I. Soledad que Despierta
El Señor dijo a Abraham: “Deja tu país, a los de tu raza y a la familia de tu padre, y anda a la tierra que yo te mostraré. Camina en mi presencia y trata de ser perfecto. Yo confirmaré mi alianza entre tú y yo, y te daré una descendencia muy numerosa”. (Gn 12, 1 y 17, 1-2).
<< Levantémonos, por fin! La Escritura nos urge: “Ya es hora de despertar”. Con los ojos abiertos a la luz que nos diviniza, con los oídos atentos, escuchemos lo que cada día nos exhorta a la voz divina: “Si hoy oís su voz, no endurezcáis vuestros corazones >>. Y ¿qué nos dice? << venid, hijos, escuchadme; os enseñaré el temor del Señor>>. <<Corre mientras tenéis la luz de la vida para que las tinieblas de la muerte no os envuelvan>>. El Señor, buscando un obrero entre la multitud, todavía insiste: “¿Quién es el hombre que quiere la vida?”>> (Regla de San Benito).
Como muchos hombres, el monje ama la vida. Él reconoce que Jesús es esta vida, y corre con todo su corazón hacia Él. Jesús lo llama al desierto o a la soledad; es decir, a la tierra que es desconocida para él y poco frecuentada por otros hombres. Su viaje al desierto es una respuesta positiva a la llamada de Dios, llamada inexplicable, que solo puede ser verificada en la fe y la sabiduría espiritual de la Iglesia.
El monje deja la sociedad para vivir en fidelidad a la alianza misteriosa y personal entre él y Dios, alianza pactada con la sangre de Cristo, asumida en el bautismo y confirmada por su propia vocación y por sus votos. En la soledad, el monje se despierta a la verdad, porque en alguna medida ha experimentado que el caos de codicia, violencia, ambicion y lujuria que el Nuevo testamento llama <<el mundo>> (1Jn 2, 16), es el reino de la mentira. Es un lugar de confusión y de falsedad donde el espíritu está esclavizado y donde no se puede aprender con facilidad los caminos de Dios. El corazón del monje no escapa de esta esclavitud. En la soledad y el silencio, todo su desorden interior sube a la superficie, desaparecen los falsos amores, crece la libertad espiritual y , poco a poco, se restablece la armonía de corazón, con sus exigencias y condiciones necesarias.
Jesús en el desierto bendijo y consagro esta vida de soledad y silencia. Por eso, para la persona que ha abrazado tal vida, ella no constituye una ruptura de comunión con el mundo, sino que, por el contrario, se vuelve a una forma especial de presencia entre los hombres. En efecto, los sacrificios del desierto lo son en una nueva relación con el universo entero, gracias a la nueva interioridad que despierta en él, por la que encuentra que Cristo habita realmente en su corazón por la fe, más allá de sus sentimientos y sus gustos.
No todos los que experimentan el deseo ardiente de vivir con Jesús en el desierto o de <<escuchar lo que el Espíritu dice a las Iglesias>> son, por ese mismo hecho, llamados a la vida monástica. Por el contrario, su salida del mundo no sería una experiencia de apertura y enriquecimiento. Para ello están las muchas formas de vida religiosa que incorporan elementos de soledad dentro de un marco de estrecho contacto con la sociedad.
No obstante, queda en pie el hecho de que existen hombres realmente llamados a abandonar sus hogares, apartarse de las ciudades humanas, dejar las formas más activas de evangelización, para vivir aparte, consagrados a la meditación silenciosa y a la oración litúrgica, al trabajo manual, la soledad, la disciplina corporal, mental y espiritual.
Más aún, la seriedad total de la vocación monástica podría perderse, si nos olvidáramos de la urgencia que frecuentemente impulsa al monje a salir de la sociedad. Sucede a menudo que los mismos monjes vacilan al hablar sobre este aspecto de su vocación. No quieren como hostiles al mundo, porque piensan que es necesario reconocer la bondad que hay en él y pasar por alto lo malo. En esto tienen una cierta razón. Es un problema delicado. El monje lo puede solucionar únicamente si valora al mundo a la luz de Cristo y no a la luz de la evaluación que el mundo tiene de sí mismo, la cual es completamente engañosa.
En esta encrucijada de valores, en la que todo hombre de buena voluntad se encuentra tarde o temprano, el monje juzga a la sociedad actual mediante una opción a la vez revolucionaria y pacífica, que las presentes páginas tratan de describir. La palabra tradicional para indicar esta opción en profundidad es “conversión”, una conversión total, un cambio de estructuras vivenciales, mentales y hasta afectivas, para que el Espíritu de Cristo reine en el corazón humano y en todo el pueblo de Dios.
El monje siente la necesidad de salir de la sociedad envuelta por las tinieblas de la muerte, no para descansar, sino para realizar esta conversión o, mejor dicho, para permitir que el Espiritu, que renueva día tras día a su Iglesia, la realice en él.
En consecuencia, aunque el monje debe ser aquel cuyos ojos estén completamente abiertos al misterio del mal, también debe estar más dispuesto aún a contemplar la bondad de Dios en la muerte y resurrección de Jesús.
Esto implica, a su vez, un conocimiento profundo del bien que existe en el mundo, el cual es creación de Dios, y en los corazones de los hombres, todos los cuales están hechos a imagen de Dios, redimimos por Jesús y llamados por él a la luz de la verdad y a la unión con él en el amor. El monje no pide que Dios tolere simplemente el mal o lo pase por alto, sino que enfrenta el valor de la vida resucitada de Cristo con la iniquidad del mundo. Esta es la perspectiva de la esperanza cristiana, que cree que el mal, por grande que sea, es vencido por la verdad y la bondad, las cuales pueden parecer de poca fuerza, pero en realidad no están sujetas a limitaciones cuantitativas.
Pero, hay que pagar un precio. Si el monje debe ser, como Abraham, un hombre de fe, no se le permite simplemente establecerse en un nuevo dominio y desarrollar una nueva clase de sociedad para sí mismo, y allí asentarse para una existencia plácida y autocomplaciente. Paz y orden y virtud deben caracterizar siempre la vida de la familia monástica. Pero también hay sacrificio. Así como Dios exigió de Abraham una docilidad que prefiguró la obediencia de Cristo hasta la muerte (Fil 2,8), se le exige también al monje que corone su renunciamiento al mundo por una renuncia mucho más difícil: la del propio yo. Esta autorrenuncia se efectúa en primer lugar por la vida de los votos monásticos, especialmente por la obediencia; pero el sacrificio del yo se consume sobre todo en el secreto fuego de la tribulación interior. Ésta es la prueba real del monje que algún día le será requerida y lo despertará verdaderamente. Pero nadie puede predecir exactamente cuándo el fuego será encendido por el Señor. Puede ser que la prueba comience en toda su intensidad solamente al llevar el monje muchos años en el monasterio. No siempre el sacrificio es comprendido por el mismo monje, ni por aquellos que viven con él. Su sentido está escondido por el mismo monje, ni por aquellos que viven con él. Su sentido está escondido en el corazón de Cristo. Lo que importa es estar dispuesto a ofrecer todo, aun lo más querido, si Dios lo pide.
Sólo así se pueden apreciar las palabras de Juan XXIII acerca de la vida contemplativa en el Cister: “La Iglesia, al paso que aprecia bastante el apostolado externo, tan necesario en nuestros tiempos, sin embargo, atribuye la más grande importancia a la vida dedicada a la contemplación, y precisamente en esta época demasiado empeñada en acentuado activismo. Pues el verdadero apostolado consiste en la participación en la obra de salvación de Cristo, cosa que no puede realizarse sin un intenso espíritu de oración y sacrificio. El Salvador liberó al mundo, al esclavo del pecado, especialmente con su oración al Padre y sacrificándose a sí mismo; por esto el que se esfuerza por revivir este aspecto íntimo de la misión de Cristo, aunque no se dedique a ninguna acción externa, también ejercita el apostolado de una manera excelente”.
<< Dar lugar >> al reinado de Cristo es el significado verdadero de toda renuncia monástica. Pero aunque a veces se la pinta en términos dramáticos, por regla general no tiene nada de dramático. De hecho, aquellos cuya sensibilidad insiste en hacer una tragedia de todo lo que les ocurre, no pueden durar mucho en el monasterio. En la vida monástica se puede hallar una paz y un desapego que no son experimentados ni dichosos, ni como amargos. Son tranquilos, pacientes y en cierto sentido indiferentes. Porque la paz real de la renuncia monástica es a un mismo tiempo normal y más allá del alcance del sentimiento. Es algo que no se puede conocer antes que uno abandone cualquier intento de pesarlo o medirlo. Llega a ser evidente únicamente en la medida en que uno olvida sus propios deseos y no busca agradarse a sí mismo, sino al Señor. Entonces se descubre que Jesús es el secreto de la sociedad.
muy bueno