Nuncio en Viena, que se había convertido en entusiasta sostenedor de la idea. Las miras del plan apuntaban a una sesión plenaria del Capítulo General, a la cual hasta se invitó a los abades trapenses. Por desgracia, ese proyecto tan prometedor no recibió apoyo de Austria, y fue igualmente rechazado por Estanislao Lapierre, abad de Sept-Fons y Vicario de la «Antigua Reforma».

No queda completamente clara la razón de la frialdad de los austríacos hacia la iniciativa de Cesari, pero se puede suponer, por lo menos, que una de las razones de sus preocupaciones era la constante tensión política entre Italia y Austria, que desembocó en abiertas hostilidades en 1859 y 1866. Esta suposición parece estar corroborada por el hecho de que el infatigable Cesari se valió de los húngaros, mucho más amistosos, para sus sucesivos intentos. Sin embargo, expresó simplemente en 1865 su deseo de visitar informalmente las abadías austríacas, y pidió al abad de Zirc que explorara la actitud de sus colegas respecto a la misma. El comienzo de la guerra austro-prusiana (1866) y, como consecuencia, la entrada de tropas italianas en Venecia, estropeó el plan. Pero, en 1867, Cesari hizo una visita en Bélgica de las dos abadías del país, y en su viaje de retorno visitó algunas comunidades austríacas y la húngara de Zirc, que le impresionaron muy favorablemente, y llegó a la convicción de que era la época apropiada para convocar el muy postergado Capítulo General.

A comienzos de 1868, Cesari envió sus planes a la Congregación de Obispos y Regulares y la respuesta fue rápida y favorable. El 27 de marzo, la Congregación promulgó un documento reconociendo a Cesari como General de ambas Congregaciones, la belga y la austríaca autorizándolo a convocar «tan pronto como fuera posible» un Capítulo General. Cesari no perdió el tiempo, e invitó a todos los abades de ambas Congregaciones a reunirse el próximo septiembre en Roma. A petición de los sorprendidos abades, el Capítulo se diferió, sin embargo, hasta el 6 de abril de 1869, y ésta es la fecha en que se inició la asamblea en la abadía de San Bernardo alle Terme.

La tan anunciada reunión resultó a todas luces poco propicia. Aunque invitada, la Congregación de Sénanque no envió ningún representante; tampoco lo hizo Mogila, de Polonia. Sin contar a Cesari, que presidía, se hicieron presentes sólo cuatro italianos, quienes al ver que las discusiones se referían casi exclusivamente a problemas austríacos, se retiraron después de la tercera sesión. Tomando en consideración el hecho de que los trapenses ni siquiera fueron invitados, surgió repentinamente la duda de si la reunión podía calificarse de Capítulo General o era simplemente una asamblea especial de los abades austríacos y belgas. Nunca se explicó oficialmente la negativa actitud hacia la Estricta Observancia. Con certeza, una razón fue el propio rechazo de los trapenses, que ya estaban considerando la posibilidad de formar su propia organización independiente. Otro motivo – quizá el principal – fue el temor de que una gran cantidad de representantes trapenses pudiera dominar por completo a una Asamblea, por otra parte modesta.

A despecho de problemas tan importantes, después de diez días de intensas negociaciones, el Capítulo pudo decidir, por lo menos, sobre dos puntos de su agenda: el Abad General, y la reorganización del Capítulo General. Se resolvió que el Abad General debía residir en Roma, ser abad de la Común Observancia y elegido en forma vitalicia por todos los otros abades de la misma observancia en una sesión especial del Capítulo General. El abad Cesari fue aceptado como primer General, en honor a su previo nombramiento por parte de la Congregación. Las tareas principales del General consistían en visitar las abadías cada diez años, la convocación del Capítulo General y la presidencia del mismo. Debía ser ayudado por un Procurador General elegido, pero en problemas que involucraran a abadías concretas, debía actuar sólo por la mediación del abad afectado.

El Capítulo General debía reunirse en Roma cada diez años, aunque, en caso de muerte del Abad General, el Procurador General debía convocar a una sesión especial para la elección de un nuevo General. Constituían un grave problema el número de miembros y el derecho a votar, en vista de la gran desigualdad numérica entre las Congregaciones. Se pidió a la Congregación de Obispos y Regulares que arbitrase en la diferencia, porque la conferencia era incapaz de llegar a una decisión unánime. Sobre la extensión de la jurisdicción capitular, no se llegó a una decisión específica, pero todos estuvieron de acuerdo en el principio que no tenía autoridad para cambiar las constituciones congregacionales aprobadas por la Santa Sede. Los abades decidieron pedir de nuevo la rápida aprobación de los Estatutos de Praga por la Congregación. En otras materias, tales como la observancia uniforme del voto de pobreza y la posibilidad de abrir un colegio de teología común en Roma, no se tomó decisión alguna.

Ni los abades austríacos, ni la Congregación de Obispos y Regulares consideraron que los problemas que quedaron pendientes después del Capítulo tuvieran importancia vital. Cuando murió el Abad General Cesari en 1879, los Estatutos de Praga todavía estaban esperando ser aprobados y, dado que el Capítulo general de 1880 no se preocupó por el asunto, todo fue tranquilamente olvidado. El único hecho notable del Capítulo fue la elección del nuevo General en la persona de Gregorio Bartolini, abad de Santa Croce en Roma. Sin embargo, el Capítulo se realizó en Viena, porque el gobierno se había apoderado de ambas abadías romanas de la Orden y las había convertido en cuarteles. El mismo Bartolini tuvo que vivir en un pequeño departamento adyacente a su iglesia titular.

El Capítulo de 1891 se reunió también, por la misma razón, en Viena y hubo de topar con la misma emergencia. Bartolini murió en 1890, y por consiguiente, debía elegirse un sucesor. Sin embargo, el factor perturbador lo constituía el hecho de que no había ningún abad italiano vivo y ninguna abadía italiana disponible donde el nuevo General pudiera establecer la casa generaliza, y eso creaba un nuevo problema. En consecuencia, la Orden se dirigió a la Santa Sede para pedir que el nuevo General, que presumiblemente no sería italiano, pudiera vivir y actuar fuera de Roma. La petición fue otorgada, y la elección del Capítulo recayó en el abad de Hohenfurt, Leopoldo Wackarz, Vicario general de la congregación austríaca, un venerable octogenario.

Hechos más memorables ocurrieron en 1891, en relación con el octavo centenario del nacimiento de san Bernardo. Los trapenses tomaron parte en gran número de reuniones y celebraciones realizadas en toda Francia, y como recuerdo permanente, reeditaron la importante colección de fuentes conocida como el Nomasticon cisterciense. La Común Observancia encontró apropiado honrar al Santo por medio de una serie de publicaciones monumentales de gran erudición. Con toda seguridad la más sobresaliente fue Origines Cistercienses, una lista de todos los monasterios cistercienses a lo largo de la historia, obra de un estudioso monje de Zwettl, Leopoldo Janauschek, que todavía resulta indispensable en la actualidad. El mismo Janauschek editó en cuatro volúmenes la Xenia Bernardina, que incluía la bibliografía Bernardina completa. En 1889, la iniciación de la Cistercienser – Chronik por Gregorio Müller señala un jalón para el estudio del pasado cisterciense. Una empresa similar en lengua francesa y respaldada por la Congregación de Sénanque y editada en Hautecombe, L’Union Cistercienne, duró desgraciadamente sólo cuatro años. El Padre Imre Piszter de Zirc, publicó en dos volúmenes su obra magna Vida y Obras de san Bernardo, que coincidió con la aparición de la famosa biografía del Santo escrita por Vacandard. Otro miembro distinguido, profesor de Historia de la Universidad de Budapest y futuro abad de Zirc, Remigio Békefi, comenzó una serie de monografías en varios volúmenes cubriendo la historia cisterciense en Hungría.

La única sombra proyectada en la festiva escena era la inminente ruptura dentro de la Orden – todavía una nominalmente entre los trapenses y la Común Observancia. No era algo sorprendente, pero el editor de la Cistercienser – Chronick calificaba el hecho como «grave en sus consecuencias», que «llenaría de pena» los corazones de todos los cistercienses. El Padre Müller, autor de la breve comunicación, que había trabajado más que ningún otro para despertar entre las filas de la Común Observancia una valoración más profunda de las tradiciones cistercienses, admitió pronto que el Abad General y el Capítulo General de su observancia no habían prestado a los trapenses la debida consideración, pero creía aún que la ruptura era innecesaria, y terminaría por perjudicar a ambas ramas de la Orden.

Esas ideas no eran raras tampoco entre los padres trapenses. En vísperas del octavo centenario de la fundación de Cister, el Capítulo General de la Estricta Observancia (1898) dio pasos tendientes a la reunión de las ramas separadas de la Orden sobre la base de la constitución trapense aprobada recientemente. Por medio de ciertas conexiones romanas se hizo llegar la propuesta al Capítulo General de la Común Observancia, reunido en Hohenfurt. Sus términos, según interpretaron los abades en Hohenfurt, implicaban la práctica absorción de la Común Observancia por los trapenses, y por lo tanto el ofrecimiento no pudo ser considerado como un acercamiento práctico hacia tal meta. Se lo rechazó diplomáticamente.

Una de las mayores diferencias que separaron durante el siglo XIX a las dos ramas de la Orden fue el grado y significado de la uniformidad y control central. Cada abadía, como componente de la Congregación trapense, estaba estrechamente supervisada y se suponía que seguiría los Estatutos comunes con rígida uniformidad. La consecuencia final de esa política fue la eventual fusión de las congregaciones, la eliminación de la variedad de observancias y la aparición de la Orden de la Estricta Observancia unida. En 1893, se logró la uniformidad y la dominación completa por el Capítulo General trapenses con un grado mayor de efectividad que en cualquier otra época de la historia cisterciense.

A lo largo de la misma centuria, en agudo contraste, las abadías pertenecientes a la Común observancia retuvieron en gran parte su autonomía. El «pluralismo» prevalecía con más frecuencia entre las antiguas abadías del Imperio Austro-húngaro. Esas comunidades se habían ejercitado en el difícil arte de sobrevivir durante varias décadas, y se habían vuelto desconfiadas ante una posible intervención extranjera, de cualquier origen o naturaleza. El retorno a controles efectivos, mediante capítulos congregacionales o generales, no les parecía de vital importancia, y la observancia de un código de disciplina uniforme les resultaba menos deseable aún. Es verdad, que terminaron por crear un Abad General y restauraron el Capítulo General como organismos convenientes para su representación o publicidad, pero les cercenaron cuidadosamente la autoridad, mientras conservaban con orgullo sus costumbres específicas y su organización interna.

Juzgar del éxito de la Común Observancia de acuerdo con el grado de centralización lograda, sería completamente utópico, a la vez que falso. El progreso puede ser únicamente valorado, si se consideran a fondo otros aspectos de la vida monástica. La evidencia más simple es el crecimiento numérico. Considerando a la provincia austríaca en conjunto, las cifras son particularmente expresivas. En 1854, el total de miembros ascendía a cuatrocientos noventa y nueve, e incluía a cuatrocientos treinta y tres sacerdotes. En 1898, las cifras habían aumentado a quinientos ochenta y uno para el total, del cual cuatrocientos ochenta y tres eran sacerdotes. Mientras tanto, los italianos sufrían grandes pérdidas debido a la secularización de sus casas, y las dos comunidades belgas se mantenían igual, sin ningún cambio importante en ninguna dirección. La Congregación de Sénanque, por su parte, de un puñado de fundadores en 1853, alcanzó un total de ciento cincuenta y siete monjes en 1899, incluyendo cuarenta y nueve sacerdotes, veintinueve clérigos, trece novicios y sesenta y seis conversos; era pues, la única Congregación dentro de la Común Observancia donde la reaparición de los hermanos legos era significativa. Mehrerau, fundada por unos pocos refugiados suizos en 1854, constituyó otro éxito. En muy poco tiempo, Mehrerau no sólo se convirtió en una comunidad considerable, sino que, en 1888, los padres pudieron reorganizar la antigua abadía alemana de Marienstatt, fundando con ella una nueva «Congregación suizo-alemana». En 1898, los miembros de ambas abadías alcanzaban a ciento veinticuatro, de los cuales cincuenta y tres eran sacerdotes, veinticinco clérigos, siete novicios y treinta y nueve conversos.

Sin embargo, el desarrollo más espectacular pertenece a Zirc, en Hungría, que triplicó sus miembros y, en 1898, había alcanzado el impresionante total de ciento treinta y ocho, contándose entre ellos ciento tres sacerdotes. Este éxito hizo posible que, en 1878, los monjes pudieran hacer frente a la carga financiera que significaba San Gotardo, dependiente de Heiligenkreuz (Austria), y abrir al mismo tiempo su cuarto gimnasio, añadiendo el quinto en los primeros años del siglo siguiente, en Budapest.

Es, en realidad, poco corriente que, en 1898, el número de sacerdotes en la Común Observancia fuera de seiscientos cuarenta y cuatro, más alto que la cifra correspondiente en las estadísticas de la Estricta Observancia. La enorme disparidad entre las dos ramas de la Orden en lo que se refiere al número total de miembros está dado por el hecho de que, mientras la Común Observancia tenía sólo ciento cuarenta y seis hermanos legos, los trapenses contaban con cerca de dos mil conversos.

La abnegada dedicación al duro trabajo, en especial en el campo de las actividades educativas y pastorales, puede demostrarse mediante cifras estadísticas recogidas en 1898. Cerca de la mitad de los sacerdotes realizaban trabajos parroquiales, teniendo a su cargo, en conjunto, más de un cuarto de millón de almas. Del resto de los sacerdotes, ciento dieciocho estaban empleados como profesores en los gimnasios de la Orden, que gozaban del crédito público y oficial. La mayoría eran instituciones por ocho años, que ofrecían cursos universitarios preparatorios desde el quinto al duodécimo año. Los aranceles eran mínimos, pero las escuelas estaban dedicadas a la educación de la élite intelectual, y como tales, eran consideradas entre las mejores, especialmente las húngaras. La mayoría de los novicios de Zirc, que crecía vertiginosamente, se reclutaban en los colegios cistercienses.

Se hicieron grandes esfuerzos por dotar de instrucción apropiada a cada miembro de la Orden; por lo tanto, se requería para la admisión capacidad intelectual. A excepción de aquellos pocos que deseaban ser conversos, cada miembro profeso debía recibir una preparación formal en Filosofía y Teología, y aquellos destinados a la enseñanza debían alcanzar grados avanzados en las distintas artes y ciencias. Entre ellos, veinticuatro monjes eran doctores en Teología, veintidós doctores en filosofía, tres doctores en Leyes. El número de publicaciones eruditas aumentó de forma sostenida durante toda la centuria. El hecho de que Cistercienser – Chronick fuera una revista mensual, editada y escrita por y para los monjes de Austria y Hungría, puede ser citado como una prueba más del amor al estudio que imperaba.

La Italia unificada fue un país donde, después de 1860, la Orden estuvo expuesta a vejámenes sin límites. El gobierno anticlerical se apropió de los edificios monásticos, especialmente para usos militares, y sólo se dejaron las iglesias para beneficio de los feligreses. Tal fue el destino que tuvieron en 1871 las dos grandes abadías romanas, perdieron ambas al mismo tiempo sus valiosísimas bibliotecas. Para asegurar su supervivencia, los monjes desalojados adquirieron en 1876 una modesta residencia en Cortona, donde, después de 1883, comenzaron a recibir novicios.

En un intento de realizar una reseña de los logros de la Común Observancia en el siglo XIX, se puede señalar que, aunque las observancias monásticas estaban reducidas a lo esencial, la Orden progresó significativamente en número, nivel de erudición, servicios pastorales y educativos, y aseguró a los cistercienses una alta reputación en todos los niveles de la sociedad contemporánea.

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