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Archive for septiembre 2009


 

Escrito por Ecclesia Digital   

lunes, 31 de agosto de 2009

A todos los jóvenes, en edad y/o en espíritu

Queridos jóvenes:

 

La canonización del Hermano Rafael Arnáiz, que será definida por Su Santidad Benedicto XVI el 11 de octubre del presente año 2009, nos ha impulsado a algunos obispos3 , vinculados por motivos diversos al Hermano Rafael, a escribir esta Carta Pastoral.

 

Estas son nuestras intenciones al escribiros:

• Acercaros a los escritos del Hermano Rafael. Ojalá que su mensaje, dibujado en sus propias palabras, llenas de autenticidad y BUSCAD EL ROSTRO DE DIOS. Carta Pastoral a los Jóvenes frescura, y nacidas de una profunda vivencia, os enseñen a buscar a “sólo Dios”, -éste era su lema-. Confiamos en que os ayudarán a identificaros con Cristo y a amar entrañablemente a la Virgen María.

• Queremos ofreceros algunas orientaciones inspiradas en su vida y escritos, que iluminen y fortalezcan vuestra espiritualidad de cristianos, deseosos de que lleguéis a ser, como Rafael, testigos de Cristo en el mundo de hoy.

• Deseamos que esta Carta llegue también a los alejados de la Iglesia; a los que les cuesta creer, pero buscan a Dios con una conciencia recta; y también a los que no hayan tenido oportunidad de recibir una educación cristiana pero ansían conocer el corazón de Dios.

Con profundo respeto y afecto, con humildad y sencillez, con gozo y esperanza, pensamos en todos vosotros al redactar estas páginas.

3 Francisco Gil Hellín, Arzobispo de Burgos, ciudad natal del Hermano Rafael

José Ignacio Munilla, actual obispo de Palencia, -diócesis en la que se encuentra enclavada la Trapa del Hermano Rafael-.

Ricardo Blázquez, actual obispo de Bilbao. Fue el obispo palentino que realizó la Postulación del Hermano Rafael.

Rafael Palmero, actual obispo de Orihuela-Alicante. Siendo obispo de Palencia nombró el tribunal que ha estudiado el milagro que ha servido para su canonización.

Francisco Cerro, actual obispo de Cória-Cáceres. Realizó su tesis doctoral sobre el joven trapense. Promotor de los Encuentros de reflexión sobre la figura del Hermano Rafael en el Centro de Espiritualidad de Valladolid.

Manuel Sánchez, actual obispo de Mondoñedo-Ferrol. Siendo de origen palentino es un gran conocedor del Hermano Rafael. Siguió su proceso de canonización como Vicario General de la Diócesis.

Gerardo Melgar, actual obispo de Osma-Soria. Siendo de origen palentino es un gran conocedor del Hermano Rafael. Siguió su proceso de canonización como Vicario General de la Diócesis.

DESCARGA LA CARTA COMPLETA EN FORMATO PDFhttp://www.box.net/shared/static/smpz7hqvjk.doc

 

+ Francisco Gil Hellín, Arz. de Burgos

+ José Ignacio Munilla, Ob. de Palencia

+ Ricardo Blázquez, Ob. de Bilbao

+ Rafael Palmero, Ob. de Orihuela-Alicante

+ Francisco Cerro, Ob. de Cória-Cáceres

+ Manuel Sánchez, Ob. de Mondoñedo-Ferrol

+ Gerardo Melgar, Ob. de Osma-Soria

 

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Bibliteca Portatil de los Padres de la Iglesia  desde el Tiempo de los Apostoles

Tomo X

San Bernardo Primer Abad de Caraval

 Doctor de la Iglesia

Por Mr. de Tricalet

Año 1791

Descargar:

Biblioteca portati del los Padres y Doctores de la Iglesia

 

 

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La reforma cisterciense fue, sobre todo, un movimiento de renovación espiritual y a la narración auténtica de sus orígenes debe seguir, por tanto, un análisis de los ideales que inspiraron al pequeño grupo de monjes fundadores de Cister. La primera etapa de su desarrollo ideológico transcurrió en Molesme. Durante los debates, prolongados y por el momento ásperos, los futuros fundadores de Cister tuvieron amplia oportunidad de esclarecer sus ideas y expresarlas en una forma simple y concreta: volver a la Regla de san Benito. La aplicación práctica de esos principios tuvo lugar en Cister bajo la administración de Alberico, aunque el proceso se asemeja más a una improvisación dictada por las necesidades diarias que a una legislación consciente. No hay ninguna indicación concreta de que Roberto o Alberico hayan intentado más que afianzar la vida de la comunidad reformista, con los mismos medios usados por numerosos monasterios similares para su supervivencia. La expansión del movimiento a través de las nuevas fundaciones, indujo a Esteban Harding a sentar, por escrito, los elementos básicos de las observancias en Cister, y asegurar la cohesión de la congregación monástica en franca expansión, proyectando el número de una trabazón constitucional. El éxito inesperado de Cister despertó los celos, no sólo de Molesme, sino también de la poderosa Cluny y se entabló un debate de amplia resonancia, que puso sobre el tapete cada faceta de la nueva organización. Un programa concreto, dirección capaz, cohesión y una cierta sensación de victoria lograda sobre una oposición poderosa, se convirtieron en los elementos constituyentes de la primera Orden medieval, una organización manifiestamente distinta a las muchas autónomas, o al conglomerado de las casas benedictinas, afiliadas sin mayor cohesión.

Para el historiador de algunos años, la tarea de relatar esta historia era bastante simple. Se aceptaba plenamente que la descripción básica de los orígenes cistercienses, el Exordium Parvum, no sólo relataba los hechos y exponía la doctrina fundamental con incuestionable fidelidad, sino que había surgido de la pluma de uno de los fundadores, san Esteban Harding. De la misma forma, se reconocía a la Carta de Caridad, la constitución de la Orden naciente, como la materialización de los principios que habían hecho posible al mismo abad llevar a cabo su programa con perdurable éxito. Bajo este punto de vista tradicional, la verdadera razón de ser de Cister radicaba en la observancia estricta, casi al pie de la letra, de la Regla de san Benito. La Carta de Caridad ha servido como guía práctica para la reconstrucción de la vida monástica dentro del mismo contexto ideológico.

Pero a partir de la década de 1930, un nuevo estudio de la tradición manuscrita condujo a una revalorización cabal de todo lo escrito anteriormente sobre los comienzos cistercienses. El descubrimiento del Exordium Cistercii, una narración más breve, pero anterior y más auténtica que el Exordium Parvum, arrojó serias dudas sobre la autenticidad de este documento. El Abad Esteban no parece haber sido su autor, sino un monje de la misma generación de san Bernardo, que lo publicó poco después de la muerte de Esteban en el año 1134. Está escrito como un «documento apologético» cisterciense para defender la naturaleza legal de la fundación de Cister, contra los cargos de los «monjes negros» de Cluny, quienes sostenían que al establecerse el «Nuevo Monasterio», no se habían observado las debidas formalidades canónicas.

Con la intención de probar «cuán canónicamente» se había realizado el hecho en discusión, reunió y transcribió un buen número de documentos, pero algunos no tienen rasgos de autenticidad, inclusive los cruciales Instituta de Alberico. Las referencias constantes a la Regla de san Benito, que se encuentran especialmente en los Instituta, tenían el propósito obvio de crear una atmósfera de rígida legalidad.

La misma pretensión del autor anónimo, de que la oportuna llegada de san Bernardo salvó a Cister de la extinción, tiende a corroborar el argumento de que era un joven atraído a la Orden por la personalidad de san Esteban.

En forma similar, las ultimas investigaciones sobre la Carta de Caridad, revelan que no fue el fruto de las primeras reuniones abaciales, sino que vio la luz después de décadas de evolución. Esteban Harding había comenzado su redacción, pero quedan sin aclarar su sentido exacto, así como el texto primitivo, todavía sin descubrir, y la fecha y extensión de las explicaciones. Dado que el material de que disponemos en este momento no es suficiente para aclarar las dudas surgidas en el transcurso de las últimas décadas, no es posible todavía reemplazar la imagen antigua, tradicional del Cister primitivo, con un cuadro igualmente claro y nítido, bosquejado con la ayuda de los conocimientos modernos. Para compensar esos inconvenientes, investigaciones recientes han tratado de arrojar mayor luz sobre los movimientos monásticos contemporáneos en general, y sobre el impacto de la vida eremítica en particular. Esto ha aumentado nuestro aprecio de fuentes no cistercienses, ha dado nuevo énfasis al conflicto entre Cister y Cluny, y ha situado los problemas jurídicos de la nueva fundación dentro del contexto de la ley canónica del siglo XII.

Sin embargo, después de tomar en cuenta todas estas consideraciones, sigue siendo válido el hecho de que los fundadores de Cister intentaron volver a una interpretación más nítida de la Regla. Sus esfuerzos no dieron por resultado la restauración de la vida monástica tal como era en el siglo vi, sino el comienzo de la una vida fuertemente influenciada por los ideales del monacato pre-benedictíno. La búsqueda de mayor soledad, pobreza y austeridad obraron. seguramente como incentivos poderosos para Roberto y sus compañeros. Lo mismo había sucedido en otras muchas abadías hacia el final del siglo XI. La gran proximidad de Cluny hace resaltar más aún los rasgos peculiares de Cister. En Borgoña, la defensa de la disciplina eremítica dentro de una comunidad monástica era considerada como un desafío al modo de vida aceptado universalmente en todo el «imperio» de Cluny. Desde el comienzo, los padres fundadores de Cister se vieron forzados a una postura defensiva. La táctica más efectiva contra la acusación de introducir novedades mal vistas fue tomar la Regla por escudo. Roberto y sus monjes insistieron que no intentaban ninguna novedad, sino volver a la recta observancia del venerable código para monjes, escrito por san Benito.

Al hacer esto, los primitivos cistercienses acentuaban instintivamente aquellos elementos de la Regla que satisfacían mejor su estilo de vida eremítica, especialmente el capítulo setenta y tres, donde el autor declaraba modestamente que la Regla estaba destinada a principiantes; aquellos que aspiran a una perfección más alta en la vida religiosa, debían consultar las enseñanzas de «los Santos Padres», ricos en referencias a la vida heroica de los anacoretas orientales, y especialmente los trabajos de san Basilio († 379).

Se produjeron disputas acaloradas entre los dos grupos, porque la reconciliación de la Regla con el ascetismo eremítico parecía no sólo imposible, sino inaceptable para los monjes de Molesme. Las dos fuentes que proveen de una información sorprendentemente detallada acerca de la naturaleza de la argumentación esgrimida son las crónicas de Guillermo de Malmesbury y Orderico Vital, ambos benedictinos, agudos observadores de su tiempo, e historiadores bien informados. El pasaje que nos interesa de la Gesta regum Anglorum de Guillermo de Malmesbury, escrita entre 1122 y 1123, se basa con toda seguridad en fuentes cistercienses y enfoca la atención sobre Esteban Harding.

El capítulo correspondiente a la Historia eclesiástica de Orderico Vital fue escrito unos diez años más tarde y repite las exhortaciones de san Roberto, tal como se las recordaba en Molesme. No es necesario suponer que Esteban o Roberto hayan pronunciado exactamente las mismas palabras citadas por esos autores, pero, por otro lado, no hay razón para dudar sobre si los temas allí discutidos han sido o no los auténticos.

Según Guillermo de Malmesbury, Esteban, todavía en Molesme, atacaba vigorosamente el tipo de vida basado en las costumbres de Cluny. A su juicio, la tradición por sí sola no bastaba para justificarlas. Insistía en que los usos permitidos debían estar fundamentados en una regla y apoyados por la razón y la autoridad a la vez, y añadía que todos esos requisitos se cumplían en la Regla de san Benito. Cuando sus oponentes «rechazaban persistentemente las cosas nuevas porque amaban las viejas», los futuros cistercienses redoblaban sus esfuerzos para demostrar que todas sus propuestas estaban tomadas de una fuente más antigua que los usos de Cluny, y por esa razón «estaban estudiando la Regla con todo cuidado para no perder ni un ápice de la misma».

Orderico Vital relata también los mismos debates cruciales, pero da importancia al Abad de Molesme y a sus reticentes monjes. Según él, Roberto había criticado violentamente las violaciones de la pobreza, el abandono del trabajo manual, la aceptación de diezmos y otras prebendas eclesiásticas, e impulsaba a sus monjes «a observar la Regla de san Benito en todo… de tal suerte que por las huellas de los Padres podamos seguir fervientemente a Cristo». Roberto no hacía una distinción clara entre las observancias de los Padres del Desierto y las exigidas por la Regla, y salpicaba sus exhortaciones con referencias frecuentes a «las vidas dignas de imitación de los Padres Egipcios». Sus opositores se empeñaron en demostrar que los criterios imperantes en el Desierto ya no eran aplicables en esas circunstancias, y expresar su intención de adherirse a las costumbres tradicionales de Cluny, no fuera que todos los hermanos los condenaran como inventores de novedades temerarias. El debate terminó en la misma forma en que lo relatara Guillermo de Malmesbury. Para evitar el oprobio de ser considerados innovadores, los fundadores de Cister «resolvieron observar la Regla de san Benito al pie de la letra, del mismo modo que los judíos observaron la ley de Moisés».

Después de 1124 se encendieron aún más las disputas sobre las observancias monásticas, cuando san Bernardo inició un ataque a fondo contra Cluny, en la Apología (Apología ad Guillelmum), su primer trabajo de vasta difusión. Por entonces los cistercienses habían ganado gran popularidad, mientras Cluny sufría notorios reveses, bajo la turbulenta administración de Ponce de Melgueil (1109-1122). Era el momento propicio para una contraofensiva a fondo, no sólo contra Cluny, sino también contra «las instituciones monásticas viejas y anticuadas», a las que ésta simbolizaba. La Apología es la mejor prueba de que muchos cistercienses, después de un cuarto de siglo, llegaron a creer, según las palabras de un monje anónimo, citado por Bernardo, que «eran los únicos con alguna virtud, más santos que ningún otro, y los únicos monjes que vivían de acuerdo a la Regla; en su opinión, el resto eran simples transgresores». Algo más tarde, san Bernardo vuelve a citar en el texto al mismo cisterciense anónimo que afirmaba: «todos aquellos que hacen profesión de la Regla están obligados a cumplirla literalmente, sin ninguna dispensa». Sin embargo, es evidente que la estricta observancia de la Regla fue sólo uno de los muchos rasgos de los cuales podía estar orgullosa la nueva Orden. San Bernardo contrasta, con su estilo magistral y su fuerza arrolladora, a los Monjes Negros, ricos, pomposos y comodones, con los cistercienses, heraldos del nuevo monacato profundamente reformado según los ideales gregorianos: pobres con el Cristo pobre, viviendo del fruto de su propio trabajo manual, como los Apóstoles; separados del mundo, y sin ningún interés por él; parcos en el vestir y en todo lo que usan; moderados en el comer y beber; modestos en sus viviendas; sencillos y austeros, sobre todo en sus servicios litúrgicos, acercándose al exceso únicamente en materia de ascesis.

Pedro el Venerable, el nuevo abad de Cluny (1132-1156), cuya primera tarea fue reparar el daño causado por su antecesor, replicó digna y mesuradamente. Se defendía de la acusación de que en Cluny se había descuidado ciertos preceptos de la Regla, dando énfasis a la moderación y la caridad como elementos esenciales de las enseñanzas de san Benito. Reconoce de buena gana las virtudes extraordinarias de sus rivales cistercienses, quienes, hace observar irónicamente, sólo necesitaban humildad. El debate continuó durante décadas y produjo casi una docena de panfletos, que todavía se conservan. Uno de los últimos, el Diálogo entre dos monjes (Dialogus duorum monachorum), escrito alrededor de 1155 por Idung de Prüfening, un benedictino que pasó a ser cisterciense, fue el más detallado, e hizo amplio uso de dos grandes novedades: el derecho canónico y el escolasticismo. El Diálogo es una larga disputa entre un monje cisterciense y otro de Cluny, en el cual las ingenuas preguntas y las respuestas desacertadas de este último, ofrecían simplemente una oportunidad al cisterciense para exponer con notable erudición temas que demostraban la superioridad de los monjes blancos sobre los benedictinos. El de Cluny repetía los viejos cargos de «inestabilidad», hacía alusión a Roberto y a sus adictos, que abandonaron el «viejo y discreto» Molesme por las imprudentes novedades de Cister. Sus contrincantes calificaron las acusaciones de calumnias e insistieron en los rasgos distintivos de la vida cisterciense, antiguos, discretos, acordes con la Regla, en detrimento de las costumbres de Cluny, que eran «a menudo supersticiosas, contrarias a los decretos de la Iglesia, a las sanciones de los Sínodos y aun a la Santa Regla». Por el contrario, ellos vivían de acuerdo con la Regla de san Benito que juraron observar, con la ley que Dios dio a los monjes por medio de san Benito, un legislador, al igual que Moisés».

Difícilmente podemos calibrar las excelencias debatidas en tales batallas verbales, pero el prolongado debate fomentó enormemente el espíritu de cuerpo en el campo cisterciense. Con seguridad, los monjes blancos gustaron el sabor de la victoria, cuando Pedro el Venerable abogaba por introducir en su abadía algunos de los caracteres distintivos de la reforma cisterciense, lo que logró al final de su gobierno.

La primera evidencia concreta de los esfuerzos cistercienses por traducir sus ideales en normas prácticas se encuentra en una colección de 20 párrafos, los capitula. Es muy probable que algunos de ellos estuvieran unidos a la versión primitiva de la Carta de Caridad y al Exordium Cistercii, cuando éstos fueron presentados a Calixto II para su aprobación en 1119. En esos párrafos se hace referencia por primera vez a la admisión de hermanos legos, que debían ayudar a los monjes en las tareas agrícolas. Se los recibía, al igual que a los monjes, con la autorización de sus obispos, «como nuestros hermanos y ayudantes necesarios, que participan de nuestros beneficios materiales y espirituales en la misma medida que los monjes». Después de un año de prueba, podían hacer profesión en la sala capitular, pero nunca podrían aspirar a ser admitidos entre los monjes de coro.

Otros párrafos regulaban las nuevas fundaciones. Cada nueva abadía debía contar por lo menos doce monjes bajo la autoridad de un abad, sumados a algunos hermanos legos, y estar bien provista de libros litúrgicos. Todas las casas debían estar dedicadas a la Santísima Virgen María y situadas lejos de las aldeas y ciudades. Tras la construcción de los «lugares regulares», ningún monje podía permanecer fuera de la clausura. Lo que es más importante, el texto establecía lo que sigue: «para conservar perpetuamente la indisoluble unión entre nuestras abadías, acordamos en primer lugar que todos los miembros sigan en la misma forma la Regla de san Benito, de la cual no se deben desviar ni siquiera en cosas de mínima importancia». De esto se deduce, «que deben usar los mismos libros para el oficio divino, vestir el mismo hábito, comer la misma comida; en una palabra, en todos los lugares debían prevalecer los mismos usos y costumbres». Describía con gran detalle el tipo y calidad de la ropa, así como la dieta del monje, muy simple, que excluía la carne y sus derivados. La subsistencia de la comunidad debía provenir exclusivamente del «trabajo manual, del cultivo de la tierra y la cría de animales». Se establecía con claridad que las tierras no debían estar muy cerca de posesiones de seglares, aunque no ponían límite a las haciendas de los monjes, y aprobaba implícitamente el establecimiento de granjas al cuidado de hermanos legos. Las iglesias, derechos de entierro, diezmos, aldeas, siervos, impuestos, derechos provenientes de hornos o molinos, y «todas las otras cosas contrarias a la pureza monástica» estaban estrictamente excluidas como fuentes de ingresos. Para evitar esas tentaciones, los monjes no debían realizar trabajos parroquiales o pastorales de ninguna índole, sino vivir en aislamiento completo con respecto al mundo. Los negocios inevitables con extraños debían ser realizados por los hermanos legos. Se debería evitar cualquier ostentación de abundancia, aun en el proyectar y construir las iglesias, y en su decoración y amueblamiento.

Desde 1119 a 1151, la reunión anual de abades, el «capítulo general», especificó aún más esas normas, agregando algunos puntos nuevos y editando finalmente una colección de noventa y dos párrafos como las Instituciones del Capítulo General (Instituta generalis capituli). Fueron únicas en su género sus aclaraciones sobre procedimiento y otras cuestiones puramente legales; el desarrollo de los capítulos generales, la adquisición de privilegios, las formalidades de la visita anual, el castigo de diversos delincuentes, el procedimiento para la elección abacial, las relaciones con los obispos, la recepción de huéspedes, el trabajo en el scriptorium, la administración de granjas, las reglas relativas a la compraventa, el comportamiento de los monjes durante los viajes, y el cuidado de los enfermos. Por último decidieron sobre algunas materias litúrgicas y sobre un hecho muy significativo: no fueron admitidos los niños a la profesión.

Al mismo tiempo, se escribieron otros dos conjuntos de directivos íntimamente relacionados. Uno, los Ecclesiastica officia trata problemas litúrgicos comunes a todas las casas; el otro, los Usus conversorum, la conducta de los hermanos legos. Ambos unidos a los Instituta constituían el manual básico de la vida diaria de los individuos y las comunidades, llamado Consuetudines o «Libro de Usos». Estas dos colecciones no tienen nada de original. Sus autores habían calibrado el material proporcionado por un siglo y medio de experiencia monástica, especialmente en Cluny y Molesme. Sin embargo, pueden considerarse como típicamente cistercienses por su relativa simplicidad y brevedad, su universal aplicación y su concisa terminología legal.

Cualquier proyecto minucioso para ser observado en forma uniforme hubiera resultado ineficaz, si no se asentaba en una firme trabazón constitucional que, mantuviera unido el creciente número de abadías cistercienses. La Carta de Caridad, documento atribuido tradicionalmente a Esteban Harding, respondía a este propósito. Como vimos anteriormente, el tercer Abad de Cister debe ser reconocido como el iniciador del esquema, pero pasaron unos cincuenta años antes de que éste reuniera sus características definitivas. La primera referencia proviene del documento de la fundación de Pontigny, sin fecha, redactado poco después de que el obispo Humbaldo de Auxerre invitara a «los amantes de la santa Regla» a establecerse en su diócesis. Al mismo tiempo (1114 ?), tal como establece el documento, «dicho obispo, conjuntamente con el cabildo eclesiástico, aceptan íntegramente la validez de la Carta de Caridad y unanimidad, compuesta y confirmada por el Nuevo Monasterio y las abadías por él fundadas». No se ha encontrado el texto de esta «primitiva» Carta de Caridad, y, por tanto, no puede conocerse con certeza su contenido. La siguiente referencia a una «constitución» se encuentra en la Bula de Calixto II, en 1119, que plantea un problema de naturaleza distinta: investigaciones recientes desenterraron dos versiones contemporáneas de la Carta, que parecen ser ampliaciones del texto primitivo, y que fueron escritas con toda probabilidad alrededor de 1119. Una lleva el título de Summa Cartae Caritatis, la otra es conocida como Carta Caritatis prior. Sigue siendo incierto cuál de estos dos documentos fue el aprobado por otra bula, firmada en 1152 por Eugenio III. Únicamente podemos suponer con seguridad, que la Carta final, Carta Caritatis posterior, surgió entre los años 1165 y 1190, después de sucesivas modificaciones.

La importancia capital de la Carta de Caridad en su forma definitiva, tal como ha sido conocida durante siglos enteros, radica en que logró el feliz equilibrio entre autoridad central y autonomía local, evitando de esta forma, por un lado, los peligros latentes en controles demasiados rígidos, como el de Cluny, y por el otro, la falta de cohesión que ha sido la ruina de muchas prometedoras congregaciones reformadas. Cister seguía siendo el corazón y centro de la nueva Orden, y su abad, el símbolo viviente de la unidad. Pero, en franco contraste con Cluny, no podía ejercer poderes ilimitados en el gobierno. La máxima autoridad recaía en la reunión anual de todos los abades cistercienses, el Capítulo General, congregado tradicionalmente en Cister el 14 de septiembre, festividad de la Exaltación de la Santa Cruz. La función primordial del Capítulo, bajo la presidencia del abad de Cister, consistía en mantener una disciplina monástica uniforme al más alto nivel posible, de forma que «todos pudieran vivir unidos por el lazo de la caridad, bajo una misma regla, y en la práctica de las mismas costumbres». En consecuencia, se esperaba que el Capítulo reprimiera abusos, castigara delitos e hiciera reajustes ocasionales por medio de una nueva legislación o modificaciones oportunas a las costumbres establecidas. La visita anual a cada abadía por el abad de la casa fundadora constituía el medio de ejecución y de control local. La visita de «los padres inmediatos» tenía por objeto hacer correcciones, o en casos extremos, comunicar sus impresiones al Capítulo, que autorizaba medidas adicionales para ser llevadas a cabo por ellos mismos. Cister, al no tener casa madre, debía ser visitada simultáneamente por los abades de sus cuatro primeras hijas, los abades de La Ferté, Pontigny, Claraval y Morimundo, conocidos posteriormente bajo el nombre colectivo de «protoabades». Sin embargo, a pesar de los múltiples controles, cada abad era libre de gobernar su comunidad sin interferencias externas indebidas, siempre y cuando su monasterio se mantuviera dentro de las normas fijadas. Al lado de las disposiciones constitucionales, el Capítulo instaba a la ayuda mutua cuando había necesidades materiales o una emergencia, alentaba la hospitalidad, regulaba el orden de precedencia entre los abades, dictaba procedimientos para las elecciones abaciales, y especificaba medidas admonitorias o punitivas contra los abades negligentes o indignos.

Es necesario hacer resaltar, que todos estos rasgos que acabamos de señalar pertenecen únicamente a la versión final de la Carta, mientras las versiones primitivas exhibían características diferentes muy significativas. Por ejemplo, los obispos diocesanos gozaban inicialmente de considerable autoridad sobre los monasterios cistercienses. Privilegios episcopales tales como las visitas canónicas, la supervisión de las elecciones abaciales, poderes punitivos, así como el derecho de tomar juramento de lealtad al abad recientemente electo, se fueron reduciendo y eliminando de forma paulatina a medida que la Orden lograba su exención total de la jurisdicción diocesana, gracias al constante aflujo de privilegios papales favorables. De forma similar, al comienzo, el Abad de Cister gozaba de gran poder, y las primeras sesiones del Capítulo General apenas parecían algo más que capítulos de la casa madre con mayor audiencia, o «capítulos de faltas» anuales para abades. Alrededor de 1135, el Abad de Cister aparecía todavía ante los ojos de Orderico Vital como el «jefe» (archimandrita), de los otros 65 abades de la Orden. El aumento gradual del número de participantes dio por resultado la creciente autoridad del Capítulo General, aunque su papel legislativo no se hizo importante antes de 1180. La talla de san Bernardo y los demás que encabezaban las primeras fundaciones de Cister explican la creciente influencia de los «protoabades», quienes podían actuar colectivamente, como un contrapeso, frente a cualquier Abad de Cister ambicioso.

Al igual que para la reforma cisterciense en general, ninguno de los elementos constitutivos de la Carta de Caridad era completamente nuevo. Mucho antes de la fundación de Cister, habían sido evidentes en el mundo monástico los esfuerzos por mantener una disciplina uniforme, por medio de visitas y ocasionales reuniones abaciales. Tales tendencias eran evidentes en una reforma organizada por Ricardo de Saint-Vanne († 1046), en el este de Francia, y aún más visible en la Congregación de Vallombrosa, bien conocida por Esteban Harding. El fundador de esta última, San Juan Gualberto († 1073), legó como «vínculo de caridad» un conjunto de normas para ser observadas en sus fundaciones. Aseguraba preeminencia a sus sucesores de Vallombrosa, exigía reuniones abaciales dotadas de amplios poderes legislativos, introdujo un sistema de visitas, e insistía en mantener una disciplina uniforme; todas estas características se encuentran en la Carta de Caridad cisterciense. En 1110, justo antes del primer anteproyecto de la Carta cisterciense, se escribió un proyecto bastante similar regulando las relaciones de Aulps, con su nueva fundación, Balerne. Ambas eran miembros de la congregación de Molesme y, con el tiempo, se unieron a los cistercienses. Esta carta, llamada «Acuerdo de Molesme», también estipulaba visitas por parte de la casa fundadora, asistencia mutua «por amor a la caridad, y cierta supervisión de ambas casas ejercida por Molesme».

Pese al duro legado recibido, los cistercienses supieron amalgamar los elementos de la Carta de Caridad, formando un esquema coherente, de perfección única, adaptado a su ambiente contemporáneo. La Carta refleja la subordinación feudal predominante, basada en la fidelidad y confianza mutuas, exigiendo obediencia absoluta en tiempos de crisis, pero respetando la autonomía local. Sin embargo, en lugar de basarse en relaciones puramente consultodinarias, la constitución cisterciense se apoyaba en una ley escrita, cuidadosamente formulada. Bajo la influencia cada vez mayor del revitalizado Derecho Romano, ambas legislaciones, civil y eclesiástica, experimentaron un renacimiento, reemplazando las regulaciones tradicionales y primitivas en uso con estatutos, cédulas y constituciones. En especial, el Capítulo General, una asamblea electa, representativa, de sello aristocrático, se desarrolló al mismo tiempo que los parlamentos feudales incipientes y las comunas urbanas de Francia e Italia en rápida multiplicación.

La Carta de Caridad juega un papel preponderante, no sólo en el desarrollo cisterciense, sino también en la estructuración de las constituciones de otras órdenes religiosas. El capítulo general premostratense siguió de cerca el modelo cisterciense, hasta el punto de conceder un lugar especial a sus tres protoabades. Durante la primera mitad del siglo XII, frecuentemente bajo la influencia personal de san Bernardo, los capítulos anuales fueron introducidos por los Canónigos Regulares de san Víctor, por los Cartujos, en Grandmont, entre los Gilbertinos, en la Congregación de Valdes-Choux, y entre varias órdenes militares y hospitalarias. Cluny también adoptó esta importante institución e invitó a cuatro abades cistercienses para asesorarla en materia de procedimientos. Otras congregaciones benedictinas siguieron su ejemplo. El IV Concilio de Letrán (1215) hizo obligatorios los capítulos generales para todas las congregaciones monásticas que todavía no los hubieran adoptado, y pidió la supervisión de los dos abades cistercienses más cercanos a esa localidad. Desde el comienzo, los franciscanos y dominicos, recién fundados, incluyeron los capítulos generales en sus constituciones.

¿Cómo puede reconciliarse la devoción inicial de Cister a la Regla con la legislación y estructura constitucional de la tercera y cuarta generación? ¿Fueron los cistercienses tan sincera y profundamente devotos de la estricta observancia de la Regla, como pensaron de ellos algunos contemporáneos, y ellos mismos, quizá, pretendieron ser? Puede que el Exordium Parvum no sea un relato fiel e imparcial de los comienzos, pero reflejó con toda claridad la mentalidad de la segunda generación cisterciense. Su autor insiste en que los fundadores de Cister habían tomado «la rectitud de la Regla como norma de conducta para todos los aspectos de su vida», que habían rechazado costumbres que no pudieron encontrar en la Regla, y que por consiguiente las consideraban contrarias a la misma. Repudiaban específicamente modificaciones recientes relativas a la vestimenta y la dieta monástica, así como las formas de posesión y las fuentes de ingresos feudales, que habían hecho de los monasterios activos participantes en la vida social y económica contemporánea. Basaban su rechazo en la reconocida intención del monje de «apartarse de las maneras de obrar del mundo», y de permanecer «pobres, con Cristo pobre».

Sin embargo, de acuerdo con el mismo texto, los primeros cistercienses comenzaron a preguntarse «cómo y con qué trabajo u ocupación se debían proveer de lo necesario en este mundo». Respondieron comprando para su exclusiva explotación propiedades rurales situadas lejos de los poblados, y las cultivaron por medio de los hermanos legos y asalariados, tomando conciencia de que, sin esa ayuda, «no habrían sido capaces de cumplir perfectamente los preceptos de la Regla día y noche». Para justificar aún más la existencia de los hermanos legos, decidieron también que cuando establecieran granjas para la práctica de la agricultura, tendrían que ser dirigidas por hermanos legos, y no por monjes, cuya residencia, según la Regla, debía ser dentro de su clausura.

Las primeras líneas de ese texto parecen introducir un firme principio de interpretación implicando que lo que no está en la Regla es contrario a la misma, y por lo tanto debe rechazarse. Sin embargo, pocas líneas después, el autor olvidó esos principios y aprobaba la institución de los legos, una institución trascendental, tan extraña a la Regla como lo era la repudiada posesión de diezmos y altares. Esta contradicción aparente puede solucionarse fácilmente si aceptamos que el autor hace referencia a la Regla sólo para justificación de los ideales básicos cistercienses. La causa real de la prohibición de novedades por un lado, y su introducción por el otro, fue el deseo ardiente de los monjes de vivir una vida de soledad que no fuera perturbada. El mantener y administrar propiedades según el sistema feudal, los hubiera forzado a estar en íntimo contacto con la sociedad laica, y por esta razón se rechazaron estas cargas. Por otro lado, se aceptó la existencia de la institución de hermanos legos, debido a que las extensas áreas situadas lejos, hubieran sacado a los monjes de la soledad de su claustro.

Dado que no podemos analizar aquí los noventa y dos párrafos de los Instituta generalis capituli, algunas observaciones sobre sus rasgos característicos más evidentes confirmarán este argumento. Difícilmente puede ser calificada esta secuela de normas como meros comentarios, o notas aclaratorias, añadidas a diversos capítulos de la Regla. Las distintas disposiciones relativas al Capítulo General, y a las visitas de los abades o a la administración de las granjas están por completo fuera del alcance de la Regla. Un número bastante largo de prescripciones aplican en forma práctica los principios de pobreza, simplicidad y separación del mundo. En materia de alimentación, vestidos, ayuno, abstinencias y castigos, los Instituta son más detallistas, y considerablemente más restrictivos que la indulgente Regla de san Benito.

Sorprende la absoluta exclusión de niños oblatos en los recintos monásticos, en contraste a un rasgo significativo de la Regla (cap. 59). La justificación es obvia: la presencia de niños sólo podría perturbar la atmósfera de soledad monástica. Un problema especial pasa a primer plano en el segundo y tercer párrafo de los Instituta, debido a la insistencia en mantener absoluta uniformidad no sólo en materia litúrgica, sino que en todas las casas «debe haber la misma comida, la misma vestimenta, seguirse en todo las mismas costumbres». Aunque la Regla considerara las variedades del clima, circunstancias y costumbres locales y abriera el camino para una diversa disposición del Opus Dei, los cistercienses fueron rígidos en su decisión «de que la Regla de san Benito debía ser interpretada y seguida por todos en la misma forma».

Otra cuestión que intriga, es cómo pueden armonizar con la Regla los principios dictados en la Carta Caritatis. La posibilidad de un control central sobre un número de monasterios, no sólo está ausente de la Regla, sino que parece haber sido del todo extraña a la mentalidad de su autor. Activas fuerzas centralizadoras externas, tales como el Capítulo General y las visitas anuales, conducían inevitablemente hacia una disminución de la autoridad local y de la independencia, que la Regla aseguraba claramente a cada abadía.

Los primitivos cistercienses no sólo estaban desprovistos de una devoción ciega a la letra de la Regla, sino que de hecho manejaron el venerable documento de legislación monástica con notable libertad. Lo invocaban y aplicaban cuando servía a sus propósitos; los ignoraban y aun contradecían cuando no se adecuaba a su propio concepto de vida monástica, arraigada ampliamente en los ideales de la reforma del siglo XI. Indudablemente, en los primeros años de Cister la Regla jugó un papel importante, pero fue sólo un instrumento, sirvió como medio para alcanzar la auténtica meta: el establecimiento de una vida austera en pobreza, sencillez e imperturbable soledad.

 

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Interesante documento, de un no creyente…

Entre las grandes figuras de la edad media, hay pocas cuyo estudio sea más pro-pio que la de San Bernardo, para disipar algunos prejuicios queridos del espíritu moderno. ¿Qué hay, en efecto, más desconcertante para este espíritu que ver a un puro contemplativo, que ha querido ser y permanecer siempre tal, llamado a desempeñar un papel preponderante en la dirección de los asuntos de la Iglesia y del Estado, y que triunfa frecuentemente allí donde había fracasado toda la prudencia de los políticos y de los diplomáticos de profesión? ¿Qué hay más sorprendente e incluso más paradójico, según la manera ordinaria de juzgar las cosas, que un místico que no siente más que desdén para lo que llama «las argucias de Platón y las sutilezas de Aristóteles», y que triunfa no obstante sin esfuerzo sobre los más sutiles dialécticos de su tiempo? Toda la vida de San Bernardo podría parecer destinada a mostrar, por un ejemplo brillante, que existen, para resolver los problemas del orden intelectual e incluso los de orden práctico, otros medios que aquellos a los que se está habituado desde hace mucho tiempo a considerar como los únicos eficaces, sin duda porque son los únicos al alcance de una sabiduría puramente humana, que no es ni siquiera la sombra de la verdadera sabiduría. Esta vida aparece así en cierto modo como una refutación anticipada de esos errores, opuestos en apariencia, pero en realidad solida-rios, que son el racionalismo y el pragmatismo; y al mismo tiempo, confunde e in-vierte, para quien la examina imparcialmente, todas las ideas preconcebidas de los historiadores «cientificistas» que estiman, con Renan, que la «negación de lo sobre-natural forma la esencia misma de la crítica», lo que, por lo demás, admitimos de buena gana, pero porque vemos en esta incompatibilidad todo lo contrario de lo que ven ellos, es decir, la condena de la «crítica» misma, y no la de lo sobrenatural. En verdad, en nuestra época, ¿qué lecciones podrían ser más provechosas que esas?

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Bernardo nació en 1090 en Fontaines-lès-Dijon; sus padres pertenecían a la alta nobleza de la Borgoña, y, si notamos este hecho, es porque nos parece que algunos rasgos de su vida y de su doctrina, de los que tendremos que hablar a continuación, pueden relacionarse hasta un cierto punto con este origen. No queremos decir que solo por eso sea posible explicar el ardor a veces belicoso de su celo o la violencia que aportó en varias ocasiones a las polémicas a las que fue arrastrado, y que, por lo demás, era todo de superficie, ya que la bondad y la dulzura constituían incontestablemente el fondo de su carácter. A lo que entendemos hacer alusión sobre todo, es a sus relaciones con las instituciones y el ideal caballeresco, a las que, por lo demás, es menester acordar siempre una gran importancia si se quieren comprender los acontecimientos y el espíritu mismo de la edad media.

Hacia la veintena de su vida Bernardo concibió el proyecto de retirarse del mundo; y en poco tiempo logró hacer participar de sus intenciones a todos sus hermanos, a algunos de sus allegados y a un cierto número de sus amigos. En este primer apostolado, su fuerza de persuasión era tal, a pesar de su juventud, que pronto «devino, dice su biógrafo, el terror de las madres y de las esposas; los amigos temían verle abordar a sus amigos». En eso hay algo de extraordinario, y sería ciertamente insuficiente invocar la fuerza del «genio», en el sentido profano de esta palabra, para explicar una influencia semejante. ¿No vale más reconocer en ello la acción de la gracia divina que, penetrando en cierto modo toda la persona del apóstol e irradiando hacia fuera por su sobreabundancia, se comunicaba a través de él como por un canal, según la comparación que él mismo empleará más tarde aplicándosela a la Santa Virgen, y que, restringiendo más o menos su alcance, se puede aplicar también a todos los san-tos?

Así pues, acompañado de una treintena de jóvenes, Bernardo, en 1112, entró en el monasterio de Cîteaux, que había escogido en razón del rigor con el que allí se observaba la regla, rigor que contrastaba con la relajación que se había introducido en todas las demás ramas de la Orden benedictina. Tres años más tarde, sus superiores no vacilaban en confiarle, a pesar de su inexperiencia y de su salud delicada, la dirección de doce religiosos que iban a fundar una nueva abadía, la de Clairvaux, que debía gobernar hasta su muerte, rechazando siempre los honores y las dignidades que se le ofrecerían tan frecuentemente en el curso de su carrera. El renombre de Clairvaux no tardó en extenderse lejos, y el desarrollo que esta abadía adquirió pronto, fue verdaderamente prodigioso. Cuando murió su fundador, abrigaba, se dice, alrededor de setecientos monjes, y había dado nacimiento a más de sesenta nuevos monasterios.

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El cuidado que Bernardo aportó a la administración de Clairvaux, regulando él mismo hasta los más minuciosos detalles de la vida corriente, la parte que tomó en la dirección de la Orden cisterciense, como jefe de una de sus primeras abadías, la habilidad y el éxito de sus intervenciones para allanar las dificultades que surgían frecuentemente con Órdenes rivales, todo eso hubiera bastado ya para probar que lo que se llama el sentido práctico puede aliarse muy bien a veces con la más alta espiritualidad. En eso había más de lo que hubiera sido necesario para absorber toda la actividad de un hombre ordinario; y, sin embargo, muy a pesar suyo, Bernardo iba a ver pronto abrirse ante él un campo de acción muy diferente, ya que nunca temió tanto a nada como a ser obligado a salir de su claustro para mezclarse a los asuntos del mundo exterior, de los cuales había creído poder aislarse para siempre, para librarse enteramente a la ascesis y a la contemplación, sin que nada viniera a distraerle de lo que, según la palabra evangélica, era a sus ojos «la única cosa necesaria». En esto, se había equivocado enormemente; pero todas las «distracciones», en el sentido etimológico de la palabra, a las que no pudo sustraerse y de las que llegó a quejarse con alguna amargura, no le impidieron alcanzar las cimas de la vida mística. Esto es muy destacable; lo que no lo es menos, es que, a pesar de toda su humildad y de todos los esfuerzos que hizo para permanecer en la sombra, se hizo llamada a su colaboración en todos los asuntos importantes, y que, aunque no hizo nada a los ojos del mundo, todos, comprendidas las más altas dignidades civiles y eclesiásticas, se inclinaron siempre espontáneamente delante de su autoridad completamente espiritual, y no sabemos si eso es más para alabanza del santo o para alabanza de la época en la que vivió. ¡Qué contraste entre nuestro tiempo y aquél donde un simple monje, única-mente por la radiación de sus virtudes eminentes, podía devenir en cierto modo el centro de Europa y de la Cristiandad, el árbitro incontestado de todos los conflictos donde el interés público estaba en juego, tanto en el orden político como en el orden religioso, el juez de los maestros más reputados de la filosofía y de la teología, el restaurador de la unidad de la Iglesia, el mediador entre el Papado y el Imperio, y ver finalmente a ejércitos de varios centenares de miles de hombres levantarse a su predicación!

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Bernardo había comenzado en buena hora a denunciar el lujo en que vivían entonces la mayoría de los miembros del clero secular e incluso los monjes de algunas abadías; sus amonestaciones habían provocado conversiones resonantes, entre las cuales está la de Suger, el ilustre abad de Saint-Denis, que, sin llevar todavía el título de primer ministro del rey de Francia, desempeñaba ya sus funciones. Es esta con-versión la que hizo conocer a la corte el nombre del abad de Clairvaux, a quien se consideró allí, según parece, con un respeto mezclado de temor, porque se veía en él el adversario irreductible de todos los abusos y de todas las injusticias; y pronto, en efecto, se le vio intervenir en los conflictos que habían estallado entre Louis le Gros y diversos obispos, y protestar duramente contra las invasiones del poder civil sobre los derechos de la Iglesia. A decir verdad, en eso no se trataba todavía más que de asuntos puramente locales, que interesaban solo a tal monasterio o a tal diócesis; pero, en 1130, sobrevinieron acontecimientos de una gravedad mucho mayor, que pusieron en peligro a la Iglesia toda entera, dividida por el cisma del antipapa Anacleto II, y es en esta ocasión donde el renombre de Bernardo debía difundirse en toda la Cristiandad.

No vamos a seguir aquí la historia del cisma en todos sus detalles: los cardenales, divididos en dos facciones rivales, habían elegido sucesivamente a Inocente II y a Anacleto II; el primero, forzado a huir de Roma, no desesperó de su derecho y apeló a la Iglesia universal. Francia fue quien respondió primero; en el concilio convocado por el rey en Etampes, Bernardo apareció, dice su biógrafo, «como un verdadero enviado de Dios» en medio de los obispos y de los señores reunidos; todos siguieron su consejo sobre la cuestión sometida a su examen y reconocieron la validez de la elección de Inocente II. Éste se encontraba entonces en suelo francés, y fue en la abadía de Cluny donde Suger vino a anunciarle la decisión del concilio; recorrió las principales diócesis y fue acogido por todas partes con entusiasmo; este movimiento iba a arrastrar la adhesión de casi toda la Cristiandad. El abad de Clairvaux fue a ver al rey de Inglaterra y triunfó prontamente de sus vacilaciones; y quizás tuvo una par-te, al menos indirecta, en el reconocimiento de Inocente II por el rey Lothaire y el clero alemán. Fue después a Aquitania para combatir la influencia del obispo Gerard d´Angouleme, partidario de Anacleto II; pero fue solo en el curso de un segundo viaje a esta región, en 1135, donde debía triunfar y destruir en ella el cisma al operar la conversión del conde Poitiers. En el intervalo, había debido trasladarse a Italia, llamado por Inocente II que había vuelto allí con el apoyo de Lothaire, pero que estaba detenido por dificultades imprevistas, debidas a la hostilidad de Pisa y de Génova; era menester pues encontrar un arreglo entre las dos ciudades rivales y hacérselo aceptar; es a Bernardo a quién se encargó esta misión difícil, misión que resolvió con el más maravilloso éxito. Inocente pudo finalmente entrar en Roma, pero Anacleto permaneció atrincherado en San Pedro del que fue imposible tomar posesión; Lothai-re, coronado emperador en San Juan de Letran, se retiró pronto con su ejército; después de su marcha, el antipapa retomó la ofensiva, y el pontífice legítimo tuvo que huir de nuevo y refugiarse en Pisa.

El abad de Clairvaux, que había regresado a su claustro, se enteró de estas noticias con consternación; poco después le llegó el rumor de la actividad desplegada por Roger, rey de Sicilia, para ganar toda Italia a la causa de Anacleto, al mismo tiempo que para asegurarse su propia supremacía. Bernardo escribió inmediatamente a los habitantes de Pisa y de Génova para animarles a permanecer fieles a Inocente; pero esta fidelidad no constituía más que un apoyo muy débil, y, para reconquistar Roma, era sólo de Alemania de quien se podía esperar una ayuda eficaz. Desgraciadamente, el imperio era también presa de divisiones, y Lothaire no podía volver a Italia antes de haber asegurado la paz en su propio país. Bernardo partió para Alemania y trabajó en la reconciliación de los Hohenstaufen con el emperador; allí también sus esfuerzos fueron coronados con el éxito; vio consagrar el feliz resultado en la dieta de Bamberg, que dejó enseguida para trasladarse al concilio que Inocente II había convocado en Pisa. En esta ocasión, tuvo que dirigir amonestaciones a Louis le Gros, que se había opuesto a la partida de los obispos de su reino; la prohibición fue levantada, y los principales miembros del clero francés, pudieron responder a la llamada del jefe de la Iglesia. Bernardo fue el alma del concilio; en el intervalo de las sesiones, cuenta un historiador de la época, su puerta estaba asediada por aquellos que tenían algún asunto grave que tratar, como si este humilde monje tuviera el poder de resolver a voluntad todas las cuestiones eclesiásticas. Delegado después a Milán para restablecer la ciudad a Inocente II y a Lothaire, se vio aclamado por el clero y los fieles que, en una manifestación espontánea de entusiasmo, quisieron hacer de él su arzobispo, y tuvo que hacer el mayor esfuerzo para sustraerse a este honor. No aspiraba más que a volver a su monasterio; volvió en efecto, pero no fue para mucho tiempo.

Desde comienzos del año 1136, Bernardo debió abandonar una vez más su soledad, conforme al deseo del Papa, para venir a incorporarse en Italia al ejército alemán, al mando del duque Henri de Baviere, yerno del emperador. La desavenencia había estallado entre éste e Inocente II; Henri, poco preocupado de los derechos de la Iglesia, afectaba en todas las circunstancias no ocuparse más que de los intereses del Estado. Así pues, el abad de Clairvaux tuvo que esforzarse aquí para restablecer la concordia entre los dos poderes y conciliar sus pretensiones rivales, especialmente en algunas cuestiones de investiduras, en las que parece haber desempeñado constante-mente un papel de moderador. No obstante, Lothaire, que había tomado él mismo el mando del ejército, sometió toda la Italia meridional; pero cometió el error de recha-zar las proposiciones de paz del rey de Sicilia, que no tardó en tomar su revancha, devastando todo a sangre y fuego. Bernardo no vaciló entonces en presentarse en el campo de Roger, que acogió muy mal sus palabras de paz, y a quién predijo una derrota que se produjo en efecto; después, siguiéndole los pasos, le encontró en Salermo y se esforzó en apartarle del cisma en el que la ambición le había arrojado. Roger consintió en escuchar contradictoriamente a los partidarios de Inocente y de Anacleto, pero, aunque parecía conducir la encuesta con imparcialidad, solo buscó ganar tiempo y rechazó tomar una decisión; al menos, este debate tuvo como feliz resultado acarrear la conversión de uno de los principales autores del cisma, el Cardenal Pierre de Pisa, que Bernardo condujo con él junto a Inocente II. Esta conversión dio un gol-pe terrible a la causa del antipapa; Bernardo supo aprovecharla, y en Roma mismo, por su palabra ardiente y convencida, consiguió en algunos días apartar del partido de Anacleto a la mayoría de los disidentes. Esto pasaba en 1137, hacía la época de las fiestas de Navidad; un mes más tarde, Anacleto moría súbitamente. Algunos de los cardenales más comprometidos en el cisma eligieron un nuevo antipapa bajo el nombre de Víctor IV; pero su resistencia no podía durar mucho tiempo, y, el día de la octava de Pentecostés, todos se sometieron; desde la semana siguiente, el abad de Clairvaux retomaba el camino de su monasterio.

Este resumen muy rápido basta para dar una idea de lo que se podría llamar la actividad política de San Bernardo, que por lo demás no se detuvo ahí: de 1140 a 1144, tuvo que protestar contra la intromisión abusiva del rey Louis le Jeune en las elecciones episcopales, después tuvo que intervenir en un grave conflicto entre este mismo rey y el conde Thibaut de Champagne; pero sería fastidioso extenderse sobre estos diversos acontecimientos. En suma, se puede decir que la conducta de Bernardo estuvo siempre determinada por las mismas intenciones: defender el derecho, combatir la injusticia, y, quizás por encima de todo, mantener la unidad en el mundo cristiano. Es esta preocupación constante de la unidad la que le animó en su lucha contra el cisma; es también la que le hizo emprender, en 1145, un viaje en el Languedoc para conducir al seno de la Iglesia a los heréticos neomaniqueos que comenzaban a extenderse en esta región. Parece que haya tenido sin cesar presente en el pensamiento esta palabra del Evangelio: «Que sean todos uno, como mi Padre y yo somos uno».

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No obstante, el abad de Clairvaux no tuvo que luchar solo en el dominio político, sino también en el dominio intelectual, donde sus triunfos no fueron menos brillantes, puesto que estuvieron marcados por la condena de dos adversarios eminentes, Abélard y Gilbert de la Porée. El primero, por su enseñanza y por sus escritos, se había granjeado la reputación de un dialéctico de los más hábiles; abusaba incluso de la dialéctica, ya que, en lugar de no ver en ella más que lo que es realmente, un simple medio para llegar al conocimiento de la verdad, la consideraba casi como un fin en sí misma, lo que resultaba naturalmente en una suerte de verbalismo. Igualmente, parece que haya habido en él, ya sea en el método, o ya sea en el fondo mismo de las ideas, una búsqueda de la originalidad que le acerca un poco a los filósofos modernos; y, en una época donde el individualismo era algo casi desconocido, este defecto no podía intentar pasar por una cualidad como ocurre en nuestros días. Así pues, algunos se inquietaron pronto ante estas novedades, que tendían nada menos que a establecer una verdadera confusión entre el dominio de la razón y el dominio de la fe; no es que Abélard de la Porée fuera hablando propiamente un «racionalista» como se ha pretendido a veces, ya que no hubo racionalistas antes de Descartes; pero no supo hacer la distinción entre lo que depende de la razón y lo que le es superior, entre la filosofía profana y la sabiduría sagrada, entre el saber puramente humano y el conocimiento trascendente, y eso es la raíz de todos sus errores. ¿No llega a sostener que los filósofos y los dialécticos gozan de una inspiración habitual que sería comparable a la inspiración sobrenatural de los profetas? Se comprende sin esfuerzo que San Bernardo, cuando se llamó su atención sobre semejantes teorías, se haya levantado contra ellas con fuerza e incluso con un cierto arrebato, y también que ha-ya reprochado amargamente a su autor haber enseñado que la fe no era más que una simple opinión. La controversia entre estos dos hombres tan diferentes, que comenzó en conversaciones particulares, tuvo pronto una inmensa resonancia en las escuelas y los monasterios; Abelardo, confiando en su habilidad para manejar el razonamiento, pidió al arzobispo de Sens que reuniera un concilio ante el que se justificaría públicamente, ya que pensaba conducir la discusión de tal manera que la manejaría fácilmente para confusión de su adversario. Las cosas pasaron de un modo muy diferente: en efecto, el abad de Clairvaux no concebía el concilio más que como un tribunal ante el que el teólogo sospechoso comparecería como acusado; en una sesión preparatoria, presentó las obras de Abelardo y sacó de ellas las proposiciones más temerarias, cuya heterodoxia probó; al día siguiente, habiendo sido admitido el autor, autor, le intimó, después de haber enunciado estas proposiciones, a retractarse de ellas o a justificarlas. Abelardo, presintiendo desde entonces una condena, no atendió al juicio del concilio y declaró inmediatamente que apelaba para ello a la corte de Roma; el proceso no cambio su curso por ello, y, desde que se pronunció la condena, Bernardo escribió a Inocente II y a los cardenales cartas de una elocuencia abruma-dora, tanto que, seis semanas más tarde, la sentencia era confirmada en Roma. Abe-lardo no tenía más que someterse; se refugió en Cluny, junto a Pierre le Venerable, que le arregló una entrevista con el abad de Clairvaux y se avino a reconciliarlos.

El concilio de Sens tuvo lugar en 1140; en 1147, Bernardo obtuvo igualmente, en el concilio de Reims, la condena de los errores de Gilbert de la Porrée, obispo de Poitiers, concernientes al misterio de la Trinidad; estos errores provenían de que su autor aplicaba a Dios la distinción real de la esencia y de la existencia, distinción que no es aplicable más que a los seres creados. Gilbert se retractó sin dificultad; así pues, se prohibió simplemente leer o transcribir su obra antes de que hubiera sido corregida; su autoridad, a parte de los puntos particulares que estaban en causa no fue menoscabada por ello, y su doctrina permaneció en gran crédito en las escuelas durante toda la edad media.

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Dos años antes de este último asunto, el abad de Clairvaux había tenido la alegría de ver subir sobre el trono pontifical a uno de sus antiguos monjes, Bernardo de Pisa, que tomó el nombre de Eugenio III, y que continuó manteniendo siempre con él las más afectuosas relaciones; es éste nuevo papa el que, casi desde el comienzo de su pontificado, le encargó predicar la segunda cruzada. Hasta entonces, la Tierra Santa no había tenido, en apariencia al menos, más que un lugar muy débil en las preocupaciones de San Bernardo; no obstante, sería un error creer que había permanecido enteramente extraño a lo que pasaba allí, y la prueba de ello está en un hecho sobre el que, de ordinario, se insiste mucho menos de lo que convendría. Queremos hablar de la parte que San Bernardo había tomado en la constitución de la Orden del Temple, la primera de las Órdenes militares por la fecha y por la importancia, y la que había de servir de modelo a todas las demás. Es en 1128, alrededor de diez años después de su fundación, cuando esta Orden recibió su regla en el concilio de Troyes, y es Bernardo quien, en calidad de secretario del concilio, fue encargado de redactarla, o al menos de trazar sus primeros lineamientos, pues parece que no es sino un poco más tarde cuando fue llamado a completarla, y que no acabó su redacción definitiva sino en 1131. San Bernardo comentó después esta regla en el tratado De laude novoe mititioe, donde expuso en términos de una magnífica elocuencia la misión y el ideal de la caballería cristiana, de lo que él llamaba la «milicia de Dios». Estas relaciones del abad de Clairvaux con la Orden del Temple, que los historiadores modernos no consideran más que como un episodio muy secundario de su vida, tenía ciertamente una importancia muy diferente a los ojos de los hombres de la edad media; y ya hemos mostrado en otra parte que constituían sin duda la razón por la que Dante debía escoger a San Bernardo como su guía, en los últimos círculos del Paraíso.

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Desde 1145, Louis VII había concebido el proyecto de ir en ayuda de los principados latinos de Oriente, amenazados por el emir de Alepo; pero la oposición de sus consejeros le había obligado a aplazar su realización, y la decisión definitiva había sido remitida a una asamblea plenaria que debía reunirse en Vezelay durante las fiestas de Pascua del año siguiente. Eugenio III, retenido en Italia por una revolución suscitada en Roma por Arnaud de Brescia, encargó al abad de Clairvaux reemplazar-le en esta asamblea; Bernardo, después de haber dado lectura a la bula que invitaba a Francia a la cruzada, pronunció un discurso que fue, a juzgar por el efecto que produjo, la mayor acción oratoria de su vida; todos los asistentes se precipitaron a recibir la cruz de sus manos. Alentado por este éxito, Bernardo recorrió las ciudades y las provincias, predicando por todas partes la cruzada con un celo infatigable; allí donde no podía trasladarse en persona, dirigía cartas no menos elocuentes que sus discursos. Pasó después a Alemania, donde su predicación tuvo los mismos resultados que en Francia; el emperador Conrad, luego de haber resistido algún tiempo, debió ceder a su influencia y enrolarse en la cruzada. Hacia la mitad del año 1147, los ejércitos francés y alemán se ponían en marcha para esta gran expedición, que, a pesar de su formidable apariencia, iba a finalizar en un desastre. Las causas de este fracaso fue-ron múltiples; las principales parecen ser la traición de los Griegos y la falta de entendimiento entre los diversos jefes de la cruzada; pero algunos, muy injustamente, buscaron descargar la responsabilidad de ello sobre el abad de Clairvaux. Éste debió escribir una verdadera apología de su conducta, que era al mismo tiempo una justificación de la acción de la Providencia, mostrando que las desgracias sobrevenidas no eran imputables más que a las faltas de los cristianos, y que así «las promesas de Dios quedaban intactas, pues no prescriben contra los derechos de justicia»; esta apología está contenida en el libro De consideratione, dirigido a Eugenio III, libro que es como el testamento de San Bernardo y que contiene concretamente sus puntos de vista sobre los deberes del papado. Por lo demás, todos no se dejaron llevar del des-aliento, y Suger concibió pronto el proyecto de una nueva cruzada, de la que el abad de Clairvaux mismo debía ser el jefe; pero la muerte del gran ministro de Louis VII detuvo su ejecución. El mismo San Bernardo murió poco después, en 1153, y sus últimas cartas dan testimonio de que se preocupó hasta el fin de la liberación de la Tierra Santa.

Si la meta inmediata de la cruzada no había sido alcanzada, ¿se debe decir por eso que una tal expedición era enteramente inútil y que los esfuerzos de San Bernardo habían sido prodigados en pura pérdida? No lo creemos, a pesar de lo que podrían pensar los historiadores que se quedan en las apariencias exteriores, pues había en estos grandes movimientos de la edad media, de un carácter político y religioso a la vez, razones más profundas, de las que una, la única que queremos apuntar aquí, era mantener en la Cristiandad una viva conciencia de su unidad. La Cristiandad era idéntica a la civilización occidental, fundada entonces sobre bases esencialmente tradicionales, como lo es toda la civilización normal, y que iba a alcanzar su apogeo en el siglo XIII; a la pérdida de este carácter tradicional debía seguir necesariamente la ruptura de la unidad misma de la Cristiandad. Esta ruptura, que fue llevada a cabo en el dominio religioso por la Reforma, lo fue en el dominio político por la instauración de las nacionalidades, precedida de la destrucción del régimen feudal; y, desde este último punto de vista, se puede decir que quien dio los primeros golpes al grandioso edificio de la Cristiandad medieval fue Philippe-le-Bel, el mismo que, por una coincidencia que no tiene ciertamente nada de fortuito, destruyó la Orden del Temple, atentando con ello directamente a la obra misma de San Bernardo.

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En el curso de todos sus viajes, San Bernardo apoyó constantemente su predicación mediante numerosas curaciones milagrosas, que eran para las gentes como signos visibles de su misión; estos hechos han sido contados por testigos oculares, pero él mismo no hablaba de ello sino muy a desgana. Puede ser que esta reserva le fuera impuesta por su extrema modestia; pero, sin duda, él mismo no atribuía tampoco a estos milagros más que una importancia secundaria, considerándolos solamente como una concesión acordada por la misericordia divina a la debilidad de la fe en la mayor parte de los hombres, conformemente a la palabra de Cristo: «Bienaventurados los que crean sin haber visto». Esta actitud concuerda con el desdén que manifiesta en general por todos los medios exteriores y sensibles, tales como la pompa de las ceremonias y la ornamentación de las iglesias; incluso se le ha podido reprochar, con alguna apariencia de verdad, no haber tenido más que desprecio por el arte religioso. Aquellos que formulan esta crítica olvidan sin embargo una distinción necesaria, la que él mismo estableció entre lo que llama la arquitectura episcopal y la arquitectura monástica: es solo esta última la que debe tener la austeridad que él preconiza; no es más que a los religiosos y a aquellos que siguen el camino de la perfección a quienes prohibió el «culto de los ídolos», es decir el culto de las formas, cuya utilidad, al contrario, proclama como medio de educación, para los simples y los imperfectos. Si ha protestado contra el abuso de las figuras desprovistas de significación y que no tenían más que un valor puramente ornamental, no ha podido querer, como se ha pretendido falsamente, proscribir el simbolismo del arte arquitectónico, cuando él mismo hacia en sus sermones un uso muy frecuente de él.

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La doctrina de San Bernardo es esencialmente mística; por ello, entendemos que considera sobre todo las cosas divinas bajo el aspecto del amor, que, por lo demás, sería erróneo interpretarlo aquí en un sentido simplemente afectivo como lo hacen los modernos psicólogos. Como muchos grandes místicos, fue especialmente atraído por el Cantar de los Cantares, que comentó en numerosos sermones, formando una serie que se prosiguió a través de toda su carrera; y este comentario, que permaneció siempre inacabado, describe todos los grados del amor divino, hasta la paz suprema a la que el alma llega en el éxtasis. El estado extático, tal como le comprende y como ciertamente lo sintió, es una suerte de muerte a las cosas del mundo; con las imágenes sensibles, todo sentimiento natural ha desaparecido; todo es puro y espiritual tanto en el alma misma como en su amor. Este misticismo debía reflejarse natural-mente en los tratados dogmáticos de San Bernardo; el título de uno de los principales, De diligendo Deo, muestra en efecto suficientemente qué lugar tiene en él el amor; pero se estaría equivocado si se creyera que esto sea en detrimento de la verdadera intelectualidad. Si el abad de Clairvaux quiso siempre permanecer extraño a las vanas sutilezas de la escuela, es porque no tenía ninguna necesidad de los laboriosos artificios de la dialéctica; resolvía de un solo golpe las cuestiones más arduas, porque no procedía mediante una larga serie de operaciones discursivas; lo que los filósofos se esfuerzan en alcanzar por una vía desviada y como de tanteo, él llegaba a ello inmediatamente, por la intuición intelectual sin la que ninguna metafísica real es posible, y fuera de la cual no se puede percibir más que una sombra de la verdad.

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Un último rasgo de la fisonomía de San Bernardo, que es esencial señalar también, es el lugar eminente que tiene, en su vida y en sus obras, el culto de la Santa Virgen, y que ha dado lugar a toda una floración de leyendas, que son quizás aquellas por lo que ha permanecido más popular. Amaba dar a la Santa Virgen el título de Nuestra Señora, cuyo uso se generalizó después de su época, y sin duda en gran parte gracias a su influencia; es que era, como se ha dicho, un verdadero «caballero de María», y que la consideraba verdaderamente como a su «señora», en el sentido caballeresco de esta palabra. Si se atiende a este hecho del papel que desempeña el amor en su doctrina, y que desempeñaba también, bajo formas más o menos simbólicas, en las concepciones propias a las Órdenes de Caballería, se comprenderá fácil-mente por qué hemos puesto cuidado en mencionar sus orígenes familiares. Devenido monje, permaneció siempre caballero como lo eran todos aquellos de su raza; y, por eso mismo, se puede decir que de alguna manera estaba predestinado a desempeñar, como lo hizo en tantas circunstancias, el papel de intermediario, de conciliador y de árbitro entre el poder religioso y el poder político, porque tenía en su persona como una participación en la naturaleza del uno y del otro. Monje y caballero todo junto, éstos dos caracteres eran los de los miembros de la «milicia de Dios», de la Orden del Temple; eran también, y primeramente, los del autor de su regla, del gran santo a quien se ha llamado el último de los Padres de la Iglesia, y en quien algunos quieren ver, no sin alguna razón, el prototipo de Galaad, el caballero ideal y sin tacha, el héroe victorioso de la «gesta del Santo Grial».

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De Molesme a Cister

No se puede relatar la historia de la fundación de Cister sin mencionar un intento previo de reforma monástica: la fundación de Molesme, hecha por san Roberto en 1075. Allí, un grupo de monjes concibió la idea de realizar, en los bosques de Cister, una fundación mejor planeada y con mejores resultados.

Los primeros años de la vida de Roberto están rodeados por la oscuridad; y los escasos datos aparecidos en su Vita, publicada en el siglo XIII, parecían estar influenciados por sus cargos posteriores en Molesme y Cister. Roberto nació alrededor de 1028 en algún lugar de Champaña. Sus progenitores, Teodorico y Ermengarda fueron nobles, emparentados probablemente con los condes de Tonnerre y con la casa de Reinaldo, vizconde de Beaune.

Profesó siendo muy joven en la abadía de Montier-la-Celle cerca de Troyes, donde llegó a ser prior, poco después de 1033. Entre 1068 y 1072, sirvió como abad en Saint Michel-de-Tonnerre, una abadía de observancia cluniacense, en la diócesis de Langres.

Por una razón u otra, su abadiato terminó abruptamente, y Roberto volvió a Troyes como simple monje. Sin embargo, pasó poco tiempo en la abadía de su profesión; después de algunos meses, fue elegido o nombrado prior de Saint-Aroul, un priorato dependiente de Montier-la-Celle en Provins, en la diócesis de Sens. Pero este lugar le resultó todavía menos acogedor que Saint-Michel, y en 1074 se unió a un grupo de ermitaños en los bosques de Collan. Con la colaboración de esos ermitaños, fundó en 1075 el monasterio de Molesme en la diócesis de Langres, en terrenos apropiados, donados para tal fin por Hugo, señor de Maligny.

Roberto había tenido una considerable experiencia de la vida monástica. Aunque insatisfecho con el tipo de disciplina imperante en Cluny y atraído por la vida solitaria, como indica su empresa de Molesme, se mantuvo firme en su creencia de que las normas del ascetismo del desierto, practicadas dentro de la comunidad monástica, eran lo más cercano al ideal de vida religiosa. Pronto su sinceridad atrajo a buen número de seguidores y, con el apoyo material proporcionado por la nobleza local, Molesme se convirtió en una de las abadías reformadas de más éxito de finales del siglo XI.

En realidad, la afluencia de vocaciones y las donaciones generosas hicieron posible un cierto número de fundaciones. Algunas eran simplemente cellae, pequeñas casas dependientes del monasterio, otras prioratos dependientes o abadías. Hacia 1100 eran casi 40, y estaban establecidas en doce diócesis.

El rápido crecimiento de esta nueva congregación monástica atestigua claramente la validez de la idea original de Roberto, pero los problemas de organización y control, cada vez más complejos, rebasaron ampliamente el talento del santo fundador.

En 1082, Molesme atrajo a san Bruno y sus compañeros, quienes pasaron allí algún tiempo, antes de partir hacia las montañas de Grenoble, la cuna de la Orden de los Cartujos.

Alrededor de 1090, el mismo Roberto llegó a la conclusión de que su lugar no estaba ya en su propia abadía y se unió a un grupo de ermitaños en Aux, cerca de Riel-les-Eaux. Pronto los desconcertados monjes de Molesme, le convencieron y consintió en volver a su abadía. Pero si se da crédito a la Vita, poco después, cuatro de sus partidarios más íntimos, entre ellos Alberico y Esteban, hicieron otra escapada, viviendo «por algún tiempo» en Vivicus, un lugar que de otra forma hubiera permanecido desconocido.

Estos incidentes desafortunados no significaban forzosamente la decadencia moral del cenobio molesmense. La expansión de la abadía y su buen nombre, que conservaba intacto, parecen atestiguar lo contrario. El problema fundamental radica en el hecho de que el grupo reducido de ermitaños que la fundaron se vio sobrepasado numéricamente por las nuevas vocaciones, de suerte que perdieron el control sobre la disciplina. En consecuencia, Molesme comenzó a parecerse más y más a las otras abadías prósperas de la vecindad, todas bajo la irresistible influencia de Cluny, de la cual el abad Roberto había tratado precisamente de escapar.

Hacia 1090 Molesme había acumulado beneficios eclesiásticos y diezmos, rentas de iglesia, aldeas y siervos y la propia abadía bullía de sirvientes legos (famuli), hermanos (conversi), niños (oblati) y praebendarii, esto es, gente que ofrecía sus bienes a la abadía a cambio de casa y comida para toda la vida.

Todo esto encajaba perfectamente dentro de las tradiciones monásticas habituales de la época, pero estaba muy lejos del aislamiento y pobreza soñados por Roberto, una vida sin el estorbo de compromisos mundanos, dedicada exclusivamente al servicio de Dios.

Estos temas suscitaron discusiones y se sucedieron ásperos debates, con todo el encono de las controversias religiosas que continuaron por años. Si vamos a dar crédito a cronistas famosos de la nueva generación, Ordericus Vitalis y Guillermo de Malmesbury, Roberto juzgó conveniente apoyar el peso de sus argumentos en alusiones frecuentes a la Regla de san Benito, mientras la mayoría hostil insistía en la legitimidad de las costumbres de Cluny y rechazaba los propósitos del abad como novedades religiosas impracticables.

Un compromiso formal parecía irrealizable, pero la polarización de los temas en discusión ayudó a reajustar un programa de reformas, que sería puesto en práctica en el futuro, con mejores resultados que los obtenidos en Molesme. De esta forma, se grabó profundamente en la mente de los futuros fundadores de Cister la dedicación absoluta a la Regla, a lo que se sumó una aguda suspicacia hacia Cluny y una clara conciencia de las desagradables consecuencias que traía consigo una relación demasiado íntima con la sociedad feudal.

Algunos de los monjes ermitaños se cansaron de los altercados continuos, y dejaron Molesme para hacer una fundación en Aulps, una pequeña cella en la diócesis de Ginebra, que fue erigida en abadía hacia fines de 1096 o principios de 1097. El documento de este último acontecimiento daba un énfasis muy significativo a la dedicación de los monjes por cumplir mejor la observancia de la Regla de san Benito. Reviste aún más importancia el hecho de que este documento se debiera a la pluma de Esteban, el secretario inglés del abad Roberto, y que Alberico, prior de Molesme, atestiguara legalmente el acontecimiento. Ambos serían futuros abades de Cister.

Probablemente en otoño de 1097 el abad Roberto y cierto número de monjes, entre ellos nuevamente Alberico y Esteban, visitaron al Arzobispo de Lyon Hugo de Die, legado papal en Francia y activo promotor de la Reforma Gregoriana. Roberto le presentó su plan para una nueva fundación, dando como razón principal «la tibia y negligente» observancia de la Regla en Molesme, que él prometía seguir «en el futuro más estricto y perfectamente».

Hugo, visiblemente impresionado, bendijo el proyecto, animó a los peticionarios «a perseverar en su santo propósito» y, como este arreglo parecía servir a los intereses de ambas partes en el cenobio molesmense, autorizó a Roberto y a sus seguidores a dejar la abadía y retirarse «a otro lugar» donde pudieran «servir al Señor sin perturbaciones y en forma más provechosa».

Roberto, obispo de Langres, en cuya diócesis estaba ubicado Molesme, parece no haber tenido ninguna ingerencia en este hecho. Es fácil que no tuviera ningún interés en inmiscuirse en un asunto que potencialmente podía tener consecuencias embarazosas; ni que el abad Roberto considerara necesario su permiso. Los monjes de Molesme observaron con alivio los preparativos de los disidentes, y poco después de su partida eligieron como nuevo abad a un tal Godofredo, que fue investido a su debido tiempo por el Obispo de Langres.

A comienzo de 1098 se alistaron veintiún monjes para seguir a Roberto al lugar de un «nuevo monasterio», donado a tal propósito por Reinaldo, vizconde de Beaune, viejo benefactor y pariente del abad. Aunque era vasallo de Otón, duque de Borgoña, ofreció un terreno de su propiedad, que no estaba gravado por impuestos o servicios debidos a un tercero. Estaba ubicado a unos 20 Km. al sur de Dijon, en una zona boscosa muy tupida, que el autor del Exordium Cistercii, tomando una frase del Deuteronomio (XXXII, 10) calificaba como «un lugar de horror y completa soledad». Sin duda, el pequeño grupo de monjes-ermitaños había buscado un lugar como ése, pero en realidad, la finca, situada dentro de la diócesis de Chalon-sur-Saône, incluía algunas moradas rústicas y, probablemente, hasta una vieja capilla, donde los recién llegados rezaron sus primeros oficios.

El lugar ya tenía nombre: en latín Cistercium (en castellano Cister y en francés Cîteaux). Su etimología tiene distintas explicaciones; la más probable se refiere a su posición, estando «a este lado del tercer mojón» (cis tertium lapidem miliarium) del antiguo camino romano entre Langres y Chalon-sur-Saône. Por algunos años la nueva fundación no fue conocida por este nombre, sino simplemente como el Nuevo Monasterio (Novum monasterium). La fecha tradicional de la fundación, según consta en documentos posteriores, fue el 21 de marzo de 1098. Ese año, el Domingo de Ramos coincidía con la festividad de san Benito, y se lo eligió más por su significado simbólico que por hecho señalado alguno que hubiera tenido lugar en la dura vida diaria de los nuevos moradores, que ciertamente habían llegado allí con anterioridad.

Según el Exordium Cistercii, la erección canónica que transformó las construcciones primitivas en abadía, el juramento de obediencia del abad Roberto al obispo Gualtero de Chalon-sur-Saône, o los votos de estabilidad de los monjes respecto del Nuevo Monasterio, podrían haber sucedido en esa fecha, pero es más lógico suponer que actos legales tan trascendentales tuvieron lugar durante el verano de 1098.

Roberto y sus compañeros deseaban vivamente llevar una vida ascética en pobreza y perfecta soledad, proveyéndose de lo necesario con su propio trabajo, como los Apóstoles de Cristo. En esto no se vieron defraudados, porque la supervivencia en el bosque debió haber sido realmente dura.

Sin duda, pasaron los primeros meses talando árboles, construyendo algunos refugios temporales y plantando para la cosecha otoñal. Pero pronto, noticias provenientes de Molesme alteraron el ritmo de oraciones y trabajo manual.

Los monjes, que habían visto complacidos la partida de su inquieto abad reexaminaron su actitud crítica. Los nobles de la vecindad, cuyos familiares poblaban la abadía, estaban escandalizados por los hechos turbulentos acaecidos en la comunidad. Sospecharon graves abusos cometidos en la misma, y Molesme comenzó a experimentar las consecuencias de la opinión pública hostil.

Los que optaron por permanecer en la misma, decidieron que la forma más eficaz de salir del paso, era, como probaban experiencias anteriores, la vuelta de Roberto a Molesme. Dado que no había esperanzas de que éste volviera voluntariamente, mandaron una delegación a Roma para conseguir que el Papa Urbano II ordenara el regreso del abad a Molesme.

Probablemente, se cuestionó allí por primera vez la legalidad de la separación de Cister. El Papa no quiso decidir la cuestión contando con el testimonio de una parte sola y confió el espinoso problema a su Legado en Francia, Hugo de Lyon, sugiriéndole simplemente que «si era posible, sacara al abad de su soledad y se lo devolviera a su abadía».

El legado mostró igual reticencia en dar la palabra final por sí solo y llamó en consulta a varios obispos y a algunas otras personas honorables y estimadas. El sínodo tuvo lugar probablemente a fines de junio de 1099 en Port-d’Anselle, donde el Obispo de Langres tomó partido por los monjes de Molesme. No se discutía el retorno forzoso de todos los disidentes, sino solamente de Roberto.

Godofredo, su sucesor, ofreció la dimisión para facilitar el retorno, después de lo cual el Arzobispo Hugo declaró que el Abad Roberto debía volver efectivamente a Molesme. Al mismo tiempo, se permitía regresar a todos aquellos monjes del Nuevo Monasterio que prefirieran seguir a Roberto, asegurando que en el futuro no se intentaría atraer monjes de una comunidad a otra. Si Roberto, con su acostumbrada inconstancia, abandonara la comunidad, proseguía el documento, Godofredo debía sucederlo sin nueva elección. Al Nuevo Monasterio se le permitía conservar la «capilla» del Abad Roberto, esto es, el mobiliario de la iglesia y los textos litúrgicos, excepto el valioso breviario, que se les permitía conservar hasta la festividad de la Pasión de san Juan Bautista (29 de agosto). Así, podían copiarlo en ese lapso de tiempo.

Roberto aceptó el veredicto del legado sin resentimiento aparente y, seguido por los monjes que estaban más unidos a él que a Cîteaux, retornó a Molesme, donde reanudó sus tareas abaciales y gobernó hasta su muerte en 1111. Su veneración popular como santo fue reconocida oficialmente en 1220 con su canonización, y en 1222 el calendario cisterciense señalaba su fiesta el 29 de abril.

Sin embargo, el cambio repentino en el corazón de Roberto y su retorno voluntario a Molesme dejó perplejos a sus contemporáneos, de la misma forma que desconcierta a los historiadores modernos. Seguramente, era un hombre gastado a sus setenta años, y las penurias del primer año en Cister lo debían haber afligido mayormente que a sus compañeros, que eran más jóvenes.

Por otro lado, no debía haberse dado cuenta de que su defección podría hacer peligrar la supervivencia del Nuevo Monasterio, la fundación que había planeado personalmente con cuidado y devoción. El peligro se hizo más agudo por el número de monjes que siguieron su ejemplo, quizá la mayoría de los veintiún fundadores. Esta última opinión se apoya en la crónica de Guillermo de Malmesbury, quien, apenas veinticinco años después del hecho, afirmaba en su crónica (Gesta regum Anglorum), que después del retorno del éxodo quedaban solamente ocho monjes en Cîteaux. El mismo autor, apoyándose evidentemente en fuentes cistercienses, fue el primero en divulgar el rumor de que Roberto tuvo un entendimiento secreto con sus adictos en Molesme, y que los delegados enviados al Papa pidiendo su retorno, contaban con su consentimiento previo. Por consiguiente, acogió de buena gana la orden de las autoridades.

El resentimiento cisterciense hacia Roberto era todavía evidente hacia el año 1190, cuando Conrado, monje de Claraval y posteriormente abad de Eberbach, compuso su Exordium Magnum, en el cual reprendía a Roberto por su deserción inexcusable.

Las primeras listas de los abades de Cister ni siquiera mencionan su nombre. Sin embargo, esta actitud llegó a convertirse en motivo de situaciones tan embarazosas después de su canonización, que se hicieron enormes esfuerzos para volver a escribir o suprimir los pasajes incriminatorios. La restauración del texto original del Exordium magnum fue posible únicamente después de descubrirse, por casualidad, un manuscrito sin corregir en el año 1908.

Poco después de la partida del Abad Roberto y de sus adictos, muy probablemente en julio de 1099, la pequeña comunidad del Nuevo Monasterio eligió en su lugar a Alberico, quien había sido prior bajo Roberto y, probablemente, uno de los fundadores de Molesme. Debió haber sido un hombre de habilidad y carácter firme, porque se le atribuyen la consolidación, tanto material como espiritual, de Cister.

Después de la donación inicial del lugar para el nuevo establecimiento, no fue el vizconde de Beaune, sino Otón, duque de Borgoña y, luego de su muerte acaecida en Tierra Santa en 1101, su hermano Hugo, los que ayudaron materialmente a los monjes. Otón les aseguró el uso de los bosques circundantes y donó Meursault, la primera de las muchas viñas que Cister llegó a poseer posteriormente.

Cuando, debido a la escasez de agua, Alberico encontró inadecuado el sitio del primer emplazamiento y lo cambió casi un kilómetro más al norte, es muy probable que Hugo haya proveído el material necesario para la construcción de la primera iglesia de piedra de Cister, consagrada por el Obispo Gualtero de Chalon el 16 de noviembre de 1106 y dedicada a la Santísima Virgen María, inicio de una ininterrumpida tradición cisterciense.

Aún más significativa fue la bula de protección papal que Alberico obtuvo de Pascual II, tan pronto como éste sucedió a Urbano II. Ese documento era de vital importancia, dada la posición harto debilitada de Cîteaux y la amenaza de nuevas presiones de parte de Molesme y otras abadías poco amigas.

Para conseguir su propósito, Alberico solicitó cartas de recomendación a los nuevos legados papales, Cardenales Juan de Gubbio y Benito, quienes visitaron Cister de paso por Borgoña. El ex-legado Hugo de Die y el Obispo Gualtero de Chalon le otorgaron idéntico favor. Estos tres documentos, tal como están publicados en el Exordium parvum, no parecen ser los auténticos; pero la misión en Roma de los monjes delegados Juan e Ilbodo fue un éxito rotundo. La bula de Pascual II, fechada el 19 de octubre de 1100 y conocida en la historia cisterciense como el «Privilegio Romano», ordenó que los habitantes del Nuevo Monasterio «estén seguros y libres de toda perturbación… bajo la protección especial de la Sede Apostólica… excepto la obediencia canónica debida a la Iglesia de Chalon».

Aunque el documento no puede ser considerado como el comienzo de la «exención» cisterciense, confirma la decisión de Portd’Anselle y la existencia legal e independencia de la abadía. Aprobaba al menos implícitamente la disciplina particular que los monjes practicaban, y les garantizaba la libertad y seguridad necesarias para una expansión futura.

De la correspondencia entre Alberico y Lamberto, abad de Saint-Pierre de Pothières se deduce, que el resto del mandato de Alberico transcurrió en una atmósfera tranquila, de modesta prosperidad. Alberico le preguntó la aceptación y el significado correcto de ciertas palabras latinas para uso del scriptorium de Cister, y Lamberto le respondió con un elaborado ensayo erudito.

Una tradición inmemorial indica que, bajo el abadiato de Alberico, los monjes adoptaron el hábito blanco, o más bien crudo, bajo el escapulario negro, por lo que recibieron el nombre popular de monjes blancos. De acuerdo con el Exordium Parvum, Alberico escribió las primeras Instituta para el Nuevo Monasterio. Este reglamento, el muy debatido capítulo XV de la famosa narración, parece constituir, sin embargo, una simple conjetura del autor, miembro de la segunda generación cisterciense.

Después de la muerte de Alberico, ocurrida el 26 de enero de 1109, los monjes eligieron abad al prior Esteban Harding, un inglés, la primera persona en la historia de la Orden que puede ser reconocida como un genio creador, sin posibilidad alguna de equivocación. Heredó un simple monasterio que gozaba por entonces de cierto prestigio entre las innumerables abadías reformadas, y dejó tras de sí la primera Orden de la historia monástica, dotada de un programa claramente formulado, ensamblada en un sólido marco legal y en un estadio de expansión sin precedentes.

Esteban nació en el seno de una familia noble anglosajona hacia 1060, y pasó parte de su juventud en la abadía benedictina de Sherborne, en el Dorsetshire. La invasión normanda arruinó a su familia, y tuvo que huir primero a Escocia y luego a Francia. Probablemente, completó su educación en París y, con un amigo llamado Pedro, también refugiado de Inglaterra, emprendió una larga peregrinación a Roma, donde ambos comprendieron su vocación monástica. A su retorno les llamó la atención la nueva empresa emprendida en Molesme, quedaron impresionados y decidieron unirse a la comunidad.

Por ese entonces, alrededor de 1085, Esteban era un joven con un futuro prometedor. Las ricas tradiciones monásticas celtas y anglosajonas, reformadas por san Dunstan († 988), de acuerdo con los modelos lotaringio y cluniacense le influyeron poderosamente durante los primeros años de su adolescencia. Francia, por su parte, le ofreció la oportunidad de completar su formación y conocer los problemas contemporáneos de la reforma monástica y eclesiástica. Durante su viaje por Italia, debió sentirse profundamente influido por el espíritu de san Pedro Damiano; y los ejemplos de Camaldoli y Vallombrosa lo habían impresionado vivamente. En Molesme, tuvo la oportunidad de observar cómo un noble proyecto era víctima de la corrupción, y de constatar que ésta se originaba en una organización interna precaria y en la intervención externa. Al convertirse en abad de Cister, Esteban estaba preparado para hacer uso de sus conocimientos, de su experiencia y su habilidad como organizador para asegurar el éxito de dicho monasterio, que hasta entonces sólo había tratado de encontrar un lugar a salvo dentro del convulso mundo monástico.

Desde el comienzo de su administración, se nota una rápida expansión del patrimonio de Cister, gracias a su excelente relación con la nobleza de la vecindad. En un período de 5 o 6 años, los monjes establecieron sus primeras granjas, Gergueil, Bretigny y Gremigny, la mayoría en tierras donadas por la condesa Isabel de Vergy, que fue bienhechora insigne de Esteban y de sus monjes. Aimón de Marigny les concedió Gilly-les-Vougeot, posterior residencia veraniega de los abades. Alrededor de 1115, consiguieron los famosos viñedos, conocidos posteriormente como Clos-de-Vougeot, que fueron, quizá, los bienes raíces más valiosos de Borgoña. Recibieron varias donaciones como «limosnas libres». Cualquier derecho sobre diezmos que retuviera el donante, se le remitía en su totalidad o se le daba su equivalente en una donación anual, nominal, de las cosechas.

En el fondo, el abad Esteban reunía más condiciones de erudito que de economista. Su erudición lo capacitaba para emprender tareas que podrían poner a prueba el talento de los investigadores más modernos. Atento a las referencias que hay en la Regla sobre himnos atribuidos a san Ambrosio, intentó verificar que todos los himnos cantados por sus monjes, tanto en el texto, como en la melodía, fueran auténticamente «ambrosianos». Más aun, examinando las variantes en el texto de los códices del Antiguo Testamento a su disposición, resolvió restaurar la Vulgata original de san jerónimo. Para aclarar tales problemas, recurrió a las versiones en hebreo y arameo, que fueron consultadas por la ayuda de algunos eruditos rabinos judíos. Debido a la gran capacidad del scriptorium de Cîteaux, pudo conseguir trabajos cuidadosos, de gran precisión y, a la vez, de una belleza cautivadora. Las ilustraciones de la Biblia y de los Moralia in Job, realizadas ambas durante los tres primeros años de su administración, fueron las más notables de toda su época, dando pruebas de que, por ese entonces, el cenobio cisterciense contaba con algunos de los más grandes talentos artísticos de Francia.

Sin duda alguna, el surgir de Cister de la oscuridad hasta un lugar prominente, y la magnética personalidad de Esteban, atrajeron numerosos discípulos y hacia 1112 se planeó una nueva fundación, que se materializó en mayo de 1113, cuando partió un grupo de monjes hacia La Ferté, al sur de Cîteaux, pero todavía dentro de los límites de la diócesis de Chalon-sur-Saône. Luego se hizo inevitable una segunda casa, porque como especifica graciosamente el documento de la fundación, «era tal el número de hermanos en Cister, que ni las haciendas existentes eran suficientes para mantenerlos, ni el lugar en que vivían podía hospedarlos convenientemente».

Por supuesto, ese cuadro de expansión y prosperidad es muy diferente de aquel que el autor del Exordium Parvum trataba de legar a la posteridad. Hacia el final de su narración, justo antes de recordar la llegada del joven Bernardo y sus compañeros, el escritor se refiere a Esteban y sus monjes, como «suplicando, clamando con lágrimas en los ojos ante el Señor, arrancando día y noche profundos y prolongados suspiros, acercándose casi a las puertas de la desesperación, a causa de carecer casi por completo de sucesores». La fama posterior de san Bernardo cegó seguramente al autor de estas líneas, que hizo todo lo posible para mostrar que Cister no tenía posibilidades de sobrevivir sin su espectacular llegada en una situación poco menos que desesperada. Con la misma intención, se hicieron interpolaciones relacionadas con la fecha de llegada de Bernardo a Cîteaux, y tuvieron tal éxito que, hasta la publicación de los estudios de A. H. Bredero en 1961, muchos estudiosos modernos creyeron que Bernardo fue admitido en abril de 1112, mientras los primeros manuscritos de la Vita prima indican claramente que ese acontecimiento tuvo lugar en 1113. Ese piadoso fraude tenía la intención de demostrar que la fundación de La Ferté había sido posible sólo gracias a la llegada de Bernardo. Es concebible que se haya acelerado dicha fundación, anticipándose a la llegada de los nuevos candidatos. Pero es incontrovertible, que las fundaciones posteriores fueron hechas realmente bajo el impacto del movimiento masivo de Cister y Claraval (Clairvaux en francés) iniciado por Bernardo.

A La Ferté, siguió en 1114 Pontigny, en la diócesis de Auxerre; Claraval fue establecida en 1115 por Bernardo, que a la sazón contaba veinticinco años, y en el mismo año vio la luz Morimond, en la diócesis de Langres. Después de una pausa de tres años, siguieron en rápida sucesión Preuilly en 1118 y luego La Cour-Dieu, Bouras, Cadouin y Fontenay, todas en 1119. En este mismo año, el abad Esteban juzgó aconsejable dirigirse al Papa Calixto II, recientemente electo, y pedirle una nueva bula en beneficio de Cister y sus filiaciones. El Papa, que anteriormente había sido arzobispo de Vienne, conocía bien Cîteaux, más aún, había apoyado activamente la fundación de Bonneval haciendo frente a la oposición benedictina. En el nuevo documento, fechado el 23 de diciembre de 1119, felicitaba a Esteban y a sus monjes y «ponía el sello de confirmación a la obra de Dios que ellos habían iniciado». El texto se refiere específicamente a ciertas capitula y constituciones aprobados después de las debidas «deliberaciones y consentimiento de los abades y comunidades de nuestros monasterios», encaminados todos a la observancia de la Regla de san Benito. «Nosotros, por consiguiente – concluye el Papa –, alegrándonos en el Señor por vuestro progreso confirmamos por la autoridad apostólica esos capitula y constituciones, y decretamos que los mismos tienen validez para siempre.»

Esta segunda bula en la historia de Cister es otro mojón en el camino, desde los difíciles comienzos hasta el éxito resonante. Hacia el 1119, la existencia de un número de casas afiliadas hacía necesario la adopción de ciertas medidas para salvaguardar la cohesión de la nueva Orden, incluyendo la promulgación de leyes y reglamentos para ser observadas por todas las comunidades. Se alcanzó la meta después de repetidas consultas entre los abades y los monjes, y tomaron la forma de una constitución y una serie de reglamentos, que fueron presentados posteriormente al Papa y aprobadas por el mismo. Si la bula hubiera conservado intactos los textos presentados a la consideración del Pontífice, sería mucho más fácil para los historiadores especializados la reconstrucción de la imagen del Cister primitivo. No sólo es debatible el contenido de los primeros reglamentos cistercienses y su constitución, sino las distintas etapas de su desarrollo continúan dejando perplejos a los estudiosos dedicados a investigar los manuscritos disponibles.

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Cartas de San Bernardo

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Reformas monásticas del siglo XI

 

El año mil puede ser considerado con toda justicia como un punto clave para la historia de la Europa cristiana, por razones de mayor importancia que el simple hecho de poner fin a diez centurias.

El llamado Renacimiento Carolingio había fracasado como primer intento para establecer la paz, la prosperidad y el orden sobre las Runas del Imperio Romano. El orgulloso imperio de Carlomagno se derrumbó a causa de la enemistad entre sus nietos, y las llamas vacilantes de la piedad y la erudición monásticas fueron extinguidas por una nueva oleada de invasiones bárbaras. Los vikingos atacaron por el norte, los sarracenos por el sur, los húngaros por el este, y al final del siglo IX el problema ya no era la preservación de la civilización cristiana, sino la supervivencia del mismo cristianismo.

Nuevamente los bárbaros cabalgaban o navegaban a voluntad a través del continente: Roma y París llegaron a ser tan inseguras como Burdeos, Marsella o Nápoles. Ruinas humeantes de otrora importantes abadías, marcaban pequeños puntos sobre la campiña devastada, mientras que el papado se hundía basta llegar al nivel de una institución degradada, de significación estrictamente local.

Sin embargo, bacía la mitad del siglo X comenzaron a multiplicarse los signos de esperanza. Cedió la furia de las invasiones bárbaras cuando los vikingos y los húngaros se afincaron en sus tierras recién conquistadas, abrazaron el cristianismo y se convirtieron en elementos constructivos con un lento proceso de recuperación. El sajón Oton I impuso cierto orden en las tierras de los germanos, renovó el Imperio y rescató al papado de las garras de poderosas familias romanas, perpetuamente enemistadas entre sí, mientras que la expansión rápida de Cluny restauraba en Europa occidental la confianza y el respeto por el monacato.

Hacia el final de la centuria se había logrado un cierto grado, elemental, de orden y seguridad frente a la invasión. Este logro, por modesto que parezca, sirvió de base para la espectacular explosión de energía creadora que dio origen a la nueva civilización del alto Medioevo. En el siglo XI, las instituciones del feudalismo alcanzaron su pleno desarrollo. La misma era fue testigo de la aparición de ciudades medievales y de una reactivación notable del comercio y la industria. Las nuevas escuelas catedralicias y municipales eclipsaron a los primitivos centros monásticos de enseñanza y prepararon el camino para las universidades. Los laicos aprovecharon ventajosamente las nuevas oportunidades, y burócratas prepararos oficialmente comenzaron a reemplazar a obispos y abades en las posiciones administrativas del gobierno. Los artistas, estudiosos y poetas ya no fueron en adelante humildes admiradores e imitadores de la antigüedad clásica.

La arquitectura románica exhibía una asombrosa originalidad en los detalles de ingeniería y decoración. San Anselmo, Arzobispo de Canterbury, puede ser considerado con justicia el padre de la Escolástica, y su contemporáneo, el Duque Guillermo IX de Aquitania, un pionero de la poesía cortesana o trovadoresca. En Lombardía se reanudó el estudio del Derecho Romano, que a su vez inspiró al Derecho Canónico. Pero no hay una ilustración mas dramática, ni prueba mas concluyente, del vigor enorme y de la auto confianza de esta Europa, que el afortunado contraataque contra los infieles: la heroica Reconquista de España y la Primera Cruzada, que llevó a los caballeros franceses a miles de kilómetros de distancia para recuperar Jerusalén.

Con todo, la razón por la cual los historiadores modernos consideran indudablemente el siglo XI una era de revolución, comparable por su impacto, con la Reforma o la Revolución Francesa, es el cambio repentino, conocido comúnmente como reforma Gregoriana, que tuvo lugar en el campo de las relaciones Iglesia estado. En realidad, «reforma» no es el término mas apropiado. Fue una violenta exigencia en pro de un cambio drástico, y no un simple esfuerzo para eliminar abusos y volver a un cierto modelo primitivo de vida eclesial. En realidad, se entabló una lucha ideológica tendente a adaptar antiguas tradiciones y establecer un nuevo orden en el mundo mas acorde con las circunstancias que habían cambiado.

Después del breve experimento carolingio, se había logrado un equilibrio aparentemente duradero en las relaciones Iglesia-Estado en los Imperios Otonianos y la primera época del Salico. Balance caracterizado por una interpretación de ecclesia y mundus.

El emperador no era simplemente un gobernante secular, sino rex et sacerdos, con la doble obligación de proteger y propagar la Iglesia, con amplia autoridad sobre funciones y nombramientos eclesiásticos. En forma similar, la jerarquía estaba completamente integrada en la naciente sociedad feudal y unía a la administración de los sacramentos, una variedad de tareas gubernamentales, judiciales y aun militares.

Las autoridades papal e imperial se superponían en extensas áreas, y la tutoría moderada del emperador sobre el papado no solamente era aceptada, sino también frecuentemente esperada.

Este estado de cosas se hizo mas visible que nunca bajo Enrique III (1039-1056), un asceta piadoso y austero, un monje bajo apariencias mundanas. En el Sínodo de Sutri (1046), Enrique puso fin a un cisma escandaloso. Destituyó a tres competidores para el trono papal (Benedicto IX, Silvestre III y Gregorio VI) y manejó los hilos para las elecciones sucesivas de tres papas, el tercero su propio tío, León IX (1049-1054), primer reformador «gregoriano».

Subitamente, en 1059, se produjo un cambio brusco de actitud, con el famoso decreto de elección papal y con la publicación del no menos sensacional Tres libros contra los simoníacos, del Cardenal Humberto de Silva Candida. Bajo la consigna de «libertad para la Iglesia», comenzó la lucha contra la influencia secular en la administración eclesiástica y la interferencia clerical en los asuntos seculares. La primera puede ser simplificada convenientemente como el «Conflicto de Investiduras», la segunda como diversas medidas contra la compraventa de cargos eclesiásticos (simonía) y el matrimonio clerical (nicolaísmo).

Ambos aspectos de la lucha alcanzaron su punto mas dramático bajo el pontificado de Gregorio VII (1073-1085), cuyo objetivo incluía evidentemente la reorganización total de la sociedad cristiana, apuntando hacia una separación institucional de Iglesia y Estado. Esto implicaba el propósito de despojar al emperador de sus poderes cuasi sacerdotales, formar un clero moralmente purificado, rigurosamente apartado de los conflictos mundanos, asegurar al Papa jurisdicción externa y efectiva sobre toda la Iglesia, y garantizarle un papel decisivo en caso de conflictos seculares y eclesiásticos.

Este programa revolucionario no pudo ser puesto en practica en su totalidad, ni por Gregorio, ni por sus sucesores, pero durante cincuenta alíos de debate constante, cada faceta de la vida cristiana, incluyendo el monacato, fue reexaminada críticamente. La renovación monástica del siglo XI sólo puede ser comprendida correctamente, por tanto, como parte integrante de la Reforma Gregoriana. La renovación se hizo inevitable, no desde luego por razón del declinar moral o la relajación de la disciplina, sino porque los monjas se vieron forzados a encontrar un nuevo lugar en una sociedad cambiante.

Los sucesos se parecían a la magia óptica de los antiguos calidoscopios. Cuando el observador mueve el tubo, todas las partículas están obligadas a moverse, adoptando a cada instante un urodelo distinto de colores, y un perfecto equilibrio y armonía. Siguen un camino erróneo los que tratan de justificar cualquier reforma monástica significativa acumulando abusos y delitos.

Por desgracia, las flaquezas humanas han sido siempre evidentes, aun en los monasterios mas perfectos. Mas el siglo XI no mostró ningún signo visible de «decadencia» monástico. Por el contrario, durante el abadiato de Hugo el Grande (1049-1109), alcanzó su apogeo el imperio de Cluny, con sus innumerables filiaciones, directas e indirectas. La ola de críticas dirigida contra el monacato benedictino en el siglo XI, puede ser explicada en gran parte por el hecho de que Cluny y sus filiaciones fueron lentas en darse cuenta de los cambios ocurridos a su alrededor y mas lentas aún en adaptarse a las nuevas condiciones.

En realidad, contrariamente a la opinión expresada con insistencia, la espiritualidad cluniacense no tuvo un papel directo en la génesis de la Reforma Gregoriana. El Abad Hugo no fue un defensor entusiasta de las ideas extremas de Gregorio, y en lugar de apoyarlas, trató de mediar entre el papa y Enrique IV. El influjo de este gran abad en el resultado de la famosa confrontación de Canosa ha sido atentamente estudiado.

La critica de las formas tradicionales de monaquismo proviene de diversas fuentes, pero con mayor frecuencia de los propios monjes.

El mejor conocido, y seguramente el mas influyente, de los críticos fue san Pedro Damiano, quien a despecho de su encumbrada posición en la Curia, se refería a sí mismo corno a un «monje pecador» (peccator monachus). Acusaba a muchos abades de su época de ostentación mundana: pasaban mas tiempo en las cortes reales que en sus monasterios, estaban mas versados en política que en materias pertinentes a su condición abacial; estaban constantemente envueltos en litigios sobre propiedades y rentas. No sentía admiración por los grandes constructores que embellecían sus iglesias y agrandaban sus abadías, ni podía resistir a la tentación de relatar una misión del famoso Abad Ricardo de Saint-Vanne en el infierno, condenado a levantar andamios a perpetuidad en castigo a su gusto extravagante por la arquitectura refinada. El Cardenal Pedro no apreciaba el esplendor litúrgico y criticaba «el sonido innecesario de las campanas, el canto prolongado de los himnos y el uso conspicuo de adornos». En su visita memorable a Cluny, en 1063, observó que los distintos oficios litúrgicos eran tan prolongados que, en la rutina diaria, había apenas media hora para que los monjes conversaran entre sí. Deploraba al mismo tiempo la falta de penitencia y mortificación, particularmente en comida y bebida.

Otras críticas del monacato, cuyo número podría multiplicarse a voluntad, fueron lanzadas contra los laicos y los niños que por varias razones vivían entre los monjes y otros forasteros; contra monasterios construidos tan cerca de las ciudades que hacían peligrar su soledad, contra los viajes innecesarios y la vagancia de los monjes…

Señalaban que el status clerical de muchos monjes servia simplemente corno un pretexto para el abandono del trabajo manual, y que asumir tareas pastorales conducía a una competencia inoportuna con el clero secular. De hecho – proseguían los críticos – muchos abades usurpaban la autoridad episcopal y ávidamente adquirían iglesias y variedad de beneficios distintos, cuya posesión era impropia de monjes.

El descontento del clero secular con la conducta monástica se hizo evidente en numerosos sínodos provinciales que tuvieron lugar en Francia a través de todo el siglo XI. En 1031, el Sínodo de Bourges destacó las virtudes de obediencia y estabilidad y amenazó con la excomunión a los monjes vagabundos. El Concilio de Tolosa, en 1056, atacó a los abades que desatendían sus deberes y enfatizó sobre la virtud de la pobreza, bastante olvidada. En 1059, como resultado de una reunión similar efectuada en Roma, se increpó a los monjes por su vanidad de tratar de conquistar altas posiciones y dignidades elevadas. En los sínodos subsiguientes de Tolosa (1068) y Rouen (1074), se prescribía a los monjes adherirse a la observancia de la Regla de san Benito sin mitigar sus indicaciones relativas al silencio, vigilias, ayuno y vestimenta.

Parece que, a los ojos de muchos contemporáneos, la raíz de tales abusos radicaba en el descuido por parte del monje de su papel y lugar religiosos ocupados dentro de la Iglesia. Esta convicción esta expresada en los escritos de Guillermo de Volpiano († 1031), el reformador de Saint-Bénigne en Dijon, quien deploraba que no hubiera distinción entre la conducta del clero y la del pueblo y entre los sacerdotes y los monjes. Su sobrino, Juan de Fécamp, trató el tema en forma todavía mas tajante, cuando siguiendo a Gregorio el Grande, insistía en que debía existir una línea claramente divisoria entre los laicos y el clero, y un lugar distinto también para los monjes, cuya vida debía transcurrir en penitencia y soledad.

A despecho de sus incongruencias, debe reconocérsele a los monjes de la época el valor de realizar visibles esfuerzos, por auto reformarse, siguiendo las pautas sugeridas por sus críticos. Con gran fervor se multiplicaron las nuevas fundaciones desde Calabria hasta Bretaña, mientras prácticamente todas las abadas antiguas de cierta reputación emprendían la ardua tarea de enmendar sus costumbres.

Las tres ideas básicas que parecen haber guiado la renovación monástica del siglo XI fueron: pobreza, eremitismo y vida apostólica. Estos tres conceptos se superponían y en cierta forma se integraban en la regla de san Benito; por consiguiente, su reaparición dio por resultado las viejas formas monacales.

Lo que las nuevas fundaciones tenían de original era, en gran parte, la forma peculiar con que estaban combinados estos tres elementos básicos.

La riqueza y el lujo eran los blancos principales de los críticos contemporáneos, mientras los reformadores recomendaban con ahínco la pobreza, como primer paso hacia una renovación profunda. Un nuevo énfasis respecto de la pobreza surgía como reacción espontánea a la prosperidad. Este problema se sintió tan agudamente en el siglo XI, que los reformadores, en su búsqueda de soluciones, pasaron por alto la Regla de san Benito, y llegaron hasta la pobreza de Cristo en la Cruz y a la de los Apóstoles y sus discípulos. Aparentemente, el movimiento comenzó en Italia y se difundió rápidamente por toda Europa al alborear el siglo. A las herejías dualistas que resurgían, desdeñando las cosas materiales y condenando bienes y posesiones, se sumaba el impacto causado por predicadores de la pobreza, medio desnudos y fantasmagóricos, que erraban en las monas rurales en número cada vez mayor.

No sólo los sacerdotes y monjes, sino también los laicos quedaron fascinados con la idea de la pobreza absoluta, como indica claramente el muy estudiado ejemplo de los Patarini, en el norte de Italia.

Desde este punto de vista, no pueden considerarse como extremas las enseñanzas de san Pedro Damiano, estrictas como eran. Reemplazaba la moderación benedictina (sufficientia) con la severidad (extremitas) y la miseria (penuria), estimulaba a sus discípulos a ir descalzos, dormir en lechos duros y satisfacer solamente sus necesidades mínimas en el vestir, comer y beber. Considerando que Dios debe ser la única propiedad del monje, el manejo de dinero era algo abiertamente pecaminoso y una violación del contrato hecho por el monje cuando firmaba su profesión. Damiano exhortaba a sus discípulos: «Volvamos, amados, a la inocencia de la Iglesia primitiva para aprender a renunciar a las posesiones y disfrutar de la simplicidad de una pobreza real».

Ninguna comunidad religiosa pudo escapar al impacto producido por esta tendencia. Los «pobres de Cristo» (pauperes Christi), llegaron a ser referencia acostumbrada de monjes y clérigos regulares, y fue una frase repetida con frecuencia en las cartas de Gregorio VII.

Nada puede atestiguar mejor sobre el poder avasallador de este ideal que el singular intento de Pascual II (previamente monje en Vallombrosa) por lograr una solución al Conflicto de las Investiduras. En 1111 propuso, ante el asombro de Europa, que a cambio de la eliminación completa de cualquier tipo de interferencia secular en cuestiones eclesiásticas, la jerarquía nombrada por el emperador debía renunciar a las posesiones que les habían sido concedidas por la corona.

El restablecimiento de la vida eremítica, corno aspiración y fenómeno histórico a la vez, estaba íntimamente vinculado al nuevo concepto de la pobreza. El ermitaño no sólo se apartaba de la sociedad, sino que vivía en renunciamiento y total pobreza, tanto interna corno externa.

San Jerónimo señalaba que «el desierto ama a los desprendidos» (nudos amat eremus). Los orígenes del movimiento se remontan a los desiertos de Egipto y Siria en los primeros siglos del cristianismo. Sobrevivió corno forma de vida religiosa especialmente en oriente, a pesar de la creciente popularidad de la vida cenobítica. Ademàs, parece que la continuidad de la vida eremítica no sufrió interrupciones hasta el siglo XI, aun en Occidente.

Lo que resulta novedoso en esa época es su enorme popularidad, su rápida difusión geográfica y su penetración en todos los estratos de la sociedad existente. Para explicar hechos obvios se han propuesto varias conexiones entre el movimiento y los problemas socio-económicos del siglo XI. Pero la conexión entre ambos sigue siendo muy ambigua, porque tales condiciones diferían enormemente de un lugar a otro, mientras que la atracción bacía el eremitismo parece haber sido universal.

Dado que el resurgimiento de la vida eremítica se hizo visible primero en Italia, se pensó frecuentemente que el movimiento fue inspirado por anacoretas orientales, que se instalaron en la península cuando el avance del Islam los forzó a abandonar su suelo natal. Nunca se habían roto por completo los contactos religiosos entre Italia, y el Imperio Bizantino, y unos pocos ermitaños no podrían haber importado una novedad de tales consecuencias. Si bien fue significativa la influencia local de ciertos anacoretas bizantinos, corno san Nilo de Calabria, tales hechos aislados no pueden explicar satisfactoriamente la difusión de este tipo de vida al norte de los Alpes. Probablemente sea mas acertado suponer que la vida eremitica, así corno la nueva y estricta interpretación de la pobreza, surgió tomo reacción al tipo de vida monástica que prevalecía por entonces; una protesta espontánea contra la rutina diaria, confortable y apacible, de los monjes de las grandes abadías, que ya no constituían desafío suficiente para almas anhelantes de la vida heroica de los Padres del Desierto.

Esta actitud significa, sin lugar a dudas, que a los ojos de la nueva generación de reformadores, la vida eremítica aparecía como superior a la vivida bajo la Regla de san Benito. Consecuentemente, se concebía al monasterio como un mero lugar de preparación para los futuros ermitaños.

Pedro Damiano lo puntualiza de la siguiente forma: «Así tomo el sacerdocio es la meta de la educación clerical, lograr la habilidad en las artes es el propósito por el que concurren a clase los dramáticos, y un alegato brillante es la culminación de las horas monótonas del estudio de las leyes, así la vida monástica, con todas sus observancias, no es sino una preparación para una meta aún mas alta: la soledad de la ermita». Afirmaba que el monasterio era adecuado para el enfermo y el débil, pero que aquellos que eligieran quedarse allí para siempre, únicamente podrían ser tolerados.

El perdurable influjo de cada ermitaño, mientras éste permaneció verdaderamente en soledad y aislamiento, plantea un problema especial. Es obvio que esa gente, no importa cuan profunda o rica haya sido su espiritualidad, moriría sin dejar huella. Por otro lado, la presencia de discípulos facilitaría la transmisión de valores espirituales, pero destruiría la soledad y haría caer al ermitaño en algún tipo de organización, que era justamente lo que ellos trataban de evitar. Los individuos son efímeros. Únicamente las instituciones tienen existencia duradera. La mayoría de los grandes ermitaños del siglo XI resolvieron el dilema haciendo concesiones, y terminaron como fundadores de comunidades religiosas, cuya soledad estaba amalgamada con elementos cenobíticos.

Camaldoli, Fonte Avellana, Vallombrosa, Fontevrault, Savigny, Grandmont, la Grande Chartreuse y Obazine son simplemente las mas conocidas de una serie de fundaciones eremíticas similares, donde un marco institucional garantizaba la supervivencia de una especial espiritualidad, mucho después de la desaparición de los anacoretas fundadores, y de la pérdida de popularidad del movimiento.

El tercer incentivo para la renovación monástica fue el afán por imitar la vida de los apóstoles, o mas especialmente la vida de la comunidad apostólica de Jerusalén, en pobreza, sencillez y caridad mutua.

Debe tenerse en cuenta, sin embargo, que en el siglo XI la palabra «apostólico» no tenía corno significado predicar el Evangelio o desempeñar otras tareas de «cura de almas» (cura animarum); se podía muy bien seguir a los apóstoles dentro del programa de los contemplativos, y aun de los ermitaños. Al mismo tiempo, la atracción por la «vida apostólica» se extendía mucho mas allá de los círculos monásticos. Inspiró a canónigos regulares, a predicadores ambulantes, a movimientos laicos de pobreza y muchos aspectos de la Reforma Gregoriana. Nada demuestra con mayor elocuencia la fuerza potencial del movimiento Como la dificultad que experimentaron las autoridades eclesiásticas al tratar de contener el creciente número de predicadores errantes, dentro de los límites de la moderación y la ortodoxia. Hasta una personalidad tan renombrada corno Roberto de Arbrissel, el fundador de Fontevrault, fue severamente amonestado por el Obispo de Rennes a causa de su apariencia grotesca y su comportamiento extravagante.

La influencia de la Iglesia primitiva sobre el monaquismo es tan antigua corno el monaquismo mismo. La novedad era la urgente y extendida exigencia de reformar las comunidades religiosas a la luz del Nuevo Testamento. Pedro Damiano obligaba a sus seguidores «a volver a la inocencia de la Iglesia primitiva». En el Concilio de Roma, en 1059, Hildebrando usó virtualmente las mismas palabras al exigir la restauración de la vida comunitaria de la primera centuria.

De acuerdo con Esteban de Muret, un importante «pobre de Cristo» de la generación siguiente, las reglas escritas por el hombre tienen importancia secundaria; por tanto, «si alguien te pregunta a qué orden religiosa perteneces, dile que a la orden del Evangelio, que es la base de todas las reglas».

Un tratado de comienzos del siglo xii, «Acerca de la verdadera vida apostólica» (De vita vere apostólica), atribuido a Ruperto, abad de Deutz, llegaba aún mas lejos: «Si quieres consultar los pasajes mas importantes de las Escrituras, encontraras que todos ellos parecen decir muy claramente que la Iglesia se originó en la vida monástica». De hecho, la Regla de san Benito fue la adaptación de la regla apostólica (regula apostólica). Por consiguiente, continuaba, los apóstoles habían sido monjes, y en consecuencia, los monjes son los auténticos sucesores de los apóstoles.

Las consecuencias de tales interpretaciones fueron indudablemente claras. Los monjes debían liberarse de los lazos de la sociedad feudal, abandonar sus espléndidos dominios, su ceremonial complícalo, la comodidad y el confort del cual gozaban, fruto del trabajo de sus antecesores. Para ser dignos de su herencia apostólica, debían volver sus espaldas al mundo y buscar una vida renovada en la sencillez, pobreza, trabajo manual y caridad.

Además de los tres motivos de renovación monástica que acabamos de describir, muchos autores se refieren a otro movimiento con ellos relacionado: «El retorno a las fuentes» del monaquismo cristiano. Aunque es innegable que todos los reformadores trataron de justificar sus exigencias con referencias bíblicas, a los Padres del Desierto o a la Regla de san Benito, sigue siendo dudoso que tales manifestaciones tuvieran la fuerza representativa de un «movimiento» característico del siglo XI. Reformadores de todos

Los tiempos y de diversos tipos han empleado la misma táctica para vindicar sus novedosos enfoques. Pero es muy raro que los cambios, innovaciones, rupturas con el pasado, hayan generado entusiasmo universal entre los monjes. Aquellos que propusieron tales movimientos se sintieron obligados a disfrazar sus intenciones Como intentos de volver a las tradiciones antiguas y santificadas.

Al mismo tiempo, los cambios radicales en la composición de la sociedad necesitaban de reformas institucionales. El comienzo de los cambios institucionales pertinentes manifestaba un sano instinto de supervivencia. En tales circunstancias, una organización tradicionel no puede asegurar su readaptación efectiva simplemente volviendo atrás, hacia observancias y procedimientos que se reconocen como antiguos. El problema puede solucionarse mediante acomodaciones fieles de las tradiciones genuinas, pero es muy dudosa la medida en que los reformadores monásticos del siglo XI eran conscientes de la naturaleza de su tarea o la sinceridad con que eran adictos al pasado. Ya se ve que estaban en una posición difícil para interpretar auténticamente sus fuentes, por la simple razón de que permanecían ignorantes de las diferencias fundamentales que separaban la mentalidad de las postrimerías del imperio romano de la del mundo que les tocaba vivir.

Los reformadores siguieron su instinto para echar mano del os medios a su alcance. Esta asombrosa libertad puede observarse en la variedad de interpretaciones contradictorias de que fue objeto la Regla de san Benito. Su texto, en forma virtualmente idéntica, estaba al alcance de todos los monjes, desde san Benito de Aniano a Roberto de Molesme. Nadie se atrevió a rechazar su autoridad. Unos pocos, corno Esteban de Muret, prácticamente la ignoraron; otros, corno san Bruno, tomaron de ella solamente ciertos pasajes. La mayoría de los reformadores, aunque profesaban devoción incondicional a la Regla, no tuvieron escrúpulos en interpretarla de acuerdo con las necesidades del momento.

Esto hizo posible una amplia gama de fundaciones: las abadías basilicales en Roma, las «abadías misioneras» o «abadías culturales», de los anglosajones, las «abadías de oración» y «abadías de peregrinación» carolingias, las de culto cluniacenses y las abadías de soledad del siglo XI.

Probablemente, Pedro Damiano fue el heraldo mas claro de las abadías de soledad. Al mismo tiempo que rendía homenaje a la Regla de san Benito, se ingeniaba para leerla a través de su propia idea de la mortificación. No encontraba ninguna incompatibilidad entre los conceptos monásticos de san Benito y los de sus antecedentes en el desierto, por lo cual instaba a sus seguidores a vivir de acuerdo con la Regla o con las instituciones y conferencias de los Padres.

Juzgando a san Benito manifiestamente moderado, alegaba que la Regla había sido escrita para guiar almas inherentes, pero el Santo no tenia intención de suplantar leyes penitenciales aplicadas a los pecadores, y por consiguiente la Regla no eximía de los preceptos de los Padres, que habían vivido anteriormente. Sin embargo, él mismo anuló gustosamente en la practica 72 capítulos de la Regla para poder vivir de acuerdo sólo con el setenta y tres en toda su extensión, el cual se refería justamente al ejemplo de los Padres del Desierto.

Es muy posible que los reformadores de la generación posterior hayan tomado conciencia de las contradicciones inherentes a tales enfoques, y reaccionaron adhiriéndose en forma muy sincera a la Regla. No sólo Vallombrosa fue fundada en base a la autoridad de san Benito, sino que Juan Gualberto «comenzó a estudiar su significado con mucha aplicación e intentó observarla en todo su vigor», mientras aconsejaba a sus discípulos seguirla «en todo». Bernardo de Tiron y Vitalis de Mortain (en Savigny) adoptaron actitudes similares, mientras que el fervor por una observancia mas recta de la Regla fue la razón esencial para la fundación de Cister.

El común denominador de todos los esfuerzos reformadores del siglo XI, fue el deseo de establecer una vida heroica de mortificaciones, vivida fuera de toda complicación mundana. En esto, los fundadores de las nuevos instituciones monásticas tuvieron realmente éxito. Pero paralelamente los reformadores trajeron consigo el germen de una época de relativa decadencia. Pedro Damiano y sus herederos establecieron una vida de ascetismo heroico y sus abadías lograron un. grado de perfección monástica al que nunca se había llegado antes, pero ese nivel no pudo ser mantenido indefinidamente. Al insistir en la observancia meticulosa de ciertos pasajes de la Regla, pasaban por alto el espíritu de moderación que la gobernaba. San Benito adaptaba su legislación a las distintas facetas de la fragilidad humana, mas no así los nuevos reformadores. Rehusaban reconocer la verdad respecto de las instituciones destinadas a perdurar, que debían tener en cuenta las limitaciones del hombre común y no las ambiciones de unos pocos: santos y héroes. Una vez mas, la sabiduría del Santo legislador, probaba ser mas perdurable que el fuego de los entusiastas espirituales. Así, la mayoría de las fundaciones eremíticas o semieremíticas se desintegraron, fueron absorbidas por las reformas sucesivas o cayeron en el olvido. De esta nueva generación de monjes, los cistercienses quedaron a la vanguardia de la historia religiosa para los siglos venideros.

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Nació en el año 1090, en Fontaine, cerca de Dijon, Francia y murió en Claraval el 21 de agosto de 1153. Sus padres fueron Tescelin, señor de Fontaine y Aleth de Montbard, pertenecientes ambos a la alta nobleza de Borgoña. Bernardo, tercero de una familia de siete hijos, seis de los cuales eran varones, fue educado con un cuidado especial porque aún antes de nacer un hombre devoto le había vaticinado un gran destino. Cuando tenía nueve años, Bernardo fue enviado a una famosa escuela en Chatillon-sur-Seine que seguía la antigua regla de San Vorles. Tenía gran inclinación a la literatura y se dedicó algún tiempo a la poesía. Ganó la admiración de sus maestros con su éxito en los estudios y no menos destacable fue su crecimiento en la virtud. El gran deseo de Bernardo era progresar en literatura, con vistas a abordar el estudio de la Sagrada Escritura para hacerla su propia lengua, como así fue. «Todo en él era piedad,» dice Bossuet. Tenía una devoción especial a la Santísima Virgen y nadie ha hablado de manera más sublime de la Reina de los Cielos. Bernardo tenía apenas diecinueve años cuando murió su madre. Durante su juventud no le faltaron tentaciones, pero su virtud triunfó sobre ellas, muchas veces de forma heroica, y desde entonces pensó en retirarse del mundo y llevar una vida de soledad y oración.

San Roberto, Abad de Molesmes, había fundado en el año 1098 el monasterio de Cîteaux, a unas cuatro leguas de Dijon, con el propósito de restaurar la regla de San Benito en todo su rigor. A su regreso a Molesmes dejó el gobierno de la nueva abadía a San Alberico, que murió en el año 1109. San Esteban Harding le sucedió (1113) como tercer Abad de Cîteaux, cuando Bernardo, joven de la nobleza de Borgoña, pidió la admisión en la Orden a la edad de treinta años. Tres años después San Esteban envió al joven Bernardo, el tercero en dejar Cîteaux, al frente de un grupo de monjes para fundar una nueva comunidad en el Valle de Absinthe, o Valle de la Amargura, en la Diócesis de Langres. Bernardo lo llamó Claire Vallée, de Clairvaux (Claraval), el 25 de Junio del año 1115, y los nombres de Bernardo y Claraval son inseparables desde entonces. Durante la ausencia del Obispo de Langres, Bernardo fue investido como Abad por Guillermo de Champeaux, Obispo de Châlons-sur-Marne, que vio en él al hombre predestinado, siervo de Dios. Desde ese momento, nació una fuerte amistad entre el Abad y el obispo, que fue profesor de teología en Notre Dame de París y fundador del convento de San Víctor.

Los comienzos de Claraval fueron confusos y penosos. El régimen era tan austero que afectó a la salud de Bernardo y solamente la autoridad de Guillermo de Champeaux, y la del Capitulo General, pudieron hacer que mitigase sus austeridades. Sin embargo, el monasterio progresó rápidamente. Acudieron gran número de discípulos deseosos de ponerse bajo la dirección de Bernardo. Su padre, el anciano Tescelin, y todos sus hermanos entraron en Claraval como religiosos, quedando en el mundo solamente Humbeline, su hermana, que ingresó pronto en el convento benedictino de Jully, con el consentimiento de su marido. Claraval se quedó pronto pequeño para los religiosos que acudieron, siendo necesario enviar grupos a fundar nuevas comunidades. En el año 1118 se fundó el Monasterio de las Tres Fuentes en la Diócesis de Châlons; en 1119 el de Fontenay en la Diócesis de Auton (ahora Dijon) y en 1121 el de Foigny, cerca de Vervins, en la Diócesis de Laon (ahora Soissons). A pesar de esta prosperidad, el Abad de Claraval tuvo sus pruebas. Durante una ausencia de Claraval, el Gran Prior de Cluny, Bernardo de Uxells, envió al Príncipe de los Priores, en expresión de Bernardo, a Claraval para atraerse al primo del Abad, Roberto de Châtillon. Esto fue ocasión de la más larga y sentida carta de Bernardo.

En el año 1119 Bernardo asistió al primer Capitulo General de la Orden, convocado por Esteban de Cîteaux. Aunque aún no tenía treinta años, Bernardo fue escuchado con la mayor atención y respeto, especialmente cuando expuso sus pensamientos acerca de la revitalización del espíritu primitivo de orden y fervor en todas las órdenes monásticas. Este Capitulo General fue el que dio forma definitiva a las constituciones y regulaciones de la Orden en la «Cédula de la Caridad», confirmada por el Papa Calixto II el 23 de Diciembre de 1119. En 1120 Bernardo compuso su primera obra «De Gradibus Superbiae et Humilitatis» y sus homilías «De Laudibus Mariae«. Los monjes de Cluny habían visto, con satisfacción, que los de Cîteaux no destacaban entre las ordenes religiosas por regularidad y fervor. Por esta razón los «Monjes Negros» cayeron en la tentación de acusar a las reglas de la nueva Orden de impracticables. A petición de Guillermo de San Thierry, Bernardo se defendió a sí mismo publicando su «Apología», que consta de dos partes. En la primera parte, prueba su inocencia respecto a las invectivas contra Cluny que le habían sido atribuidas, y en la segunda, expone las razones de su ataque contra los abusos. Declara su profunda estima a los Benedictinos de Cluny, a quien ama igual que a las demás órdenes religiosas. Pedro el Venerable, Abad de Cluny, respondió al Abad de Claraval sin ofender a la caridad lo más mínimo, y le aseguró su gran admiración y sincera amistad. Entretanto, Cluny estableció una reforma, y el mismo Suger, ministro de Luis el Gordo y Abad de San Denis, se convirtió por la apología de Bernardo, terminando de inmediato su mundanal vida y restaurando la disciplina en su monasterio. El celo de Bernardo no acabó aquí sino que se extendió a los obispos, al clero y a los fieles, así como obtuvo destacadas conversiones de personas profanas entre otros frutos de su labor. La carta de Bernardo al Arzobispo de Sens es un verdadero tratado «De Officiis Episcoporum«. Por entonces escribió su obra sobre la «Gracia y Libre Albedrío».

Troyes

En el año 1128 Bernardo asistió al Concilio de Troyes, que había sido convocado por el Papa Honorio II y fue presidido por el Cardenal Matthew, Obispo de Albano. El propósito de este concilio era solucionar ciertas controversias de los obispos de París y regular otros asuntos de la Iglesia de Francia. Los obispos nombraron a Bernardo secretario del concilio y le encargaron la redacción de los estatutos del sínodo. El Obispo de Verdún fue depuesto después del concilio. Entonces recayeron sobre Bernardo injustos reproches, siendo incluso denunciado en Roma por injerencias en asuntos que no conciernen a un monje. El Cardenal Harmeric, en nombre del Papa, escribió a Bernardo una severa carta de amonestación. «No es digno» le dijo «que ranas ruidosas e impertinentes salgan de sus ciénagas para molestar a la Santa Sede y a los cardenales». Bernardo respondió a la carta diciendo que si él había asistido al concilio, había sido arrastrado a ello a la fuerza, como así era. «Ahora bien, ilustre Harmeric», añadió, «si tanto lo deseabas, quién habría sido más capaz de liberarme de la necesidad de asistir que tú mismo? Prohibe a esas ranas ruidosas e impertinentes salir de sus agujeros, abandonar sus ciénagas . . . Entonces, tu amigo, ya no se expondrá a las acusaciones de orgullo y presunción «. Esta carta causó una fuerte impresión en el cardenal y justificó a su autor ante sí mismo y ante la Santa Sede. En este concilio, Bernardo indicó las líneas generales de la Regla de los Caballeros Templarios, que pronto se convertirían en el ideal de la nobleza francesa. Bernardo lo alaba en su «De Laudibus Novae Militiae«.

La influencia del Abad de Claraval se notó pronto en los asuntos provinciales. Defendió los derechos de la Iglesia frente a las intromisiones de reyes y príncipes, y recordó sus deberes a Enrique, Arzobispo de Sense, y a Esteban de Senlis, Obispo de París. A la muerte de Honorio II, que ocurrió el 14 de febrero de 1130, un cisma quebró a la Iglesia al ser elegidos dos papas, Inocencio II y Anacleto II. Inocencio II desterrado de Roma por Anacleto se refugió en Francia. El rey Luis el Gordo convocó un concilio nacional de los obispos de Francia en Etampes, y Bernardo, emplazado allá con el beneplácito de los obispos, fue elegido para juzgar entre los dos papas rivales. Él decidió a favor de Inocencio II, motivando su reconocimiento por los principales poderes católicos, fue con él a Italia, serenó los ánimos que agitaban el país, reconcilió Pisa con Génova, y a Milán con el papa y con Lotario. Por deseo de éste, el papa fue a Lieja a consultar con el emperador sobre las mejores medidas a tomar para su regreso a Roma, pues allí Lotario iba a recibir la corona imperial de manos del papa. Desde Lieja el papa volvió a Francia, visitó la Abadía de San Denis, y después la de Claraval, donde su recibimiento tuvo un carácter simple y puramente religioso. Toda la corte pontificia quedó impresionada por la santa conducta de esta comunidad de monjes. En el refectorio solo se encontraron unos cuantos peces para el papa y, en lugar de vino, se sirvió zumo de hierbas como bebida, dice el cronista de Cîteaux. No se sirvió al papa y a sus seguidores un banquete festivo, sino una fiesta de virtudes. El mismo año, Bernardo estuvo otra vez al lado de Inocencio II, para quien era un oráculo, en el Concilio de Reims; y luego en Aquitania, donde consiguió de momento separar a Guillermo, Conde de Poitiers, de la causa de Anacleto.

En 1132, Bernardo acompañó a Inocencio II a Italia y en Cluny el papa abolió los derechos que Claraval pagaba a esa famosa abadía — acción que dio lugar a una disputa entre los «Monjes Blancos» y los «Monjes Negros» durante veinte años. En el mes de mayo, el papa apoyado por la armada de Lotario entró en Roma, pero sintiéndose Lotario demasiado débil para resistir a los partidarios de Anacleto, se retiró tras los Alpes, e Inocencio solicitó refugio en Pisa en Septiembre de 1133. Entretanto el abad había vuelto a Francia en junio y continuó trabajando a favor de la paz que comenzó en 1130. A finales de 1134 hizo un segundo viaje a Aquitania, donde Guillermo X había recaído en el cisma. Éste hubiera muerto por sí solo si Guillermo hubiera estado desapegado de la causa de Gerardo, que había usurpado la Sede de Burdeos y retenido la de Angulema. Bernardo invitó a Guillermo a la misa que celebró en la iglesia de La Couldre. En el momento de la comunión, colocando la Sagrada Forma sobre la patena, fue a la puerta de la iglesia donde estaba Guillermo y, apuntando hacia la Sagrada Forma, conjuró al Duque a no menospreciar a Dios como hacía con sus sirvientes. Guillermo cedió y el cisma terminó. Bernardo marchó otra vez a Italia, donde Roger de Sicilia estaba tratando de apartar a los de Pisa de su obediencia a Inocencio. Recuperó a la ciudad de Milán para la obediencia, ya que había sido seducida y descarriada por el ambicioso prelado Anselmo, Arzobispo de Milán, recusó a éste y volvió finalmente a Claraval. Creyéndose al fin tranquilo en su claustro, Bernardo se dedicó, con renovado vigor, a la composición de sus piadosos y sabios trabajos, que le han merecido el titulo de «Doctor de la Iglesia». Ahora escribió sus sermones sobre el «Cantar de los Cantares «. En 1137 fue forzado de nuevo a abandonar su soledad, por orden del papa, para poner fin a la querella entre Lotario y Roger de Sicilia. En la conferencia de Palermo, Bernardo convenció a Roger sobre los derechos de Inocencio II y acalló a Pedro de Pisa que apoyaba a Anacleto. Éste murió apesadumbrado y decepcionado en 1138, y con él el cisma. De nuevo en Claraval, Bernardo se ocupó en enviar comunidades de monjes desde su atestado monasterio a Alemania, Suecia, Inglaterra, Irlanda, Portugal, Suiza e Italia. Algunas de ellas, por disposición de Inocencio II, tomaron posesión de la Abadía de las Tres Fuentes, cerca de Salvian Waters en Roma, de donde salió elegido el Papa Eugenio III. Bernardo resumió su comentario al «Cantar de los Cantares», asistió en 1139 al Segundo Concilio General de Letrán y Décimo Ecuménico, en el que fueron definitivamente condenados los aún partidarios del cisma. Por esta época, Bernardo recibió en Claraval la visita de San Malaquías, metropolitano de la Iglesia de Irlanda, creándose entre ellos una estrecha amistad. San Malaquías hubiera tomado con alegría el hábito cisterciense, pero el Soberano Pontífice no hubiera dado su permiso. Sin embargo murió en Claraval en 1148.

En el año 1140 encontramos a Bernardo comprometido en otros asuntos que perturbaron la paz de la Iglesia. A finales del siglo XI, las escuelas de filosofía y teología, apasionadas por los debates y espíritu de independencia que las arrastraron a controversias político-religiosas, se convirtieron en una verdadera liza pública sin otro motivo más que la ambición. Esta exaltación de la razón humana y del racionalismo encontraron un ardiente e influyente defensor en Abelardo, el más elocuente e instruido hombre de la época después de Bernardo. «La historia de las calamidades y la refutación de su doctrina por San Bernardo», dice Ratisbonne, «forman el mayor episodio del siglo XII «. El tratado de Abelardo sobre la Trinidad había sido condenado en 1121 y él mismo había quemado su libro. Pero en 1139 propugnó nuevos errores. Bernardo, informado de ello por Guillermo de San Thierry, escribió a Abelardo, quién le contestó de una manera insultante. Bernardo le denunció al papa, ocasionando un concilio general a celebrar en Sens. Abelardo pidió un debate público con Bernardo; éste mostró los errores de su oponente con tal claridad y lógica que fue incapaz de responder, y fue obligado a jubilarse tras ser condenado. El papa confirmó el dictamen del concilio, Abelardo se sometió sin resistencia y se retiró a Cluny, donde vivió bajo la autoridad de Pedro el Venerable, muriendo dos años después.

Inocencio II murió en 1143. Sus dos sucesores, Celestino II y Lucio, reinaron poco tiempo, y a continuación, Bernardo vio a uno de sus discípulos, Bernardo de Pisa, Abad de las Tres Fuentes y conocido después como Eugenio III, elevado a la Silla de San Pedro. Bernardo le envió, a petición suya, diversas instrucciones que componen el «Libro de Meditación «, cuya idea predominante es que la reforma de la Iglesia debe comenzar con la santidad de su cabeza. Los asuntos temporales son simplemente secundarios, los principales son la piedad, la meditación o consideración, que deben preceder a la acción. El libro contiene una hermosísima página sobre el papado, que ha sido siempre profundamente estimada por los soberanos pontífices, muchos de los cuales la usaron como lectura ordinaria.

Por entonces llegaron alarmantes noticias del Este. Edesa había caído en manos de los turcos, y Jerusalén y Antioquía estaban amenazadas con parecido desastre. Delegaciones de los obispos de Armenia solicitaron ayuda al papa y el rey de Francia también envió embajadores. El papa encomendó a Bernardo predicar una nueva Cruzada y concedió para ella las mismas indulgencias que Urbano II había otorgado a la primera. Se convocó un parlamento en Vezelay, Burgundia, en 1134, y Bernardo predicó antes de la asamblea. El rey Luis el Joven, la reina Leonor y los príncipes y señores presentes se postraron a los pies del Abad de Claraval para recibir la cruz. El santo se vio obligado a usar porciones de su hábito para hacer cruces con las que satisfacer el celo y ardor de la multitud, que deseaba tomar parte en la Cruzada. Bernardo se trasladó a Alemania y los milagros que se multiplicaban casi a cada paso contribuyeron indudablemente al éxito de la misión. El emperador Conrado y su nieto, Federico Barbarroja, recibieron la cruz de los peregrinos de manos de Bernardo, y el papa Eugenio fue en persona a Francia para alentar la empresa. Con motivo de esta visita se celebró un concilio en París, en 1147, en el que fueron examinados los errores de Gilberto de la Porée, Obispo de Poitiers. Él insinuó entre otros disparates que la esencia y los atributos de Dios no son Dios, que las propiedades de las Personas de la Trinidad no son las personas mismas, en resumen que la Naturaleza Divina no se ha encarnado. La discusión se acaloró por ambas partes. La decisión se pospuso para el concilio que tuvo lugar en Reims el año siguiente (1148) y en el cual Eon de l’Etoile era uno de los jueces. Bernardo fue elegido por el concilio para redactar una profesión de fe exactamente opuesta a la de Gilberto, quien por último declaró a los Padres: «Si creéis y afirmáis algo distinto que yo, estoy dispuesto a creer y decir lo que vosotros «. La consecuencia de esta declaración fue que el papa condenó las afirmaciones de Gilberto sin denunciarle personalmente. Después del concilio, el papa visitó Claraval donde celebró un Capitulo General de la Orden y advirtió la prosperidad de la que Bernardo era el alma.

Los últimos años de la vida de Bernardo se vieron entristecidos por el fracaso de la Cruzada que había predicado, cuya completa responsabilidad recayó sobre él. Él había acreditado la empresa con milagros, pero no había garantizado su éxito contra el extravío y perfidia de los que participaron en ella. La falta de disciplina y presunción de las tropas alemanas, las intrigas del príncipe de Antioquía y de la reina Leonor y, finalmente, la avaricia y evidente traición de los nobles cristianos de Siria, impidiendo la toma de Damasco, parecen haber sido la causa del desastre. Bernardo consideró su deber enviar una apología al papa, y ésta figura en la segunda parte del «Libro de Meditación». Allí explica como con los cruzados, al igual que con los hebreos, en cuyo favor el Señor había multiplicado sus prodigios, sus pecados fueron la causa de sus infortunios y desgracias. La muerte de sus contemporáneos sirvieron de aviso a Bernardo de su próximo fin. El primero en morir fue Suger (1152), sobre quien el Abad escribió a Eugenio III: «Si hay algún vaso precioso adornando el palacio del Rey de Reyes, es el alma del venerable Suger». Thibaud, Conde de Champagne, Conrado, emperador de Alemania, y su hijo Enrique, murieron el mismo año. Desde el comienzo del año 1153, Bernardo sintió aproximarse su muerte. El tránsito del papa Eugenio le dio el golpe fatal, al apartarle del que consideraba su mejor amigo y consolador. Bernardo murió a los sesenta y tres años, tras pasar cuarenta en el claustro. Fundó ciento sesenta y tres monasterios en diferentes partes de Europa; a su muerte alcanzaban los trescientos cuarenta y tres. Fue el primer monje cisterciense inscrito en el calendario de los santos y fue canonizado por Alejandro III el 18 de enero de 1174. El papa Pío VIII le concedió el titulo de Doctor de la Iglesia. Los cistercienses le honran como solo se honra a los fundadores de órdenes, por la maravillosa y extensa actividad que dio a la Orden de Cîteaux.

Las obras de San Bernardo son las siguientes: 

  • «De Gradibus Superbiae«, su primer tratado;
  • «Homilías sobre el Evangelio ‘Missus est‘» (1120);
  • «Apología a Guillermo de San Thierry», contra las pretensiones de los monjes de Cluny;
  • «Sobre la conversión de los clérigos», libro dirigido a los jóvenes eclesiásticos de París (1122);
  • «De Laudibus Novae Militiae«, dirigido a Hughes de Payns, primer Gran Maestre y Prior de Jerusalén (1129). Esta obra es un elogio de la orden militar fundada en 1118 y una exhortación a los caballeros para conducirse con valor en su condición.
  • «De amore Dei«, donde San Bernardo muestra que la manera de amar a Dios es amarle sin medida, y da diferentes grados de este amor;
  • «Libro de preceptos y gobierno » (1131), que contiene respuestas a cuestiones sobre ciertos puntos de la Regla de San Benito sobre las que el abad puede, o no, dispensar;
  • «De Gratiâ et Libero Arbitrio«, en la que prueba el dogma católico de la gracia y libre albedrío de acuerdo con los principios de San Agustín;
  • «Libro de Meditación «, dirigido al papa Eugenio III;
  • «De Officiis Episcoporum«, dirigido a Enrique, Arzobispo de Sens.

Sus sermones son también numerosos:

  •   «Sobre el Salmo 90, ‘Qui habitat‘» (alrededor de 1125)
  • «Sobre el Cantar de los Cantares «. San Bernardo explica, en ochenta y seis sermones, únicamente los dos primeros capítulos del Cantar de los Cantares y el primer verso del tercer capítulo.
  • También sus ochenta y seis «Sermones para todo el año» y sus «Cartas» en número de 530.

Se han encontrado entre sus obras muchas cartas, tratados, etc. que se le atribuyen falsamente, tales como «La Escala del Claustro » que es una obra de Guigues, Prior de La Gran Cartuja, las Meditaciones, la Edificación de la Casa Interior, etc.

M. GILDAS
Transcrito por Janet Grayson
Traducido por Miguel Villoria de Dios

 

Fuente:

The Catholic Encyclopedia, Volume I
Copyright © 1907 by Robert Appleton Company
Online Edition Copyright © 1999 by Kevin Knight
Enciclopedia Católica Copyright © ACI-PRENSA
Nihil Obstat, March 1, 1907. Remy Lafort, S.T.D., Censor Imprimatur +John Cardinal Farley, Archbishop of New York

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