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Síntesis de la doctrina espiritual de San Bernardo de Claraval (Parte 8)

 Los cuatro grados del amor

Anteriormente hemos visto una escala del amor en tres grados -carnal, racional, espiritual- desde el punto de vista de la configuración con la humanidad de Cristo primero, y con su divinidad después. Ahora veremos la conocida escala en cuatro grados, desde el punto de vista de la purificación que sigue el affectus del egocentrismo al amor puro. El restablecimiento del amor, perdido en la región de la desemejanza, exige el éxodo, la salida de la cautividad del pecado. En el affectus carnalis no existe libertad, pues el amor impuro mancha la voluntad; pero si se transforma en espiritual, los afectos humanos irán detrás y se transformarán también en sentimientos divinos (AmD XV,40). Al final del camino, el verdadero amor de sí y el amor de Dios son una misma realidad: “Al dárseme Dios a mí, me devolvió lo que yo era” (AmD V,15), su imagen restablecida.

            El retorno a Dios, la recuperación de la semejanza, requiere la puesta en orden del amor (ordinatio caritatis): “Semejante al Verbo por naturaleza, el alma procura también ser semejante a él por la voluntad, amando como ella es amada” (SCant 83,3). Mas para llegar a eso, el amor ha de ser puro y desinteresado: no ha de esperar nada que no sea el mismo amor: “Me resulta sospechoso un amor que espera recibir algo distinto de sí mismo” (SCant 83,5). La paga del amor sólo puede ser el amor; y lo que espera el amor es el amor. Del mismo modo, Dios debe ser amado con un amor puro y desinteresado, que no tenga otro motivo para amarle que el propio Dios:  “El motivo de amar a Dios es Dios; la medida de amarle, amarle sin medida” (AmD I,1).

            Dios es infinito, inmenso y sin medida, y no es posible amarle con amor limitado y parcial. Y añade:

“Hay dos razones por las que Dios debe ser amado en virtud de él mismo. Una porque es más justo; otra porque nada puede amarse con más provecho. Preguntarse por qué debe ser amado Dios plantea una doble cuestión: qué razones presenta Dios para que le amemos y qué ganamos nosotros con amarle. A estas cuestiones no encuentro otra respuesta más digna que la siguiente: la razón de amar a Dios es él mismo” (idem).

            Veamos un poco la ascensión del amor, tal como se describe en el tratado Sobre el amor de Dios.

            El primer grado o punto de partida de la purificación del affectus es el amor de sí en virtud de sí mismo, y el de llegada el amor a Dios y a todos los seres en virtud de Dios. “Ante todo, el hombre se ama a sí mismo por sí mismo” (propter seipsum) (AmD 8,23). Este es el primer grado que Bernardo enumera en su doctrina del reordenamiento del amor. Por pertenecer a la naturaleza, el amor debería estar vuelto ante todo al autor de la naturaleza:

Si procede de la naturaleza, lo más razonable es que sirva ante todo al autor de la naturaleza. Por eso, el mandamiento primero y más importante es: amarás al Señor tu Dios. (AmD VIII, 23)

            Pero como somos de carne y nacemos de la concupiscencia de la carne, nuestro amor, por impulso de las necesidades, empieza por lo carnal y sensible (AmD XV,39), en vez de por lo espiritual. La naturaleza es frágil y enfermiza, y las necesidades mueven al hombre a amarse preocuparse por sí mismo, antes que por ninguna otra cosa. (AmD VIII, 23). Y señala Bernardo que este amor carnal, centrado en la subsistencia y necesidad, no lo enseña ningún precepto de la Escritura, sino que está inserto en la naturaleza (AmD XV,39), ya que nadie aborrece su propia carne. Por eso no es malo, mientras no se salga de su cauce. El problema es que, debido al egoísmo, con facilidad traspasa la estricta necesidad y se desborda hacia al placer, convirtiéndose en egoísmo acaparador, que todo lo quiere para sí. Todo lo convierte en necesario, sin que para él ya nada sea superfluo ni esté de más. De este modo se vuelve codicia y avidez.

            Para educar esta tendencia y cohibir la superfluidad, es decir, lo que va más allá de la necesidad, sale al encuentro el segundo mandamiento: amarás al prójimo como a ti mismo, preocúpate de la necesidad ajena como te ocupas de la tuya (AmD VIII, 23). Enlazamos aquí con el segundo grado de la verdad, tal como vimos en el tratado Sobre los grados de la humildad y la soberbia, al tratar de la verdad en el prójimo y la compasión. Si el hombre se deja educar, su amor carnal se amplía y se transforma en amor social. Y al desprenderse de lo superfluo para atender a lo necesario, se vuelve desprendido, pobre, generoso.

Si atiendes el consejo del sabio y te apartas de las pasiones; si escuchas al apóstol y te contentas con tener lo necesario para comer y vestir; si no te pesa apartar, al menos un poco, tu amor de los deseos carnales, estoy convencido de que lo que sustraes al enemigo del alma lo compartirás sin dificultad con quien comparte tu naturaleza contigo. Tu amor, entonces, será puro y bueno: lo que sustraes a tu ambición, lo vuelcas en las necesidades de los hermanos. De este modo, tu amor carnal se convierte en social, porque se extiende al bien común (Ibid.).

            Privarse de lo superfluo es, por lo demás, una de las claves de la pobreza en san Bernardo. Él sabe que el amor carnal busca ante todo su propia seguridad y teme empobrecerse, verse carente de lo necesario si se pone a compartir y ser generoso con los demás. Por eso Bernardo apela con energía a vivir de una fe confiada, más que del miedo a la inseguridad, pues Dios “promete dar lo necesario al que se priva de lo superfluo por amor al prójimo” (Ibid.). Y añade que hay que buscar ante todo el Reino de Dios, con la confianza puesta en que lo demás se nos dará por añadidura. Eso implica una pobreza vivida como sobriedad y templanza, y como justicia del compartir los bienes de la naturaleza con los que tienen nuestra misma naturaleza.

            Este amor al prójimo es perfecto cuando nace de Dios y tiene en Dios su causa. Si no amamos al prójimo en Dios, no podemos amarle limpiamente, sino egoístamente. Y para amarle en Dios, hay que amar primero al Dios “que se hace amar y hace amables todas las cosas” (Ibid. 25). Por eso, su perfección requiere el ascenso a los grados superiores del amor.

            Llegamos así al segundo grado, que, iniciado al fin del primero, sirve de paso al tercero, purificando el affectus humano y asegurando así su ascenso. He aquí cómo san Bernardo lo describe: “El hombre ama ya a Dios, pero todavía por sí mismo, no por Él” (AmD IX, 26).

            El alma ama ya a Dios, pero un poco como a un objeto del que se saca beneficio: sus miserias y necesidades le impulsan a acudir a él: “comienza a buscar a Dios por la fe y amarle porque le necesita” (Ibid. XV, 39). Aquí hay ya cierta prudencia, que consistente en saber lo que puede hacer por sí mismo y lo que tiene que esperar de la ayuda de Dios. El que ha llegado a darse cuenta de que no puede bastarse a sí mismo y de que ha sido escuchado por Dios, llega poco a poco a amar a Dios, no solamente por su propio interés, sino por Dios mismo. A través de sus dones empieza a saborear su misma dulzura o caridad, y es atraído por ella.

            Aquí llegamos al tercer grado: “Éste es el tercer grado del amor: amar a Dios por él mismo” (AmD XV, 39). Por experiencia el alma está convencida de la bondad de Dios. Este gusto de la suavitas Dei es ya espiritual. Supone la conversión del alma arrancada de lo carnal. Ahora es ya el Dios-Bondad el que atrae: “Habiendo gustado qué bueno-dulce-suave es el Señor… retiene su sabor en el paladar de su corazón… con ello sucede que ya no desea ningún bien suyo, sino a él mismo” (Var 3,1). Para amar a Dios por encima del propio interés, se necesita haber experimentado de algún modo, pero realmente, su Bondad. Si no, no se podrá pasar del segundo, que es el más habitual. Cita aquí Bernardo el evangelio de san Juan, cuando dicen los samaritanos a la Samaritana: Ya no creemos por tu palabra, pues nosotros hemos oído y conocido que éste es verdaderamente el Salvador del mundo (Jn 4,42). De esta experiencia de la gracia nace sin duda el tercer grado del amor.

            Aquí es a Dios y no sólo sus dones, a quien se ama: su amor se ha hecho desinteresado y libre, porque está liberado de las pasiones carnales, en una palabra, porque es puro y gratuito:

Ama a Dios de verdad y… todo lo que es Dios. Ama con pureza… Ama justamente y se adhiere de buen grado al mandamiento justo. Con razón es grato este amor, porque es gratuito… El que así ama, ama como es amado. Y no busca sus intereses, sino los de Jesucristo, como él mismo buscó los nuestros (Ibid. IX, 27).

            Y añade: “En este grado el hombre permanece durante mucho tiempo, y no sé si en esta vida puede hombre alguno elevarse al cuarto grado” (AmD XV, 39). El cuarto grado es el excessus mentis, la realización en el tiempo de la eternidad, el Reino de los cielos, la plena semejanza de la imagen de Dios en el alma.

            En el cuarto grado, el hombre ama a todas las cosas, incluso a sí mismo, por Dios: “El hombre sólo se ama a sí mismo por Dios” (Ibid. X, 27). Bernardo se pregunta si este grado de realización definitiva es posible alcanzarse en esta morada terrena, de carne y barro, y si aquellos raros que lo alcanzan, pueden permanecer mucho en él:

¿Puede conseguir esto la carne y la sangre, el vaso de barro y la morada terrena? ¿Cuándo experimentará el alma un amor divino tan grande y embriagador que, olvidada de sí y estimándose como cacharro inútil, se lance sin reservas a Dios, y uniéndose al Señor, sea un espíritu con él…? Dicho y santo quien ha tenido semejante experiencia en esta vida mortal. Aunque haya sido muy pocas veces, o una sola vez, y ésta de modo misterioso y tan breve como un relámpago. Perderse, en cierto modo a sí mismo, como si ya uno no existiera, no sentirse en absoluto, aniquilarse y anonadarse, es más propio de la vida celeste que de la condición humana (Ibid. X,27)

            El peso del cuerpo, los conflictos de la vida, las necesidades de la carne, la debilidad de nuestra corrupción y las exigencias de la caridad fraterna, nos reclaman para las humildes realidades de la vida. Habiendo Dios hecho todo propter seipsum, un día la criatura tendrá que conformarse enteramente y concordarse con su autor.

            Ahí está el amor enteramente espiritualizado, porque el hombre ya ama en espíritu, in spiritu (Ibid. XI, 39), más allá de lo sensible, e incluso de lo racional. Ahí es donde el alma quiere que, tanto ella como todas las cosas, sean sólo para Él, en total acuerdo con su Voluntad; ahí se sitúa la realización de su Voluntad en nosotros y a través de nosotros. Nuestra intención de amor será tanto más pura cuanto que en ella no vaya ya mezclado nada que nos sea propio (AmD X, 28). De acuerdo con la tradición, Bernardo utiliza aquí de buen grado la palabra divinización: “El amor carnal será absorbido por el amor del espíritu, y nuestros débiles afectos humanos se transformarán de algún modo en divinos” (AmD XV,40). Y concluye:

¡Oh amor casto y santo! ¡Oh dulce y suave afecto! ¡Oh pura y limpia intención de la voluntad! Tanto más limpia y pura cuanto menos mezclada está de los suyo propio; y tanto más suave y dulce cuanto más divino es lo que se siente. Amar así es estar ya divinizado (AmD X,28).

            He ahí el Reino de los cielos incoado en la tierra. Ahora bien, Bernardo es de la opinión de que incluso los santos sólo alcanzarán la perfección de amor sólo después de la resurrección final, porque hasta entonces, el alma piensa todavía en la resurrección del cuerpo -material, sino glorificado- y por eso no está totalmente olvidada de sí misma, y por tanto subsiste en ella cierto ego. Cuando el cuerpo aparezca resucitado, entonces será el completo olvido de aquel yo desemejante a Dios que nació con el pecado original:

¿Qué le impedirá salir de sí misma, lanzarse toda hacia Dios y hacerse completamente desemejante a sí, porque se le concede asemejarse a Dios? (AmD XI, 32).

            Vuelto por fin semejante a Dios, ve el rostro de Dios en la propia imagen suya que él mismo es, perfectamente restaurada. Posee la verdadera sabiduría: Te saborearás a ti mismo tal como eres porque sentirás que no eres nadie para poder amarte sino en cuanto eres de Dios: tu capacidad de amar la volcarás en él (SCant 50,6).

            En esquema, los cuatro grados del amor siguen esta estructura:

                                            -amor de mí, por mí

                                            -amor de Dios, por mí

                                            -amor de Dios, por Dios

                                            -amor de mí por Dios

 

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Síntesis de la doctrina espiritual de San Bernardo de Claraval

La ley de la caridad

                        -Caridad divina y caridad participada

                        -Caridad, amor, affectus

3.7 La Ley de la caridad

             – Caridad divina y caridad participada

             La caridad o voluntad común es en el hombre una participación de la vida misma Dios. Hay una Caridad que es Dios: la perfecta y consustancial Comunión interpersonal, en virtud de la cual las Tres Personas son al mismo tiempo el Summum unice Unum, el Sumo u únicamente Uno. Esta caridad es la Ley interna que lo rige:

La Ley Inmaculada del Señor es la caridad, que no busca su propio provecho, sino el de los demás. Se llama Ley del Señor, porque él mismo vive de ella… No es absurdo decir que Dios también vive según una ley, y que esta Ley es la caridad… Ley es, en efecto, y Ley del Señor la caridad, porque mantiene a la Trinidad en la Unidad, y la enlaza con el vínculo de la paz… Pero ninguno piense que hablo aquí de la caridad como de una cualidad o accidente -lo cual sería decir que en Dios hay algo que no es Dios-, sino de la misma Sustancia divina… Esta es la Ley eterna, que todo lo crea y lo gobierna. Ella hace todo con peso, número y medida. Nada está libre de la Ley, ni siquiera el que es la Ley de todos (Ibid. XII, 35).

             Esta Ley de su propia vida, Dios la inscribió en todas sus obras, porque sólo hay un único amor: el de Dios para sí mismo, del cual, por la gracia, participan sus criaturas:“nadie la posee si no la recibe gratuitamente” (Ibid.). Y en un sermón para la fiesta de Pentecostés añade: Dios lo hizo todo por sí mismo, es decir, por un amor enteramente gratuito (Pent 3,4).

             Por su misma naturaleza, el amor divino es difusivo y se extiende hacia afuera en forma de don: “Dios está dentro de nosotros, de tal modo que afecta al alma… él mismo se difunde en ella y la hace partícipe de sí mismo. Por eso alguien pudo decir sin miedo que se hace un solo espíritu con el nuestro, no una sola persona o sustancia” (Cons 5, V,12). Aunque crea y ama libremente, con todo, de algún modo no puede no amar a su criatura, pues la razón de su amor no reside en la criatura, sino en él. Impulsado por su Bondad, crea libremente la multitud de seres en virtud de su perfección, por sí mismo. Es decir, él es en sí mismo su propio motivo de obrar y no puede tener otra motivación para obrar que él mismo. La criaturas no le aportan nada: Dios es Dios para Dios y no tiene ninguna necesidad que satisfacer o carencia que llenar a costa de su criatura. Por eso ama con absoluta gratuidad y desinterés. En eso consiste el amor puro.

 Dios ama, y la razón de su amor es él mismo, no otro. Por eso precisamente es tan apasionado; porque no tiene otro amor que lo que él mismo es (SCant 59,10).

             Por eso, cuando asocia a las criaturas a su propia Ley intraamorosa, por la que se ama a sí mismo, les asegura una perfecta bienaventuranza: “Cuando Dios ama, no desea otra cosa sino que le amemos; porque no ama para otra cosa sino para ser amado, sabiendo que basta el amor para que sean felices los que se aman” (Scant 83,4). La bienaventuranza de las criaturas coincide con el amor que Dios se tiene a sí mismo.

             Al crearlo todo para sí, Dios inscribió su propia Ley en el corazón del hombre, creado a imagen y semejanza suya: el justo -dice Bernardo citando el salmo 36- lleva en el corazón la Ley de su Dios. La Ley de su Dios está en su espíritu (mens), de modo que también es de su espíritu (SCant 81,V,10). Y lo único que espera Dios es el libre consentimiento de la voluntad humana, sin la cual no hay mérito posible. Con su libre albedrío, el hombre deberá desarrollar esa Ley plenamente amando a Dios sobre todas las cosas, y a las cosas e incluso a sí mismo, en él y por él. Lo que significa que Dios ha de ser la causa final de nuestro amor a nosotros mismos y a las criaturas.

             Esto significa que el amor vuelva a beber de la Fuente eterna que en él se participa, y a regirse por ella:

 La fuente de la vida es la caridad. El alma que no apura de esta fuente no podrá vivir. ¿Cómo se puede sacar agua sin estar al lado de la fuente, que es el amor, que es Dios? Está al lado de Dios quien ama a Dios y en la misma medida que lo ama. En quien no hay bastante amor hay ausencia. No ama bastante a Dios quien se siente cautivo de los instintos. Esta cautividad corporal es una cierta ausencia de Dios. Y la ausencia, un destierro (Pre XX,60).

 Gran cosa es el amor, con tal de que vuelva a su origen y retorne a su principio, si se vacía en su fuente y en ella recupera siempre su copioso caudal (Scant 83,4).

             – Caridad, amor, affectus

             Cuando Bernardo habla del amor humano, lo enmarca en la doctrina estoica de los cuatro afectos básicos del alma: “amor y alegría, temor y tristeza” (Var 50,3). El amor es un affecus, el más elevado de los cuatro, que tiene por objeto a Dios y al prójimo: “a Dios por su bondad, al prójimo por la común naturaleza” (Ibid.). De los cuatro afectos, el amor es el único por el cual el hombre puede responder a Dios (SCant 83,4); y de hecho, toda la doctrina de la imagen divina en el hombre describe el camino de retorno a Dios por la orientación de este affectus principal del alma, que se debe ir volviendo semejante a la Caridad divina, hasta ser, como en el paraíso, caridad participada en el cuarto grado del amor.

             Cuanto el amor es puro y está ordenado, ama lo que debe amar conforme a su naturaleza, y se llama caridad. Su purificación se realiza así: “cuando amamos lo que debe ser amado, cuando amamos más lo que merece más amor, y cuando no amamos lo que no debe ser amado. Entonces está purificado el amor” (Ibid.). El mismo proceso siguen los otros tres affectus.

             Este afecto natural, por tanto, sólo es auténtico y él mismo, si está integrado en la Ley de la caridad que todo lo lleva a Dios. Entonces se llama affectus spiritualis, y es el reino de la libertad. En cambio, cuando sirve a la ley del pecado se llama affectus carnalis, y es el reino de la necesidad y la materia. “Sólo la caridad convierte a las almas y las hace libres” (AmD XII,34)

            Existe, pues, una práctica equiparación entre affectus espiritual, caridad y voluntad común, del mismo modo que entre affectus carnalis, cupiditas y voluntas propria. Y es que el amor -podríamos hablar también de libido, eros o deseo– es una fuerza de la naturaleza, cuya calidad está determinada por el objeto hacia el que se inclina. Nacido de Dios, su Fuente, deberá conformarse y adaptarse a esa Ley que lo ama todo en virtud de Dios. Deberá dejar todo objeto carnal que le incite a satisfacer una necesidad y a gozar ávidamente de ella para apegarse a la voluntad de Dios, que es el objeto más adecuado a su naturaleza. Así es como el alma irá recuperando su libertad y su semejanza.

 “tanto más limpia y pura cuanto menos mezclada está de lo suyo propio… cuanto más divino es lo que se siente. Amar así es estar ya divinizado” (AmD X, 28).

             En este estadio, el amor es una fuerza que nos une a todos los seres. A diferencia del temor que nos relaciona con lo superior por lo que tenemos de inferiores, y por tanto pone de relieve la desigualdad, el amor, siempre “que nazca de Dios y él sea su causa” (AmD VIII,25),  tiene el poder de unir, de igualar, nivelar, hacer semejanza. Bernardo lo define así: “El amor es un affectus que nos une con el superior, con el inferior y con el igual” (Ibid.).

             Desgraciadamente, el hombre se halla en situación de dualidad, pues en la región de la desemejanza la ley de la voluntad propia, curvada a lo terreno y caída en el amor viciado, se superpone dramáticamente a la ley de la caridad. El hombre sigue haciendo actos voluntarios, y por tanto libres, pero ¡con qué complacencia, con qué codicia y en qué dirección! Así se experimenta a un tiempo libre y esclavo:

 Ay de mí, desgraciado, ¿quién me librará de la calumnia de esta vergonzosa esclavitud? Soy un desgraciado, pero libre; libre como hombre, desgraciado como siervo. Libre porque soy semejante a Dios, desgraciado como contrario a Dios… Yo soy el que me he enfrentado conmigo mismo, y encuentro en mí algo que está en tensión contra mi espíritu y contra tu Ley… Mi voluntad es una ley inserta en mis miembros que se revuelve contra la ley divina. Y como la ley del Señor es la ley de mi espíritu… por eso mi propia voluntad se vuelve enemiga de mí mismo, que es el colmo de la iniquidad (Scant 81, IV,9-10).

             En este sermón, Bernardo derrocha argumentos para explicar la paradoja de una libertad esclava que es a un tiempo una libre esclavitud, en la medida en que el hombre es esclavo del pecado, pero lo elije con su voluntad, ya que en caso contrario no sería responsable. Con ello pone de relieve la dualidad existente en el alma entre la ley de la carne y la del espíritu, entre la voluntad propia y la caridad. Ahora bien, en la medida en que la voluntad vaya expulsando de su amor lo proprium, la caridad irá realizando la unidad entre Dios y los hombres, “en la comunión de voluntades y el consenso en caridad” (Scant 71, IV,9).

             Por otro lado, los hombres estarán también unidos entre sí cuando, superada la voluntas propria, pasen a la communis voluntas (quae) caritas est (Res 2,8). El affectus que ha echado de sí el egoísmo tiene la virtud de unir a los hombres, borrando todo desnivel, como ya se ha dicho: “el amor es un affectus que nos une con el superior, con el inferior y con el igual” (Var 50,3). Si está integrado en la Ley de la caridad, realiza la fraternidad.

             Finalmente, el amor bien ordenado, unifica al hombre consigo mismo, pues “cuando llega el amor, transforma y cautiva todos los demás afectos” (Scant 83,3). Así todos los movimientos del alma están impregnados de amor, y está enteramente unificada y en ellas brillan las cuatro virtudes cardinales: prudencia, justicia, fortaleza y templanza, sin contradicciones ni divisiones internas.

             De este modo, la lay de caridad realiza su gran obra de unidad. Salida de Dios al crear los seres para que participen de su felicidad, vuelve a él llevando consigo la libertad del hombre, que finalmente consiente a este amor. Así, el fundamento de la unidad de todos y de todo es esta Ley de caridad por la cual Dios se ama a sí mismo por sí mismo, y arrastra en su movimiento el affectus del alma, que de este modo vuelve a su fuente y en ella es divinizado: amar así es estar ya divinizado.

 

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Síntesis de la doctrina espiritual de San Bernardo de Claraval (Parte 6)

 Voluntad propia y voluntad común

 

 El trabajo de la conversión, que es, como hemos visto, un camino ascensional, una escala hacia la libertad, hacia la verdad y hacia el amor, tiene como fin la unión del alma con Dios: la unidad de espíritu con él mediante la unión de voluntades, a través de lo que Bernardo llama voluntas communis, voluntad común, es decir, caridad. Fuera del paraíso, en la región de la desemejanza y la deformidad, lo que existe es la voluntas propria, egoísta, codiciosa , curvada, centrada en sí misma, que nació cuando Adán dejó libremente de querer lo que Dios quería, y así diferenció su voluntad de la divina. La región de la desemejanza es la región del proprium, del amor propio y su compañero el propio consejo (proprium consilium), nacido de una autosuficiencia altanera, y propio de los no aceptan más juicio que el suyo y lo impone a los demás como si él sólo tuviera el Espíritu de Dios. Es decir, está en la línea de un juicio obstinado:

 En el corazón existe una doble lepra: la voluntad propia y el propio consejo. Ambas con pésimas, y además muy perniciosas porque son internas (Res 3,3).

Y a continuación da esta definición:

 Llamo voluntad propia a la que no es común con Dios y con los hombres, sino únicamente nuestra; cuando lo que queremos no lo hacemos por el honor de Dios ni por la utilidad de nuestros hermanos, sino para nosotros mismos, sin pretender agradar a Dios y aprovechar a los hermanos, sino satisfacer las propias pasiones del alma. Cosa diametralmente opuesta es la caridad, que es Dios (Res 3,3).

 Bernardo ve en ella la fuente de todo mal, pues vicia todo el comportamiento ético del hombre. Al ser lo opuesto a la caridad, es lo opuesto a Dios, al volverse independiente y autónoma de él. Y como está movida por la cupiditas, su avidez y ambición no conoce límite, como hemos visto al tratar de la insaciabilidad, de modo que “al que se deja llevar de la voluntad propia no le basta el mundo entero” (Ibid.). Por eso es semejante al diablo y hasta se hace una con él (Sal 90, 11,5). De ahí que escriba:

 Lo único que Dios odia y castiga es la voluntad propia. Cese la voluntad propia y no habrá infierno para nadie (Res 3,3).

La voluntad propia hace relación directa a términos como cupiditas, proprium, proprietas, singularitas, angulus: codicia, propio, apropiación, singularidad, indivudualismo o automarginación:

Donde hay amor propio, allí hay individualismo (singularitas). Donde hay individualismo hay rincones. Y donde hay rincones, hay basura e inmundicia (AmD XII, 34).

Y para evitar confusiones, Bernardo aclara que voluntad propia no es sinónimo de voluntad sin más, ni de libre albedrío, sino que éste se somete a ella. Por tanto, se trata de una corrupción del uso de la voluntad, que va tras sus deseos y concupiscencias. Ahora bien, si esa voluntad se convierte y se deja purificar podrá llegar hasta la pureza de corazón, como hemos visto en el tratado Sobre la conversión, y entonces volverá a ser voluntad común (Res 3,3), caridad partícipe de Dios, porque Dios es Caridad. Y porque cuando cesa lo propio, aparece lo participado: “cuando el hombre no tiene nada propio, todo lo que tiene es de Dios” (AmD XII, 35).

En el tratado Sobre el amor de Dios define la caridad en estos términos:

La caridad auténtica y verdadera, la que procede de un corazón puro, de una conciencia buena y de una fe sincera, es aquella por la que amamos el bien del prójimo como el nuestro propio. Porque quien sólo ama lo suyo, o lo ama más que a los demás, es evidente que no ama el bien por el bien, sino por su propio provecho… En cambio, la caridad convierte las almas y las hace también libres (AmD XII,34).

 

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Síntesis de la doctrina espiritual de San Bernardo de Claraval (parte 5) – El tratado Sobre la conversión

 

3.5.  El tratado Sobre la conversión

            Es uno de los más famosos y largos de san Bernardo, escrito entre 1130 y 1140. Parece que en su forma original fue pronunciado a los profesores y estudiantes de Saint-Denis de París, a partir de un sermón más breve para Todos los santos. Luego sufrió una larga transformación hasta la redacción definitiva en forma de tratado, pulido y ampliado por el propio Bernardo.

             La conversión es el resultado de una escucha de la Palabra de Dios que habla en el interior de la conciencia, y a cuya luz la razón indaga en la “memoria”, lee en “el libro de la conciencia” buscando en ella todo lo que no es conforme a Dios: las pasiones del alma, nuestra mentira y nuestro “vestido sucio”. Mientras el curioso no se ocupa de su estado interior, el que entra en sí mismo y guarda su corazón, escucha la voz de la conciencia:

 Abrid el oído de vuestro corazón a esta voz interior y escuchad atentos a Dios, que habla en la intimidad, no a mí, que os hablo desde fuera. La voz del Señor es potente, la voz del Señor es magnífica, sacude el desierto, quiebra los secretos y hace saltar a las almas embotadas (n.2).

             No hay que esforzarse para recibirla: ella misma se insinúa, actúa, convive con nosotros y grita que volvamos al corazón, a enfrentarnos con nosotros mismos. Además de ser llamada, es luz que nos ilumina para que nos conozcamos a nosotros mismos (n.3). La razón -la consideración o meditación- guiada por la Palabra de Dios puede descubrir, como en un libro, todas las pasiones del alma: “aplica el oído a tu interior, orienta los ojos del corazón y sabrás por experiencia lo que allí se encuentra” (n.4), la túnica sucia, la contaminación interior del alma.

             Bernardo acentúa el estado enfermo y lamentable del pecador: el odio a sí mismo, la soberbia, la envidia, la gula, la sexualidad, la ambición, el aturdimiento, la insensibilidad espiritual, la dispersión, el olvido de sí y la enajenación espiritual: “No es extraño que el alma no sienta estas heridas. Se ha olvidado de sí misma. Y ausentándose de su interior, ha salido hacia un país lejano” (n.5), a la tierra de la desemejanza.

             Por tanto, como ya se ha dicho, el primer combate es el movimiento opuesto a la curiosidad: la entrada en sí mismo en conflicto con la representación sensible de la realidad, el mundo de los sentidos que nos arrastra al exterior. Hay que tener en cuenta que para Bernardo, el retorno a sí mismo trascendiendo los sentidos, no es cuestión de simple unificación psicológica: es cuestión de salvación, de trascender lo superfluo para descubrir lo esencial y verdadero, volver a la Verdad Dios volviendo a la verdad de uno mismo, ya que no regresar a sí mismo es no regresar a Dios. Por eso escribe: “Quien antes de la muerte natural no regrese a sí mismo, deberá quedarse en sí mismo para siempre” (n. 6), es decir, fuera de Dios para siempre. La conversión no es sólo una psicología de vaciamiento sensitivo, pero sin sentido; es una vuelta al Espíritu y a la verdad de la imagen de Dios.

             En la vuelta al corazón por la escucha de la Palabra está la salvación, y ahí nos lleva el Señor con todo cariño, a través incluso de la compunción y remordimiento, llamado “gusano de la conciencia”:

 Volvamos ya a la luz de la que partimos. Hemos de retornar al corazón. Ahí se nos muestra el camino de la salvación; ahí, con gran cariño, hace volver el Señor a los transgresores (n. 7).

             El remordimiento tiene una función positiva, en el sentido de que es un signo de que la persona no ha perdido aún la sensibilidad a la voz de la conciencia, que es la voz de la Palabra que le llama a volver: “es muy bueno escuchar este gusano cuando todavía se le puede extinguir… Sigue resonando en su interior la misteriosa voz: volveos hacia el corazón, prevaricadores” (n.7). Así es como el hombre “animal”, o carnal, traba un duro combate contra las ventanas del alma -los sentidos- y las pasiones, que se rebelan y no quieren someterse a disciplina, acostumbrados como están a funcionar sin control de la voluntad. Y aquí Bernardo hace descripciones muy gráficas (n. 8, 9 y 10), comparando el alma a una casa desordenada en la que la voz de la conciencia quiere poner orden encontrando todo tipo de resistencias, querellándose los sentidos, y aun la misma voluntad debilitada, comparada a una vieja sensual y llena de corrupción.

             Esto significa que la conversión está llena de dificultades (n.11); pero el alma ha de escuchar la voz de Dios que promete el Reino de los cielos a los que se ven pobres al tomar conciencia de su miseria, y aplicarse a reinar sobre los sentidos, ya que Cristo dice que los mansos heredan la tierra: la parte inferior del alma, llamada simbólicamente Eva (n.12), y verán restaurarse en ellos la imagen de Dios, la forma paradisíaca del alma. Por tanto, en el trasfondo de esta primera etapa de conversión Bernardo sitúa la bienaventuranza de los pobres y la de los mansos. Los números 13 y 14 tratan sobre el dominio de la gula y del apetito sexual, así como de las diversiones mundanas, en las que reina la curiosidad y el amor insaciable por las riquezas, todo lo cual produce la ceguera del corazón, el odio, la suspicacia, la envidia, la ansiedad, etc.

             Y después de una larga digresión sobre la muerte, que acaba con todo lo sensitivo, y el juicio de Dios, que san Bernardo escribe para fomentar el temor de Dios, e incluso el miedo al infierno, y estimular el combate espiritual, sigue tratando de este combate, en el que la voluntad se va enderezando poco a poco, y el alma a recibir cada vez más luz, pasando de hombre animal a hombre racional (n.22-25). El discernimiento interior realizado por la razón a la luz de la Palabra que resuena en la conciencia, la voluntad va siendo educada. Es la vía purificativa, la de las lágrimas, sobre la base de la bienaventuranza de Jesús sobre los que lloran:

 Mientras tanto, llore, solloce en su propio dolor. Arroyos de lágrimas salten de sus ojos, no tenga reposo sus párpados. Agudícese su mirada y aspire a la claridad de la luz purísima (n.23).

             A medida que el alma madura, tiene también más luz. El número 25 describe simbólicamente la naturaleza ya restaurada, la forma paradisíaca del alma tras la conversión: la casa destartalada del alma se convierte finalmente en “buena conciencia”, en un jardín ordenado junto al árbol de la Vida, y fecundado en su centro por el Espíritu Santo, que vivifica las cuatro virtudes cardinales y se hace experimentar en los sentidos del hombre interior. Los sentidos del espíritu son como el contrapunto de los sentidos del cuerpo, del hombre exterior: hay una vista, un oído, un olfato y un gusto del espíritu. Bernardo no menciona aquí el tacto, pero también está. Esta sabiduría espiritual no la adquiere la ciencia de la razón, sino la conciencia, no la erudición sino la unción del Espíritu Santo:

 No se te ocurra pensar que aquí me refiero a un paraíso material. Este paraíso delicioso  es interior… Es un jardín cerrado; dentro hay una fuente sellada que se divide en cuatro brazos: así, del único canal de la Sabiduría fluyen cuatro virtudes… Y allí, en medio del árbol de la vida, ese manzano del Cantar… Ahí la belleza de la continencia y la contemplación de la verdad pura, ilumina la mirada del corazón. La voz dulcísima del Consolador interior infunde también al oído solaz y alegría. Ahí, con un olfato de esperanza, se recibe el aroma embriagador de un campo fértil que bendijo el Señor. Ahí se paladean ávidamente las incomparables delicias del amor, y segadas las zarzas y abrojos que antes tanto punzaban, el alma se siente anegada en la unción de la misericordia. Descansa felizmente en la buena conciencia..

            No pienses que son mis palabras las que te van a descubrir esta realidad. Sólo el Espíritu lo revela. En vano consultarás libros, busca más bien la experiencia. Es una Sabiduría cuyo valor desconoce el hombre. Surge de lo profundo. En toda la superficie de la tierra mortal no se encuentra tanta suavidad. Porque es la dulzura (suavitas) del mismo Señor. Si no la gustas, no la verás. Gustad y ved qué suave es el Señor. Es el maná escondido, el nombre nuevo que conoce sólo el que lo recibe. No lo enseña la erudición, sino la Unción, no lo comprende la ciencia, sino la conciencia (n.25).

             La ciencia se trasciende así en sabiduría del Espíritu: es el esquema común de la mística cisterciense frente al racionalismo teológico naciente representado por la preescolástica: los profesores y clérigos de París para los que Bernardo pronuncia el discurso.

             Frente a la saciedad total del paraíso ya restaurado de la “buena conciencia” (n.25), a los que Bernardo aplica la bienaventuranza de Jesús: Dichosos los que tienen hambre y sed, porque ellos quedarán saciados, los que todavía son dominados por la concupiscencia experimentan la insaciabilidad del corazón, como ya hemos visto. Un corazón que sólo en Dios sacia su hambre y su sed infinitas. El hombre es un ser insaciable, dice Bernardo como los demás cistercienses: tiene hambre y sed de felicidad. ¿Cómo saciarla? ¿Con bienes materiales, con los placeres de los sentidos, con la ambición del mundo? Eso lo único que hace es multiplicar la sed y revelar la insaciabilidad del deseo: es comer algarrobas. Los que tienen hambre serán saciados, como dice Jesús, pero de la Sabiduría del Espíritu, no de criatura. Y citando también la bienaventuranza sobre los que tienen hambre y sed de justicia, dice que los que tienen hambre de justicia se saciarán. Por justicia hay que entender la integridad y belleza moral del hombre racional, base de la contemplación.

             Toca, pues, aquí Bernardo el tema que ya había tocado en su tratado Sobre el Amor de Dios, donde reflexiona sobre la medida que ha de tener nuestro amor a Dios. Cono es lógico, concluye que Dios ha de ser amado por encima de toda media. El Objeto del amor es el Ser Infinito, sin medida ni límite, y por eso no se puede poner una medida o límite a su amor: “la medida de amar a Dios es amarle sin medida” (n.16). Y es que nuestro amor a Dios no es algo que se ofrece, sino una deuda a la que se responde:

 “Nos ama la Inmensidad, la Eternidad y el Amor que supera toda comprensión. Ama Dios, cuya grandeza es infinita, ¿y nosotros le responderemos con medida?”.

             En este punto es donde se sitúa la reflexión ya vista sobre el círculo del deseo, que básicamente presenta este esquema:

1- El deseo de lo mejor arrastra al alma a una búsqueda infinita porque, tengamos lo que tengamos, siempre desearemos lo que nos falte.

 2- Nadie puede tenerlo todo ni realizar todos sus deseos. No hay tiempo ni posibilidad. Lo poco que tenemos, lo alcanzamos con dificultad y lo conservamos con trabajo.

 3 -Si uno pudiera poseer todas las cosas del cielo y de la tierra, y sólo le faltase poseer al mismo autor del cielo y de la tierra, su impulso a lo mejor le movería a dejar todo lo adquirido y lanzarse al Creador de todos los bienes. Pero esto es imposible, y el que ensaya este camino entra en la carrera infinita de la avidez o cupiditas.

 4- En vez de enredarse en ese movimiento infinito, es mejor enfocar a Dios la sed del corazón, empezar a desearle sobre todas las cosas, tener hambre y sed de la justicia para conocer la bienaventuranza de los que serán saciados por la Sabiduría del Espíritu.

             Una vez convertida la voluntad y transformada en sabiduría o caridad ungida por el Espíritu, Bernardo se detiene en la purificación de la memoria, para borrar el mal de la vida pasada: no tanto por el olvido cuando por el perdón y la misericordia que Dios nos ha hecho en Cristo (n.28):

 No temas tu condenación, elimina el temor y la confusión. El perdón total lo elimina todo. Los pecados ya no serán obstáculos de nuestra salvación, servirán para nuestro bien y estaremos piadosamente agradecidos al que nos ha perdonado.

             Pero el que pide misericordia ha de ejercer misericordia (n.29), como ya hemos visto en los grados de la verdad. San Bernardo sitúa aquí la bienaventuranza sobre los misericordiosos: el que se acoge a la misericordia de Dios, ha de ser misericordioso, tanto consigo mismo como con los demás, perdonarse a sí mismo y ejercer el perdón con los otros, y así establecer la paz con nosotros mismos y con los demás.

             Purificada la memoria, si escucha la bienaventuranza sobre los limpios de corazón que ven a Dios (n.30). La visión de Dios es la vida eterna, el conocimiento de Dios y de Cristo, que confirma al alma en plenitud, y que requiere limpiar la mirada de la mente de las motas de polvo que la embotan y oscurecen, o sea los restos de las pasiones del alma que queden, ya que la vida es una continua purificación.

             Desde aquí pasa a la siguiente bienaventuranza, sobre los pacíficos que serán llamados hijos de Dios, y hace un análisis de la personalidad pacífica en un triple nivel de madurez de esta virtud: el pacífico-apacible (pacatus), que devuelve bien por bien; el pacífico-paciente (patiens), que soporta el mal, el pacífico-pacífico (pacificus), que devuelve bien por mal. Por eso, llegar a la pacificación es todo un programa de vida.

             Después de esto, el tratado termina con largo excursus sobre la corrupción de la jerarquía eclesiástica (n.32-39a) de su tiempo, que, en vez tener un corazón puro, está entregada a todas las pasiones y ambiciones del corazón, a la búsqueda de influencia y poder, a la mentira y deslealtad. La Iglesia está llena de falsos mediadores y negociadores con lo divino. Resultan todavía impactantes y actuales estos textos fuertes y valientes de Bernardo en los que sale a relucir, una vez más, su vena profética. A todos los corruptos les exhorta a la conversión, lo cual en la mentalidad de Bernardo es una invitación a abrazar la vida monástica, y más concretamente la vida cisterciense de Claraval:

 Huid de Babilonia, echad a correr y salvaos. Salid a toda prisa hacia las ciudades de refugio, donde podréis hacer penitencia de vuestros extravíos pasados, alcanzad misericordia y esperad con toda confianza la gloria futura (n.37).

            Babilonia simboliza aquí la ciudad secular, personificada en París donde pronuncia el discurso. Las ciudades de refugio simbolizan los monasterios, en tanto que lugares de conversión. En último término, a esto es a lo que exhorta Bernardo a los profesores y estudiantes de París.

             El último número del excursus tiene como base la bienaventuranza sobre los perseguidos por causa de la justicia (39b-40), y se refiere a los pastores buenos. Estos, a diferencia de los fariseos, los asalariados, los bandidos y los lobos del rebaño, son los que no se niegan a dar su vida por sus ovejas, sin temer al lobo ni a los ladrones. Con esto termina el tratado. 

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San Bernardo. Juan de las Ruelas(1560-1625). Hospital de San Bernardo. Sevilla

 

Síntesis de la doctrina espiritual de San Bernardo de Claraval (Parte 4)

 3.4 Si no te conoces, sal fuera

                -La curiosidad

               -La avidez del corazón o cupiditas

 

3.4 Si no te conoces, sal fuera

 

Hemos comenzado diciendo que Bernardo entiende el pecado original como un acto de libertad humana, que trae como funesta consecuencia una deformidad: el alma pierde su forma semejante, tanto respecto de Dios como de sí misma. Su ser natural, original, su verdadero yo se des-figura y su simplicidad semejante a la divina queda encubierta por la duplicidad y la apariencia de un ego “feo y deforme”, cuyo un libre albedrío está cautivo del pecado, debido a que la razón ha perdido el discernimiento por el egoísmo que la devora, y la voluntad, debido a lo mismo, ha perdido vigor y complacencia en el bien y la virtud, de modo que se complace mejor en los apetitos de su corazón.

He ahí, en dos palabras el drama del hombre: que ha perdido la conciencia de su verdadera identidad y el gusto de su verdadero bien. Ha caído en el olvido, al salir de Dios y de sí mismo por la curiosidad de la razón y la desviación del amor, del affectus, dicen los cistercienses, del corazón, el cual ya no se compensa en Dios y pretende compensarse locamente con los bienes creados, y así deriva en una cupiditas o avidez insaciable.

La curiosidad

Por la curiosidad, el alma salió y se enajenó de sí misma, al mirarse en las cosas y dejar de mirarse en Dios. Desde esta perspectiva, Bernardo explica el pecado original como un olvido, un desconocimiento de sí, una enajenación en la tierra de la desemejanza. Los Sermones 35-38 sobre el Cantar de los Cantares, que comentan Cántico 1,7: “Si no te conoces, sal fuera” (Vulgata: si te ignoras, egredere), están dedicados a este tema. Cuando el alma sale de sí misma, se enajena y cae en olvido; y cuando entra en sí, recupera memoria e identidad.

Curiosidad es un término clásico en espiritualidad. No se refiere a la curiosidad científica, en el sentido positivo de esta expresión, sino a la causa de la enajenación espiritual. El hombre sale de sí por la curiosidad, cambiando la percepción espiritual que gozaba en Dios por la de los sentidos.

Hay una estrecha relación entre la curiosidad y los sentidos, dado que éstos son las ventanas por donde el hombre sale y se identifica con el mundo sensible, que es la realidad externa, inesencial y superflua. En la segunda parte del tratado Sobre los grados de la humildad y la soberbia, la curiosidad es el primer escalón hacia el fondo de la soberbia, (Grados X, 28). Comentando el pasaje de la serpiente y la fruta del árbol, dice que el pecado y la muerte entraron por las ventanas del alma, que son los sentidos, principalmente la vista y el oído: por ellos el hombre se empezó a descuidarse y exteriorizarse, a volverse sensitivo y desconocerse, a llenarse de orgulloso y querer ser como Dios:

El curioso se entretiene en apacentar estos cabritos, mientras no se preocupa de conocer su estado interior (Ibid.).

Los ojos se fascinan por la belleza sensible, los oídos por la voz de la serpiente que promete una ciencia y excita la pasión. Por eso, la continuación del mismo versículo que Bernardo comenta en el Sermón 35 sobre el Cantar de los Cantares, añade: si te desconoces, sal fuera y apacienta tus cabritos. Aquí los cabritos son también los sentidos corporales, por los cuales el alma busca colmar su avidez insaciable:

Los cabritos, que son los sentidos corporales, no buscan las realidades celestiales, sino… los bienes de este mundo sensible, que es la región de los cuerpos; allí alimentan sus deseos, y en vez de saciarlos los acucian más. (SCant 35, I,2).

La avidez del corazón o cupiditas

¿Cómo el hombre, cegado por su cupidítas, va a tomar conciencia de su enajenación? La experiencia de la vida se lo irá revelando. Su deseo insaciable le fuerza a buscar saciedad en los bienes de este mundo, pero la avidez no se aplacaría ni aun teniendo la posibilidad y el tiempo de poseer el mundo entero.. Es el circuito de los impíos, que sólo engendra cansancio y hastío (AmD VII,18; Var 43,3) ya que sólo Dios puede colmar la sed del corazón: “Dios es amor, y nada podría colmar al hombre creado a imagen de Dios más que el Dios de caridad, que es, únicamente él, más grande que toda criatura” (SCant 18,6).

 Como el deseo del corazón tiende al infinito, al proyectarse a las realidades de este mundo, que son todas ellas finitas e imperfectas, entra en un círculo vicioso del que no es posible salir más que enderezando nuevamente el deseo hacia su objeto propio que es Dios. Bernardo trata de forma brillante este círculo del deseo en su tratado Sobre el amor de Dios. Y lo hace partiendo de lo que podríamos llamar el principio de la tendencia a lo mejor: “por tendencia natural, todos los seres dotados de razón aspiran a lo que les parece mejor, y no están satisfechos si les falta algo que consideran mejor” (AmD VII,18). Y después de poner algunos ejemplos, concluye:

 Es imposible que encuentre felicidad en las realidades imperfectas y vanas quien no la halla en lo más perfecto y absoluto… Poseas lo que poseas, codiciarás lo que no tienes, y siempre estarás inquieto por lo que te falta. El corazón se extravía y vuela inútilmente tras los engañosos halagos del mundo. Se cansa y no se sacia, porque todo lo devora con ansiedad, y le parece nada en comparación con lo que quiere conseguir. Se atormenta sin cesar por lo que no tiene y no disfruta con paz lo que posee. ¿Hay alguien capaz de conseguirlo todo? Lo poco que se puede alcanzar, y a fuerza de trabajo, se posee con temor, se desconoce cuándo se perderá con gran dolor, y es seguro que un día se tendrá que dejar. Ved qué camino tan recto toma la voluntad extraviada para conseguir lo mejor… En estos rodeos, la voluntad juega consigo misma y la maldad se engaña a sí misma. Si quieres alcanzar así tus deseos, si pretendes lograr lo que te sacie plenamente… corres a ciegas y encontrarás la muerte perdido en este laberinto, y totalmente defraudado. En este círculo se mueven los malvados. (AmD VII,18).

 De este modo, el alma se va tras sus deseos y se encorva y pierde su rectitud: “El alma… si apetece lo terreno, ya no es recta, sino curva, aunque no deja de ser grande porque aún mantiene su capacidad de lo eterno” (SCant 80,3). El curioso cae en la avidez de sus apetitos, olvidando se esencia y asemejándose al animal, que no tiene libertad ni inteligencia.

 El hombre ha sido creado como la criatura más digna. Cuando no reconoce su dignidad, se asemeja por su ignorancia a los animales y se degrada… El que no vive como noble criatura dotada de inteligencia, se identifica con los brutos animales. Olvida la grandeza que lleva dentro de sí, para configurarse con las cosas sensibles de fuera y termina por convertirse en una de ellas. Ignorante de su propia gloria que está dentro de ella, el alma se deja desviar por la curiosidad, y conformándose a las cosas sensibles exteriores, se vuelve una de ellas. (AmD II,4).

 Desde esta perspectiva, el comienzo de la conversión consiste en el movimiento inverso: entrar en sí mismo para conocerse, guardar el corazón, alejarse de los sentidos para ascender los grados de la humildad, de la verdad y del amor:

 ¡Curioso!, escucha a Salomón. Escucha, necio, al sabio: Por encima de todo, guarda tu corazón; y todos tus sentidos vigilarán para guardar aquello de donde brota la vida (Grados X, 28).

 

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Síntesis de la doctrina espiritual de San Bernardo de Claraval  (Parte3)

 

 3.3 Tres grados del amor

             -El amor del corazón

            -El amor racional y espiritual

 

3.3 Tres grados del amor

 Todos conocemos los cuatro grados de amor que Bernardo describe en su tratado Sobre el amor de Dios. Menos conocidos son los tres grados de amor que expone en el sermón 20 sobre el Cantar de los Cantares. Los cuatro grados consideran la evolución del amor desde el egoísmo al amor puro, desde el amor a sí mismo y el olvido de Dios al amor a Dios y el olvido de sí. En cambio, los tres grados contemplan el ascenso del amor desde la perspectiva de la Encarnación y la configuración con el amor de Cristo.

 Bernardo quiere mostrarnos cómo debemos amar a Cristo, y para ello considera cómo Cristo nos amó primero a nosotros, cuando éramos sus enemigos. Y aludiendo a Dt 6,3, dice que Cristo nos amó con todo su corazón, con toda su alma, con toda sus fuerzas, o lo que es igual: dulciter, sapienter, fortiter: dulcemente, sabiamente, valerosamente. Así deberá, pues, amarle el cristiano:

 “Aprende de Cristo, cristiano, cómo debes amar a Cristo. Aprende a amar con dulzura, amar con prudencia, amar con fortaleza… Que el amor inflame tu celo, lo informe la ciencia y lo confirme la constancia. Sea tu amor ferviente, prudente, inquebrantable. No conozca la tibieza, ni carezca de discreción, ni sea tímido… Ama, pues, al Señor, con todo y el pleno afecto del corazón, con toda la vigilancia y prudencia de la razón, con toda energía, para que no te atemorice morir por su amor”.

          – El amor del corazón

 Partiendo de la ejemplaridad de Cristo, y siguiendo a los Padres de la Iglesia, Bernardo y los cistercienses ven en la obra de la redención, y más concretamente en el misterio de la Encarnación, una pedagogía de Dios para el hombre caído en la deformidad y desemejanza con el Verbo. Cristo es Mediador de la redención, pero también de la vida espiritual, del ascenso del alma a Dios, en virtud de su doble naturaleza, humana y divina.  El dogma de Calcedonia afirma que Cristo es una única Persona divina -el Verbo o Logos– en dos naturalezas fundidas en una unidad sin separación ni división, sin mezcla ni confusión. Unión que san Bernardo, comentando el Cantar de los Cantares, califica simbólicamente de “beso”:

 La boca que besa es el Verbo que se encarna; quien recibe el beso es la carne asumida por el Verbo; y el beso que consuman juntamente el que besa y el besado es la Persona misma formada por ambos, el Mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús (SCant 2,3).

Por lo tanto, es posible comulgar con esa Persona divina en un doble nivel: el de su humanidad, que es visible y sensible, y el de su divinidad, que es espiritual y está más allá de lo sensible. La primera comunión es más lejana, la segunda más cercana a lo que el Verbo es en sí. En ambos casos se ama a la Persona del Verbo, aunque a niveles distintos, teniendo la primera como función ser un escalón para la segunda. Esta es la pedagogía:

 Yo creo que ésta fue la causa principal por la cual el Dios invisible se manifestó en la carne y convivió como hombre entre los hombres: ir llevando gradualmente hacia el amor espiritual a los hombres, que, por ser carnales, sólo podían amar carnalmente, y guiar así sus afectos naturales al amor que salva (SCant 20,6).

 Esta es la mejor respuesta que el abad de Claraval encuentra para explicar el por qué de la Encarnación: el Verbo se hace carne, se hace de carne, para abrirse una vía de acceso a nosotros a través de nuestra sensibilidad, de nuestros sentidos carnales o físicos, que no son aptos para captar al Verbo en tanto que Verbo. Y además le parece que la Encarnación fue la mejor manera de atraer al hombre alejado de él y convertido en su enemigo, respetando al máximo su libre albedrío: dirigirse a su misma libertad y a su poder de elegir y amar:

Cuando quiso recuperar a la noble criatura humana, Dios se dijo a sí mismo: si le fuerzo a pesar suyo, lo que tendría sería un asno, no un hombre… le he amenazado con penas terribles… en vano… Le he ofrecido la felicidad eterna… lo que ni ojo vio ni oído oyó, lo que el corazón humano no pudo ni concebir ni desear… sin ningún resultado. Una sola esperanza me queda. El ser humano no es únicamente temeroso y egoísta; sobre todo es capaz de amar, y es el amor lo que constituye la fuerza más poderosa para atraerlo. Dios vino, pues, en nuestra carne mostrándose así infinitamente amable, dando prueba de la mayor caridad al ofrecer su vida por nosotros (Var 29,2-3).

 El capítulo 3 del tratado Sobre el amor de Dios, desarrolla hermosas páginas sobre todo lo que Cristo hizo y sufrió en favor de los hombres con la esperanza de recibir una respuesta de amor. Dios se dirigió al corazón sensible del hombre a fin de recuperar a esta criatura suya que siguió permaneciendo fundamentalmente noble a pesar del pecado. Y para enderezar su amor carnal en espiritual es por lo que puso su humanidad como mediadora.

En la vida espiritual, el amor del corazón tiene como función configurar al alma con la humanidad de Cristo, hasta amarlo con todo el corazón, y no sólo con una parte, y así librar al alma de todo otro afecto carnal:

 El amor del corazón es en cierto sentido carnal, porque se siente afectado más por la carne de Cristo y por lo que Cristo hizo o mandó a través de su carne. Poseído por este amor, el corazón se conmueve enseguida por todo lo que se refiere al Cristo carnal. Nada escucha más a gusto, nada lee con mayor afán, nada recuerda con tanta frecuencia, nada medita más dulcemente… La medida de este amor consiste en que llena todo el corazón con su dulce suavidad, desechando de él todo otro amor o seducción carnal… En pocas palabras, amar con todo el corazón consiste en preferir el amor de su sacrosanta carne a cualquier otra cosa que halague a la propia carne o la de otro. Me refiero también a la gloria del mundo, porque la gloria del mundo es gloria de la carne y aquellos que se complacen en ella son sin duda carnales (Scant V,6-7).

 Sea el Señor Jesús suave y dulce para tu afecto, de modo que neutralices el mal y las cosas dulces de la vida carnal, y así una dulzura venza a otra dulzura, como un clavo extrae otro clavo (SCant 20,4).

 Este amor carnal a Cristo se alimenta sobre todo de la consideración de los misterios históricos de la vida de Jesús, sobre todo su encarnación y su pasión:

 Siempre que ora tiene ante sí la imagen del Hombre Dios que nace y crece, predica y muere, resucita y asciende; toco cuanto le ocurre impulsa necesariamente su espíritu al amor de las virtudes o lo arranca los vicios sensuales, ahuyenta los hechizos y serena los deseos (Ibid.).  

La posteridad de san Bernardo se ha quedado sobre todo con este amor del corazón -la famosa devoción a la humanidad de Cristo-, como si fuera lo más característico de su doctrina, seguramente debido a la forma brillante como ha sabido exponerla. Por eso algunos dicen que él es el primero en inaugurar el modo de meditación basado en la consideración de escenas evangélicas mediante la imaginación y los sentidos, como si uno estuviera allí, que más tarde se llamará “composición de lugar”. De hecho, bien conocidas son sus fervoras meditaciones sobre los episodios de la vida de Cristo, sobre todo la Pasión; o la ternura con que hablaba de las excelencia del Nombre de Jesús (SCant 15,5-6):

 Por él existo, vivo y gusto (sapio)… El que se niegue a vivir para ti, de hecho ya ha muerto, quien no te gusta (sapit), pierde el gusto (sapor). Quien se empeña en no existir para ti, se derrite en la nada, es pura nada (SCant 20,1).

 Esta devoción a la humanidad de Cristo es necesaria: “Los verdaderos fieles saben por experiencia lo vinculados que están con Jesús, sobre todo con Jesús crucificado”. (AmD III,7). Ella desarrolla en el corazón del hombre gracias de amor extraordinarias, como lo atestiguan las expresiones sacadas del Cantar de los Cantares, que aquí usa Bernardo: In hortum introducta dílecti sponsa (ibid), “(Jesús) se adentra siempre que puede en el lecho de nuestro corazón” (Ibid, 8). Sin embargo, el amor con todo el corazón es un escalón hacia el amor con toda el alma y el amor con todas fuerzas.

 El que no posee aún el Espíritu que da vida, se consuela provisionalmente con la devoción a su carne humana… por otra parte tampoco se puede amar a Cristo según la carne sin el Espíritu Santo; pero este amor no llega a la plenitud (SCant IV,7).

 Aunque la devoción a la carne de Cristo es un don y un don grande del Espíritu Santo, yo le llamaría carnal con relación a aquel amor por el que se saborea, no ya al Verbo hecho carne, sino al Verbo-Sabiduría, al Verbo-Verdad, al Verbo-Santidad… Es bueno este amor carnal mediante el cual se excluye la vida carnal, se desprecia y se vence al mundo. Pero es más provechoso si es racional; y se perfecciona cuando se vuelve espiritual (Scant V,6-VI,8).

 Los que se nutren del amor a la humanidad del Verbo viven bajo su sombra, dice Bernardo utilizando un texto de las Lamentaciones: a su sombra viviremos entre los pueblos (4,20). La sombra es la dulzura carnal de Cristo, en la que se cobijan los principiantes, los que no pueden percibir aún las cosas del Espíritu de Dios (IV,7; cf 1Cor 2,14) porque no tienen la visión, el conocimiento contemplativo.

 En otros lugares aplica a la humanidad de Cristo la imagen de la Roca, en la que sólo los contemplativos son capaces de abrir agujeros, penetrar en el misterio humano-divino que esconde (SCant 62,6). O la imagen del heno o paja del pesebre de Belén. En este sentido, aconsejará a los caballeros de la Orden del Templo que cuando estén en Belén, mediten en el significado del pesebre, del buey, del asno y del heno;:

 El hombre, sin comprender la dignidad en la que fue creado, se comparó a un asno ignorante y se hizo semejante a el (Salmo 48,3, Vulg). Por eso el Verbo, pan de los ángeles, se hizo alimento de asnos, para que éstos tengan heno carnal para rumiar. Se trata del hombre, que se olvidó totalmente de comer el pan del Verbo, hasta que, devuelto a su primera dignidad por el Hombre-Dios, pudiera decir con san Pablo: si antes conocimos a Cristo según la carne, ahora ya no lo conocemos así. Pienso que nadie puede decirlo de verdad a no ser que, como Pedro, haya escuchado de boca de la Verdad: las palabras que os he dicho son espíritu y vida; mas la carne no sirve de nada… Puede hablar sin escándalo de la sabiduría de Dios a los perfectos, explicando cosas espirituales a los hombres espirituales. Pero con los niños o los animales debe ser cauto, proponiéndoles sólo lo que pueden captar, es decir a Jesús, y éste crucificado. Por tanto, uno y el mismo es el alimento de los pastos celestes, rumiado dulcemente por el animal y masticado por el hombre, que al adulto da fuerza y al niño nutrición (Glorias… VI,12).

          – El amor racional y espiritual

 Aunque baste para la salvación, el amor “carnal” a Cristo ha de ser trascendido, porque en su unión con el Señor, el alma se une con la Persona divina del Verbo. Bernardo afirma esto con vigor, a pesar de que siempre y de principio a fin llevó consigo el recuerdo de la Pasión. Este paso de lo visible a lo invisible está simbolizado en el misterio de la Ascensión, cuando Cristo desapega a sus apóstoles de su presencia corporal diciéndoles: si me amarais, os alegraría que me vaya con el Padre (Jn 14,28). Y comenta Bernardo: “le amaban dulcemente, pero sin prudencia; le amaban carnalmente, pero no racionalmente; le amaban con todo el corazón, pero no con toda el alma” (SCant 20, IV,5). Conviene que el Cristo carnal se vaya al cielo, para que descienda el Espíritu, y con él otro nivel más elevado de amor: si antes conocimos a Cristo según la carne, ahora ya no lo conocemos así (2Cor 5,6).

 El amor racional pasa, como antes hemos visto, del amor al Verbo-Carne al amor al Verbo-Sabiduría, al Verbo-Verdad, Santidad, Justicia y Virtud, porque Cristo se ha hecho para nosotros todo eso: Sabiduría, Justicia, Santificación y Redención (1Cor 1,30). Es decir, ama y se configura con las cualidades éticas y espirituales que caracterizan la personalidad interna de Cristo. A diferencia de aquel l amor que se conmueve por el recuerdo de la pasión, éste arde siempre por el celo de la justicia, emula en toda ocasión lo verdadero, siente ansias por alcanzar la sabiduría, ama la santidad de vida y la moral de sus costumbres, se avergüenza de toda jactancia, aborrece la detracción, desconoce la envidia, detesta la soberbia, no sólo huye de toda gloria humana, sino que le fastidia y la desprecia, abomina extremosamente y persigue en sí mismo toda impureza de la carne y del corazón, deshecha con toda naturalidad todo mal y se adhiere a todo lo que es bueno (SCant VI,8).

 Por tanto, este amor apunta a la realización moral de la persona, a la configuración con el Cristo ético, con la doctrina evangélica, que establece la virtud misma de Cristo en el alma y deja atrás las pasiones y los apetitos carnales. Mientras el amor afectivo a veces es ambiguo y puede llevar al subjetivismo y a desviaciones religiosas, en el sentido de un iluminismo o un engaño diabólico (SCant 20,9), éste es prudente, juicioso, circunspecto, y se deja guiar por la razón y la regla de la fe. Bernardo piensa sin duda en las herejías teológicas y espirituales de su tiempo, como por ejemplo los cátaros, con las que tuvo que confrontarse:

 Será racional -este amor- si en todo lo que debemos sentir de Cristo se mantienen con tal firmeza las bases de la fe, que ninguna apariencia de verdad, ninguna desviación herética o diabólica serán capaces de apartarnos jamás de sentir limpiamente con la Iglesia. Esta misma cautela debemos observar en la propia conducta, de modo que nunca sobrepase el límite de la discreción, con ninguna clase de superstición, ligereza o vehemencia del fervor, bajo pretexto de una mayor devoción (SCant VI,9).

 Como es lógico, este amor no sólo requiere discernimiento en la inteligencia, sino también fortaleza, valor y constancia en la voluntad, para que ésta se convierta y se configure enteramente con la virtud de Cristo, y así pueda amarle también con todas las fuerzas. Este amor con todas las fuerzas es el amor espiritual, que no tiene con el anterior más que una diferencia de plenitud, dado que la santidad no es otra cosa que la plenitud de la Virtud de Cristo en el alma por el Espíritu Santo:

 Amaremos a Dios con todas las fuerzas y el amor será espiritual, si con la ayuda del Espíritu llega a tal vigor que no se abandona la justicia, ni por la coacción de los sufrimientos o tormentos, ni siquiera por miedo a la muerte. Creo que merece ser llamado así porque goza de esta prerrogativa que es su característica: la plenitud del Espíritu (SCant VI,9).

 Ahora bien, el hecho de que el amor del corazón deba trascenderse no significa que deba abandonarse. Un amor que sólo tuviera como apoyo una meditación exclusivamente espiritual, iría contra la naturaleza corporal y espiritual del hombre en esta vida, que no podría sostener tal tensión, y si pretendiera mantenerse mediante su esfuerzo en esa cima, vería entibiarse su amor a Dios y languidecer. Por eso:

 Éstas son las manzanas y las flores (recuerdo de la pasión, etc.) que la esposa pide para alimentarse y fortificarse. Pienso que ella teme que se enfríe y languidezca fácilmente el ímpetu de su amor si no la reaniman con estos estímulos (testimonios sensibles de amor) (AmD III,10).

O puede derivar en orgullo espiritual; por eso siente que un día Cristo le dice: “No pretendas grandezas que superan tu capacidad; contempla apaciblemente mis heridas y todo lo que he sufrido en mi carne” (SCant 45,4). Y también: Ne irreverens scrutator majestatis opprimatur a gloria (SCant 32,3).

 El recuerdo del amor de Dios manifestado en Cristo seguirá siempre excitando el corazón del hombre, hacía la plenitud de la presencia en el cielo. “El recuerdo pertenece al tiempo presente, la presencia al Reino de los Cielos” (AmD III,10). No perdamos nunca de vista que es el propio Dios el que se manifiesta y da prueba de su amor en el misterio de la Encarnación y de la Pasión. Cuando amo a Cristo, es al Verbo de Dios a quien alcanza mi amor. Amar así a Cristo es realizar el aprendizaje del amor-caridad. Aquel que se ha hecho incapaz de gustar otra cosa que los goces sensibles y carnales, tendría que elevarse espiritualmente para poder salir de esos goces, y reencontrar en este orden espiritual un objeto que, por su transparencia, le abriera al mundo del espíritu. “Por eso, escribe san Bernardo, el Verbo ofreció su carne a los que gustan de la carne, para que aprendieran a gustar el espíritu” (Idem 6,3).

 

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Síntesis de la doctrina espiritual de San Bernardo de Claraval  (Parte 2)

 1. Tres grados de la verdad

a. Verdad propia y humildad

b. Verdad del prójimo y compasión

c. Verdad en sí o contemplación

 

San Bernardo. Jean Bellegambe 1633. Liege Francia

 

 1.  Tres grados de la verdad

 Veamos ahora el drama de la conciencia desde el ángulo de la verdad, que está falsificada por el desconocimiento de sí y por el orgullo, y que por tanto sólo se puede recuperar mediante el conocimiento propio y la humildad. San Bernardo desarrolla esto principalmente en su primer tratado Sobre los grados de la humildad y la soberbia y en los Sermones 35-38 Sobre el Cantar de los Cantares, desde la perspectiva de  Cant 1,7: “si no te conoces, sal fuera” (Biblia Vulgata). Veamos aquí una síntesis de las ideas dominantes del tratado.

 Este tratado es la primera obra de san Bernardo, escrita hacia 1125, y por tanto presenta una síntesis de su primera enseñanza. Sobre la base de los doce grados de humildad de la Regla de san Benito, se describe la humildad y la soberbia como dos contrarios que abarcan el ascenso y el alejamiento de Dios. Se estructura en dos partes bien definidas: primero la teoría y teología de la humildad, la subida a la Verdad, a base de sucesivas clasificaciones tripartitas (n. 1-27), y segundo el descenso a la soberbia (n.28-57). Nos centramos sólo en la parte primera.

 San Benito expone doce grados de humildad que deben llevar al que los sube a un primer grado de verdad. Estos tres grados son: la verdad de sí mismo o conocimiento propio, la verdad de los otros o conocimiento del prójimo y la verdad en sí misma o conocimiento de Cristo-Verdad y de Dios. La primera genera humildad, la segunda compasión, la tercera contemplación. La verdad de sí revela nuestros límites humanos, nuestra miseria, dice Bernardo. Conocerse a sí mismo sin escapatoria, sin tratar de justificarse, ya es amarse a sí mismo. Es la verdad básica, de la que nace una cierta misericordia hacia el propio ser frágil, y uno se va despegando de su autosuficiencia.

 a. Verdad propia y humildad

 Si el conocimiento básico de sí consiste en adquirir conciencia de la propia miseria, la humildad básica consiste en ser capaz de aceptarla y asumirla. Lo cual nos vuelve mansos, humildes, nos quita humos en relación con los demás, nos capacita para ser compasivos con las miserias ajenas. En lenguaje de Bernardo, es saberse enfermo, feo y deforme, enajenado de Dios y de sí mismo, sin discernimiento ni complacencia en el bien, “encorvado” hacia la materia, sin rectitud moral.

 El que ve la propia verdad se hace pequeño, se desdiviniza, deja a un lado todo sueño de engreimiento y suficiencia, se pone en el lugar que debe. Así define Bernardo la humildad:

 Es una virtud que incita al hombre a autorrebajarse (vilescit) ante el verdadero conocimiento (verissima cognitio) de sí.

 El término vilescit no significa envilecerse o menospreciarse en el sentido morboso del término, sino que uno deje de imaginarse distinto de como es, de representar un personaje,  aunque sea el de un santo, como hace el fariseo, que se desconoce a sí mismo y por eso es orgulloso y duro con los demás. La psicología afirma con frecuencia que no hay que despreciarse a sí mismo, sino tener el valor de afirmarse, de no machacarse ni odiarse, sino aceptarse y amarse. Vilescit significa estimarnos en menos de lo que nos imaginamos, creernos lo que no somos, como hizo Adán, y reconocernos tal como somos, amándonos y aceptándonos así, sin autoengañarnos proyectando una imagen ideal y bonita, que en el fondo no es más que un ídolo. Fuera de esta verdad todo se vuelve falso, encubierto, dúplice.

 La verdad básica se debe asumir. En eso consiste el comienzo del verdadero amor a sí mismo: en la aceptación de que somos una imagen fea y deforme, sin hundirnos en la depresión o el autorrechazo. A este conocimiento y aceptación aplica Bernardo la Bienaventuranza de los mansos, porque produce paz y sanación. El que acepta, acoge y ama su fealdad ante sí mismo y ante Dios se refugia en la misericordia y tiende a la conversión mediante la contrición y la compunción del corazón. A los que hacen esto aplica Bernardo también la Bienaventuranza de los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos alcanzarán misericordia. Momento realista en el que uno se hace juez de sí mismo ante la verdad.

 b. Verdad del prójimo y compasión

 Dice Bernardo que cuando el hombre, después de discernirse y tomar conciencia de su verdad “pobre, desnuda y enferma” (VI,19), de su ego tal como es, no se gusta como se ve y se avergüenza de sí mismo: “les desagrada lo que son y suspiran por lo que no son, conscientes de que nunca lo alcanzarán por sus fuerzas” (V,18). Entonces viene la compunción y el llanto, el deseo de cambiar, de alcanzar la integridad, no por perfeccionismo, sino “por amor a la verdad”, porque empiezan, dice Bernardo, a sentir hambre y sed de la justicia. Para lo cual imploran la misericordia de Dios. Un texto del Comentario al Cantar de los Cantares lo expresa así:

             Yo deseo que el alma, ante todo, se conozca a sí misma… ese conocimiento no infla, humilla; es una preparación para nuestra edificación. No podría mantenerse nuestro edificio espiritual, sino es sobre el fundamento estable de la humildad. Y para humillarse a sí misma, no encontrará el alma nada tan estable y apropiado como encontrarse a sí misma en la verdad… Si se contempla ante la clara luz de la verdad, ¿no se encontrará alejada en la región de la desemejanza, suspirando al ver su miseria e incapaz de ocultar su verdadera situación?…

Volverá a las lágrimas, retornará al llanto y a los gemidos, se convertirá al Señor y exclamará con humildad: Sáname, Señor, porque he pecado contra ti… Siempre que me asomo a mí mismo, mis ojos se cubren de tristeza. Pero si miro hacia arriba, levantando los ojos hacia el auxilio de la divina Misericordia, la gozosa visión de mi Dios alivia al punto este desconsolador espectro, y le digo: cuando mi alma se acongoja, te recuerdo… Dios se da a conocer saludablemente con esta disposición, si el hombre se conoce a sí mismo en su necesidad radical… De esta manera, el conocimiento propio es un paso para el conocimiento de Dios (Scant 36, IV,5-6).

 Un paso al conocimiento de Dios, al tercer grado de la verdad, pasando por el segundo grado, que es la verdad en el prójimo y la compasión. En este paso convergen dos perspectivas: una evangélica y otra psicológica. La primera emana de la bienaventuranza de Jesús: “Dichosos los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia”. O sea, aquel que aspira alcanzar de Dios misericordia, ha de practicar él mismo misericordia con los demás. La segunda surge espontánea por un movimiento de universalización de la propia experiencia personal y de empatía.  Universalización, porque quien se conoce a sí mismo, conoce cómo son todos en su deformidad y sabe con el salmista que “todos son unos mentirosos”. Es capaz de leer el alma de los demás en la suya propia, y comprender el sufrimiento ajeno en el propio.

 Este es el segundo grado de la verdad. Los que llegan a él buscan la verdad en sus prójimos; adivinan las necesidades de los demás en las suyas propias, y por lo que padecen, aprenden a compadecerse de los demás (V,18)

 La compunción, el deseo sincero de conversión y las obras de misericordia irán creando esa empatía con la miseria ajena, por la cual la voluntad propia se transforma en voluntad común y “el amor carnal, que impulsa al hombre a amarse a sí mismo por encima de todo, se vuelve social, extendiéndose a los demás” (AmD VIII,23). En su exposición, Bernardo pone el acento sobre todo en este segundo grado: la compasión, el amor socialis, la caridad fraterna, que no puede existir sin un previo conocimiento de sí en esa verdad básica de la propia deformidad que le hace a uno humilde al desmontar su yo farisaico y permitirle salir del círculo que lo encerraba en sí mismo y lo hacía creerse mejor que los demás.

 Los misericordiosos descubren enseguida la verdad en sus prójimos. Proyectan hacia ellos sus afectos y se adaptan de tal manera, que sienten como propios los bienes y los males de los demás. Con los enfermos enferman; se abrasan con los que sufren escándalo, se alegran con los que están alegres y lloran con los que lloran.

 He ahí la compasión, verdadera justicia social cuya práctica es tan importante en la búsqueda completa de la Verdad. Nace de la empatía, de la ósmosis, de la igualdad de todos en la miseria, del hecho de que lo semejante conoce lo semejante:

 Ni el sano siente lo que siente el enfermo, ni el harto lo que siente el hambriento. El enfermo y el hambriento son los que mejor se compadecen de los enfermos y de los hambrientos. La verdad pura únicamente la comprende el corazón puro; y nadie siente tan al vivo la miseria del hermano como el corazón que asume la propia miseria. Para que tengas un corazón misericordioso por la miseria ajena, necesitas conocer primero tu propia miseria, para que leas el alma del prójimo en la tuya (¡no sus problemas!, como dice la traducción) (III,6).

 El humilde se sabe igual que los otros, partícipe de una miseria generalizada. En cambio, el fariseo, al creerse distinto, en la fila de la virtud, se engaña en su discernimiento -en su liberum consilium-, y por eso se llena de altivez y orgullo, juzgando al otro con dureza, en vez de con dulzura, mirando la brizna del ojo ajeno sin ver la viga del propio:

 Si no eres capaz de escuchar al Discípulo que te aconseja -san Pablo-, teme al Maestro que te acusa: hipócrita, quita primero la viga de tu ojo, y entonces podrás ver para sacar la brizna del ojo de tu hermano. La soberbia de la mente es esa viga enorme y gruesa en el ojo, que por su cariz de enormidad vana e hinchada, no real ni sólida, oscurece el ojo de la mente y oscurece la verdad. Si llega a acaparar tu mente, no podrás verte ni percibirte (sentire) como eres o puedes ser, sino tal como te quieres, como piensas que eres o como esperas ser (Grados n.IV,14).

 Thomas Merton escribe en Diario de un espectador culpable: “No tienen comprensión porque no tienen compasión; y no tienen compasión porque no conocen al hombre”. El humilde, aquel que conoce al hombre porque se conoce a sí mismo, juzga su hermano con mansedumbre, porque su propia verdad le ha hecho manso y le ha quitado todo complejo de superioridad, le ha bajado del cielo y le ha puesto en su sitio, que es la tierra, el humus, de donde deriva la palabra humildad: Por eso dice Bernardo, citando el Génesis: Mira la tierra para conocerte a ti mismo;  ella te dará tu propia imagen, porque eres tierra y a la tierra volverás” (X,28). No hay que mirar al cielo, al yo ideal, al hombre bonito, sino a la tierra, al falso que soy, al feo y deforme. Ahí, en la propia miseria, se nutre la empatía y la misericordia.

 c. Verdad en sí o contemplación

 Por la compunción, el hambre y sed de sed de ser justo y la práctica de la misericordia, el corazón se purifica de la ignorancia, de la debilidad y del deseo desordenado. Contrición, integridad moral y compasión son las tres dimensiones principales de la purificación del corazón, que así queda abierto a esa suprema salida –excessus– que es la contemplación, que es el tercer grado de la verdad:

 Purificados ya en lo íntimo de sus corazones con esta misma caridad fraterna, se deleitan en contemplar la Verdad en sí misma (in sui natura), por cuyo amor sufren los males ajenos (III,6)… Los grados o estadios de la verdad son tres: al primero se sube por el trabajo de la humildad, al segundo por el afecto de la compasión, al tercero por el éxtasis (excessus) de la contemplación. En el primero, la verdad se nos muestra severa, en el segundo piadosa, en el tercero pura. Al primero nos conduce la razón, con la que nos discernimos a nosotros mismos; al segundo el afecto, con el que nos compadecemos de los demás; al tercero nos arrebata la pureza, que nos eleva a las realidades invisibles (VI,19).

 Como es lógico, a este tercer grado se aplica la bienaventuranza de los puros de corazón, que ven a Dios. Más adelante diremos una palabra sobre este excessus mentis, que coincide con el cuarto grado del amor. Añadir aquí simplemente que, al terminar la exposición, Bernardo relaciona las tres formas de verdad, que coinciden con los tres objetos del amor: a uno mismo, al prójimo y a Dios, con las tres Personas de la Trinidad (VII,20-21 y VIII,22-23): el Hijo enseña el primer grado como Maestro, introduciéndonos en la escuela de la humildad. El segundo, caridad y la compasión, lo da el Espíritu que derrama la caridad y consuela a los amigos. El tercero lo enseña el Padre, que revela la Verdad plena y recibe en la gloria, abrazando como Padre.

 En el primer grado, el Hijo, en tanto que Palabra y Sabiduría del Padre, educa la razón para que se discierna y sea juez de sí misma. Se une a nuestra razón para convertirla en su auxiliar y de esta unión (conjunctio) nace la humildad. También el Espíritu visita la voluntad caída y la purifica, y de esta unión nace la caridad. Por último, cuando razón y voluntad ya no están divididas, el Padre se une a ellas en la contemplación y arrebata el alma a los secretos de la Verdad. Y finalmente compara estos tres grados a los tres cielos del éxtasis de san Pablo.

 En la mente de san Bernardo, pues, sólo el humilde puede amar: amarse a sí mismo en la aceptación de la propia miseria; amar al prójimo tal como es, y no tal como quisiéramos que fuera, y amar a Dios en su verdad, no en nuestras proyecciones. Bernardo ha descubierto antes que la psicología moderna que la verdad propia lleva a la verdad ajena, que la aceptación incondicional de sí, es condición básica para la aceptación incondicional del otro, con todo lo que le hace otro y distinto, y que el orgullo ciega el conocimiento propio y de todo lo demás.

 

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Sermones sobre el Cantar: Historia de la redacción

 Tabla de Contenido

 1.     Sermones sobre el Cantar : Historia de la redacción

1.1.1. Génesis del Comentario

1.1.2. La tradición manuscrita

1.1.3. Estructura global del comentario

1.1.4. Visión sintética

 

1.                  Sermones sobre el Cantar: historia de la redacción

 1.1.1.         Génesis del comentario

Tiempo de redacción: 18 años, de 1135 a 1153. La fecha de los 24 primeros: 1135-1136. En su origen está la convalecencia de Bernardo y sus conversaciones con Guillermo de S-T sobre el Cantar de los Cantares, ±1120: unos 15 años antes del inicio de la redacción de S. Bernardo.

 Guillermo resume lo esencial de las conversaciones en su Brevis Commentatio. Estas anotaciones contienen el primer  estadio de los comentarios definitivos de Bernardo y de Guillermo, por el vínculo que muestran con ellos. La Brevis Commentatio llega hasta Cant 2,8: “¡la Voz de mi Amado!”, y es un marco para desarrollos posteriores, un documento de trabajo. Su contenido coincide con:

 -Bernardo: Scant 1-51

-Guillermo: Scant Canto primero

 Bernardo y Guillermo emprenden sus respectivas redacciones emprenden la redacción por el mismo tiempo, hacia finales de los años treinta. Esta es la duración de la redacción del Comentario de Bernardo. El conjunto del comentario muestra un profundo trabajo redaccional y de reelaboración, quizá más marcado en los sermones posteriores, que fueron apareciendo a un ritmo más lento.

 -Scant 1-24, en menos de 6 meses

-Scant 25-66, en 5 años

-Scant 67-80, en 3 años

-Scant 80-86, en 5 años

 -Scant 1-64: en 10 años: 1135-1145: 6 sermones por año (aunque Scant 50 lo terminó en 1140).

-Scant 65-86: en 8 años: 1145-1153: 3 sermones por año.

 La Brevis Commentatio de Guillermo termina en Cant 2,8 y es claro que el autor considera cerrado ahí el comentario: termina con el grito de amor, del amor ordenado y la experiencia contemplativa de Cant 2,4: “a ordenado en mí el amor”. Ahí también termina el Canto primero del comentario definitivo de Guillermo: en Cant 2,8. Mientras que para el Canto segundo sigue paso a paso el Comentario de Orígenes: un nuevo marco exegético, a falta ya del primero. El Canto cuarto y último termina en Cant. 3,3 con referencia a Cant. Ahora ben, Bernardo termina igualmente su Comentario definitivo (Scant 86) en Cant 3,4: ¿casualidad? Evidentemente no.

 Por tanto, la Brevis Commentatio (2,8) de Guillermo  indica el modo como los dos amigos abordan su primera redacción de Scant, (que en Bernardo llega hasta Sant 49-51) terminándolo en la Voz del Amado, en el abandono contemplativo. Hacia fines de los años 30, bien a consecuencia de aquellas conversaciones, bien por necesidades posteriores, ambos autores decidieron proseguir su comentario hasta Cant 3,4. Dado que la Brevis Commentatio no tiene huellas de esta continuación, parece que ambos concibieron el proyecto de ir más allá de Cant 2,8 cuando estaban ya trabajando en sus comentarios definitivos.

 1.1.2.         La tradición manuscrita

 Hay cuatro familias de manuscritoa:

-Morimond (M): primera redacción completa: llega hasta Scant 83.

-Filiación inglesa (I): redacción posterior y definitiva, también de S. Bernardo: llega hasta Scant 86

-Una redacción intermedia (T): llega hasta Scant 86

-Versión póstuma hecha en Claraval (C): llega hasta Scant 86

Diferencias entre M e I, aparte de la diferencia de número de sermones de cada serie:

-I funde en un solo sermón (Scant 24) lo que en M son dos (24a y 24b)

-I ofrece una formulación diferente y más explícita de Scant 71,7-8

-M muestra un corte claro tras Scant 49, y contiene Scant 24 en su doble versión primitiva.

-Dentro de la tradición de M, algunos manuscritos sitúan el corte en Scant 50-51 y contienen también la redacción unificada y posterior de Scant 24: es un subgrupo que indica una revisión intermedia realizada por el propio Bernardo.

-Finalmente, 8 ms revelan una redacción más primitiva que se detiene en Scant 23. Pero debido a las circunstancias que obligaron a Bernardo a interrumpir su comentario durante un año, terminando prematuramente Scant 24, es claro que este no es un corte querido por el autor, y no tiene importancia. Bernardo escribió estos primeros sermones en 6 meses.

 El examen de los manuscritos indica que el conjunto de los Sermones 1-49 es la versión más original del Comentario: la que Bernardo quiso editar primero como un conjunto completo y cerrado. Llega hasta Scant 2,4 (como la Brevis Commentatio y  el Canto primero del Comentario de Guillermo).  Con vistas a su publicación el autor revisó la serie y la completó con los Sermones 50 y 51 (=Cant 2,8), donde añadió la experiencia y el sueño contemplativo. Al mismo tiempo pensó en una continuación del Comentario más allá del límite de la Brevis Commentatio y, quizá de acuerdo con Guillermo, concibió redactar una segunda serie (hasta Scant 83), que termina también con la unión mística, y que coincide con el Canto segundo del Comentario de Guillermo. En efecto, Scant 83 comenta Cant 3,1 y se acerca al fin que Guillermo se había propuesto en su Canto segundo: llegar hasta Cant 3,4.

 1.1.3.         Estructura global del comentario.

 EN SUMA: hay dos grandes cortes, dos conjuntos acabados, que en la redacción definitiva aparecen como  dos grandes movimientos o partes de la obra total:

 -Scant 49 = el final de la Brevis commentatio (grosso modo) = Canto primero de Guillermo de S-T.

-Scant 83 = Canto segundo de Guillermo de S-T.

 El primero va de la conversión a la pacificación interior y el reposo provisional en el sueño contemplativo. El segundo trata de la llegada al fin, cuando la búsqueda de la Esposa termina porque ha encontrado al Esposo y no le suelta. Esta parte es más eclesial: la pacificación capacita a la Esposa para afrontar el mundo exterior.

 Bernardo retocaba el texto, por eso es difícil hallar líneas de ruptura en su interior. El hecho de concebir su Comentario en el género sermón: serie de pequeñas unidades más o menos independientes ayuda poco, pues introduce continuas rupturas naturales que no son las que buscamos. Además, Bernardo no se lanzó a la ligera a redactar: se tomó 15 años de preparación. Eso aunque los Sermones 1-49 los escribió en menos de 6 años. Y cuando se decidió a continuar, bien añadiendo sermones a los ya redactados (50-1), bien prosiguiendo el Comentario con una nueva serie, los añadidos no fueron improvisados, sino muy elaborados, de modo que todo quedase al final bien soldado.

No basta, pues, leer las observaciones finales de un Sermón y el comienzo del siguiente: un tópico del género sermón: serie de sermones escritos como pronunciados día a día a los mismos oyentes: el final de uno queda abierto y se promete la continuación para el día siguiente, invitando al lector a no detenerse (=novelas por entregas, cuentos).

 El sentido global final de la redacción ofrece un itinerario del progreso espiritual. La línea es llevar al lector desde el espacio interior e íntimo donde el alma se convierte, hasta una actividad que abarca a toda la Iglesia. Nada hay aquí improvisado, ni siquiera las aparentes “digresiones” a las que Bernardo se aparentemente abandona. Las digresiones de la primera parte del corpus corresponden a la dimensión interior (Scant 26: muerte de Gerardo), mientras que las de la segunda parte corresponden a la dimensión exterior (Scant 65-66: herejes de Colonia; Scant 80: Gilberto de la Porrée).

                 Estructuración de los dos movimientos

 El segundo movimiento se prepara con Scant 50-52 (Cant 2,8): la esposa está en el reposo contemplativo, y de ahí surge la necesitad de la acción, tema del segundo movimiento: Scant 57 trata del equilibrio entre Marta y María, y Scant 58 lanza la invitación a la Esposa a trabajar en la viña.

 El Sermón 49,5-8 -final del primer movimiento- comenta también Cant 2,4 (orden del amor), pero sin incluir la tensión acción-contemplación. Es el amor ordenado como tensión a lo más importante y termina en el silencio interior (estabilidad interior), condición de la contemplación (Scant 50-52), que lleva en sí el germen de una actividad mayor. Aquí se sitúa el primer corte de la tradición manuscrita: en el primer gran abrazo, como en el Brevis Commentatio. Bernardo se toma un respiro antes de abordar la cuestión de la contemplación en sí, que va más allá de la Brevis Commentatio. Y a partir de ahí inicia el segundo gran movimiento: el del amor activo.

 En el segundo movimiento, la actividad del alma va estrechamente ligada a la de la Iglesia, de modo que el alma-esposa se va identificando con la Iglesia-Esposa, y la Historia de la Salvación ocupa un lugar cada vez más importante:

-Desde Scant 60: Iglesia-Sinagoga

-Desde Scant 65-66: herejías

-Desde Scant 77: prelados indignos

-Desde Scant 79: reunión Iglesia-Sinagoga: culminación de la Historia de la Salvación. En este bloque culmina la interpretación alegórica. La interpretación moral prosigue hasta Scant 83.

 Sermones 80-83

Aunque en Scant 79 Bernardo había llegado a Cant 3,4, en Scant 80 vuelve atrás: a Cant 3,1a-b (“busqué al amado de mi alma”), mediante un truco literario: los oyentes le reprochan haber descuidado hasta entonces la interpretación moral.

 Sin embargo a la hora de la verdad, no empezará a comentar este versículo hasta Scant 84-86: el tema de la búsqueda del Verbo. Scant 80-83 no tienen relación con Cant 3,1, sino que tratan más bien el tema de la imagen, en una dirección doctrinal y teológica: la unidad, en base al restablecimiento del alma en su condición original. Como la imagen es condición capacitación para la búsqueda, Scant 80-83 pueden ser considerados como una introducción o preparación a Scant 84-86.

 -Scant 80: el Verbo-Imagen; el alma, a imagen de la Imagen: base de unión con el Verbo. También introduce aquí una refutación de Gilberto de la Porrée.

-Scant 81-82: profundización en el tema de la semejanza: simplicidad original, libre albedrío, caída, pérdida de la unidad, duplicidad, retorno por la atracción de los semejantes (afinidad alma-Verbo), es decir, por el amor hacia la unión y perfecta semejanza: unidad de espíritu alma-Verbo, que desde el punto de vista de la interpretación moral se corresponde con Scant 79: unidad Iglesia-Sinagoga, desde el punto de vista de la interpretación doctrinal. Esto indica que se puede considerar Scant 82 como un comentario a Cant 3,4 (=Scant 79) y considerar este sermón como el término de la interpretación moral (de hecho, 10 ms terminan en Scant 82).

-Scant 83: muy ligado al anterior: tema de la unidad, pero vista desde la desemejanza y desde el amor como fuerza unificante y transformadora: vuelven los grados del amor. De hecho, el sermón es como una glorificación y un himno al amor, y termina con una alusión a la unión transformante, pero sin analizar la experiencia en cuanto tal, cosa que remite para más adelante, pero que ya no hará, dejando la cosa como un final abierto. Scant 83 concluye con unas palabras ligadas a Scant 79: “el amor que une a dos seres, no en una sola carne, sino en un solo espíritu”.

Para conocer la alegría y el gozo de esta unión, para describir la experiencia de la unión, Bernardo remite a otro futuro sermón, pero ya no volverá sobre ello, ya que, de hecho, la experiencia en sí trasciende la explicación moral (anagogía). Bernardo narra el camino hacia la unión, pero no la unión misma. Como la unión pertenece a la otra vida, el Comentario alcanza aquí un término, y quizá el final absoluto que no se puede sobrepasar: un final antes del final eterno. Este sería el final que Bernardo se habría propuesto.

 Sermones 84-86

Tras la experiencia, continúa la búsqueda, porque ésta nunca termina (epéktasis). Se busca a Dios en el ímpetu del deseo, en una ascensión interminable. Este es el tema central de los tres sermones. Otro tema ligado a él es el de los hijos, la fecundidad del alma divinizada que engendra hijos a la fe (predicación, Esposa-Madre, amor activo)

 -Scant 84: no puede buscar al Verbo, si éste no la busca antes, ni encontrarle sin ser antes hallada: el Verbo busca al alma.

-Scant 85: misma dinámica ascensional: síntesis de toda la ascensión del alma al Verbo, comparada con el crecimiento humano.

-Scant 84-85: infancia del alma que empieza su ascensión, y una vez unida se dedica a sus hijos.

-Scant 86: dirigido a estos “hijos”: a los jóvenes oyentes, por el anciano Bernardo. Se presenta como inacabada, pero es más bien un final abierto: corto, sin conclusión ni doxología. Frente a la opinión tradicional según la cual Bernardo no tuvo tiempo de acabar su comentario, Win Verbaal estima que no hay aquí un final improvisado, sino querido expresamente así por Bernardo.

 Nada hay aquí improvisado. Scant 84-86 guardan estrecha relación y forman un bloque acabado. Es un final preconcebido y bien meditado.

Scant 86 es el término querido expresamente, incluso en su forma redaccional, que conduce a una conclusión acorde con el conjunto del Comentario. Se dirige a los jóvenes que buscan por la oración, en el retiro y tranquilidad, al Verbo. La oración siempre sera escuchado y el Verbo vendrá a ellos, y pasarán de la noche a la Luz: “caminad como hijos de la Luz”. Nada autoriza a pensar que Bernardo haya querido ir más allá de esta invitación: el texto aparece terminado, acorde con los sermones anteriores. La apelación a que la muerte le impidió dar forma acabada al sermón no se justifica, ya que se sabe que Bernardo aún dictó escritos estando prácticamente en el lecho de muerte.

 -Scant 84: el alma buscada y encontrada por el Verbo, estímulo para los pequeños.

-Scant 85: crecimiento del alma que llega en su búsqueda a la madurez, y se hace fecunda poniéndose al servicio de los niños.

-Scant 86: se dirige directamente a estos niños, a los jóvenes inexperimentados entre sus lectores y les dice que la verdadera búsqueda del Verbo se vive a través de una oración humilde y pudorosa, que les transformará en hijos de la Luz: un final abierto para un camino sin fin (concluir apelando a la humildad es un lugar común en los autores de la época).

 1.1.4.          Visión sintética

 1- Primero Bernardo quiso cerrar su Comentario con el sueño contemplativo de la esposa, en Cant 2,7-8: fin análogo a la Brevis Commentatio y al Canto Primero del Comentario de Guillermo. Quizá el cisma de Anacleto le incitó a ir más allá y dar más acento a la vida activa en el seno de la Iglesia:

2- Nunca quiso ir más allá de Cant 3,4 (unión Esposo-Esposa tras los trabajos de la viña). Por tanto Scant son un corpus terminado: Scant 82 sería el final inicialmente previsto; Scant 83 se le unió luego como un elogio al amor; Scant 84-86 fueron concebidos como un final abierto, ya que el tema que atraviesa los Scant es que la unión definitiva es imposible aquí y se realiza en una búsqueda incesante.

3- Scant muestran un pensamiento coherente con redacción muy preparada y hecha a lo largo de muchos años. La Brevis Commentatio lo muestra para Scant 1-50, lo que explica su rápida edición.

4- La preparación y remodelaciones del texto prueban que o hay nada improvisado: ni el final, ni el lamento por la muerte de Gerardo, etc.

5- Bernardo nunca quiso comentar todo el Cantar de los Cantares, sino exponer el camino espiritual que la exégesis espiritual descubre en esta obra. Una vez descrito, no hace falta seguir el trabajo. Cuando ha dicho lo que piensa y lo que tenía que decir, ya no tiene más que decir.

 

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TRATADOS

  1. Grados de la humildad y de la soberbia
  2. Apología al Abad Guillermo
  3. Libro sobre el amor a Dios
  4. Sermón a los clérigos sobre la conversión
  5. Libro sobre la gracia y el libre albedrío
  6. Libro sobre las glorias de la nueva milicia, a los caballeros templarios
  7. Tratado sobre la consideración al papa Eugenio
  8. Libro sobre el precepto y la dispensa
  9. Vida de san Malaquías
  10. Tratado sobre el ministerio episcopal (carta 42)
  11. Tratado sobre el bautismo (carta 72)
  12. Errores de Pedro Abelardo (carta 190)

 OPÚSCULOS

  1.  Oficio de san Víctor
  2. Prólogo al antifonario cisterciense
  3. Epitafio de san Malaquías

 EN ALABANZA DE LA VIRGEN MADRE

SERMONES LITÚRGICOS : ADVIENTO – NAVIDAD- CUARESMA – PASCUA

  1. En el Adviento del Señor  : 8 sermones
  2. En la vigilia de Navidad  : 6 sermones
  3. En la Natividad del Señor : 5 sermones
  4. En el día de los Santos inocentes : 1 sermón
  5. En la circuncisión del Señor  : 3 sermones
  6. En la Epifanía del Señor  : 4 sermones
  7. En la octava de Epifanía  : 1 sermón
  8. Domingo I después de la octava de Epifanía : 2 sermones
  9. En la conversión de san Pablo : 2 sermones
  10. En el nacimiento de san Víctor : 2 sermones
  11. En la Purificación de Sta. María : 3 sermones
  12. En la Septuagésima : 2 sermones
  13. En la Cuaresma : 7 sermones
  14. Sobre el salmo 90 : 17 sermones
  15. En el nacimiento de san Benito : 1 sermón
  16. En la Anunciación del Señor  : 4 sermones
  17. En el Domingo de Ramos : 3 sermones
  18. En el Miércoles Santo : 1 sermón
  19. En la Cena del Señor : 1 sermón
  20. En la Resurrección del Señor : 4 sermones
  21. En la octava de Pascua : 2 sermones
  22. En las Rogativas : 1 sermón
  23. En la Ascensión del Señor : 6 sermones
  24. En el día de Pentecostés  : 3 sermones

 FIESTAS DEL TIEMPO ORDINARIO

  1. En el nacimiento de san Juan Bautista  : 1 sermón
  2. En la Vigilia de los Apóst. Pedro y Pablo  : 1 sermón
  3. En la Solem. de los Apóst.. Pedro y Pablo  : 3 sermones
  4. Domingo IV de Pentecostés  : 1 sermón
  5. Domingo VI de Pentecostés  : 4 sermones
  6. En las faenas de la cosecha  : 3 sermones
  7. En la Asunción de María : 6 sermones
  8. Domingo de la octava de la Asunción : 1 sermón
  9. En el nacimiento de Sta. María (Acueducto) : 1 sermón
  10. Sermón a los abades  : 1 sermón
  11. En la fiesta de San Miguel : 2 sermones
  12. En el primer domingo de Noviembre : 5 sermones
  13. En la festividad de todos los Santos  : 5 sermones
  14. En la Dedicación de la Iglesia : 6 sermones
  15. En la fiesta del obispo San Martín : 1 sermón
  16. En el martirio de San Clemente : 1 sermón
  17. En la muerte de San Malaquías : 2 sermones
  18. En la Vigilia de San Andrés : 1 sermón
  19. En la muerte de San Humberto : 1 sermón

SERMONES SOBRE EL CANTAR DE LOS CANTARES        : 86 sermones

SERMONES VARIOS: 125 sermones

CARTAS: 547 cartas

SENTENCIAS: 358

  1. Serie 1            : 43 unidades
  2. Serie 2            : 188 unidades
  3. Serie 3            : 127 unidades

PARÁBOLAS: 8 unidades

  1.  El hijo del rey
  2. La comida entre dos reyes
  3. El hijo del rey que cabalga
  4. La Iglesia, prisionera en Egipto
  5. Las tres hijas del rey
  6.  La mujer etíope
  7. Las ocho bienaventuranzas
  8. El rey y su esclavo querido

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DE DILIGENDO DEO

 

S. Bernardus Claraevallensis Abbas (1090-1153)

 Prólogo

 Al ilustre señor Aimeric, Cardenal diácono y Canciller de la Iglesia de Roma, Bernardo, abad de Claraval, le desea vivir y morir en el Señor.

 1.            Hasta ahora siempre me has pedido oraciones, nunca me has apremiado a que te explique ninguna cuestión. Reconozco que me siento incapaz de satisfacerte en lo uno y en lo otro. Lo primero me lo exige mi profesión, pero no lo cumplo en mi vivir monástico. Para lo segundo, si te digo la verdad, me encuentro sin lo más indispensable, que es habilidad e ingenio.

 2.            Sin embargo, me agrada muchísimo que me pidas cosas espirituales a cambio de las materiales que no tengo. Aunque deberías haber recurrido a otro más rico que yo. En semejantes circunstancias, sabios e ignorantes acostumbran presentar sus excusas. Y no suele ser fácil distinguir entre los pretextos de la ignorancia y los de la sencillez de espíritu. Suele quedar manifiesto en el sencillo hecho de obedecer a lo que a uno le mandan.

 3.            Acoge, pues, lo que te presenta mi pobreza, pues no quiero que me tomen por filósofo al darte la callada por respuesta. Tampoco te prometo responder a todas tus preguntas, sino solamente a lo que me consultas sobre el amor a Dios. Y lo haré conforme Él me inspire. Esto es lo más sabroso, lo más fácil de explicar y lo más edificante para quien lo lea. Para el resto acude a otros más competentes.

 Capítulo1

 4.            Quieres que te diga por qué y cómo debemos amar a Dios. En una palabra: el motivo de amar a Dios es Dios. ¿Cuánto? Amarle sin medida. ¿Así de sencillo? Sí , para el sabio. Pero como estoy en deuda también con los ignorantes debo satisfacerles. Y en atención a los menos dotados desarrollaré gustosamente el tema con más amplitud y profundidad.

 5.            Diría que hay dos razones por las que Dios ha de ser amado por Sí mismo. Una, porque no hay nada más justo; otra, porque nada se puede amar con más provecho. Preguntarse por qué debe ser amado Dios plantea dos cuestiones, pues podemos dudar radicalmente de dos cosas fundamentales: qué razones presenta Dios para que le amemos y qué ganamos nosotros con amarle. A estos dos planteamientos no encuentro otra respuesta más digna que la siguiente: la razón para amar a Dios es Él mismo.

 6.            Mucho merece de nosotros quien se nos dio sin que le mereciéramos. ¿Nos pudo dar algo mejor que a Sí mismo? Por eso, cuando nos preguntamos qué razones nos presenta Dios para que le amemos, ésta es la principal: Porque Él nos amó primero. Bien merece que le devolvamos el amor, si pensamos quién, a quiénes y Cuánto ama. ¿Pues quién es Él? Aquel a quien todo ser dice: Tú eres mi Dios y ninguna necesidad tienes de mis bienes. ¡Qué amor tan perfecto el de su Majestad, que no busca sus propios intereses! ¿Y en quién se vuelca este amor tan puro? Cuando éramos enemigos nos reconcilió con Dios. Luego quien ama gratuitamente es Dios, y además, a sus enemigos. ¿Cuánto? Nos lo dice Juan: Tanto amó Dios al mundo que nos dio a su Hijo único. Y Pablo : No perdonó a su propio hijo, sino que lo entregó por nosotros. Y lo afirma Él mismo: Nadie tiene amor más grande que quien da la vida por sus amigos. Por eso mereció el Justo que le amen los impíos y el Omnipotente que le amen los más débiles. Podría objetarse: se comportó Así con los hombres, mas no con los ángeles. Es cierto; pero porque no fue necesario. Por lo demás, el mismo que socorrió a los hombres en tan apretada situación libró a los ángeles de ella. Y el que, por amor a los hombres, los salvó del estado en que se hallaban, por ese mismo amor libró a los ángeles de caer en Él.

 Capítulo2

 7.            Los que tienen claro esto, comprenderán con la misma claridad por qué debe amarse a Dios, esto es, por qué se merece nuestro amor. Si los incrédulos se empeñan en serlo, es justo que Dios los confunda por ingratos con los dones con que abruma al hombre para bien suyo y los tiene tan a su alcance.

 8.            ¿De quién, sino de Él, recibimos el alimento que comemos, la luz que contemplamos y el aire que respiramos? Sería de necios pretender hacer una lista completa de lo que es incontable, como acabo de decir. Baste con haber citado los más imprescindibles: el pan, la luz y el aire. Los más imprescindibles, no porque sean los más trascendentes, sino los más necesarios al cuerpo.

 9.            El hombre maneja una escala de valores más decisiva para ese plano superior de su ser, que es su alma: su dignidad, su ciencia, su virtud. Su dignidad radica en su libre albedrío, distintivo por el que se destaca sobre las demás criaturas y domina a los simples animales. Su inteligencia le permite, a su vez, reconocer su dignidad, no como algo propio, sino como don recibido. Finalmente, la virtud le impulsa a buscar con afán a su Creador y adherirse estrechamente a Él cuando lo ha encontrado.

 Capítulo3

 10.          Cada uno de estos tres valores contiene una doble realidad. La dignidad se manifiesta en Sí misma y en la capacidad de dominar y atemorizar a todos los animales de la tierra. La inteligencia humana estriba asimismo en aceptar esta dignidad y cualquier otra como algo que radica en nosotros, pero que no nace de nosotros. La virtud, por su parte, se abre en dos direcciones: la búsqueda del Creador y la adhesión apasionada a Él una vez hallado. En consecuencia, la dignidad sin la inteligencia no sirve para nada; la inteligencia sin la virtud es más bien un obstáculo. Ambas cosas quedan al descubierto cuando ponemos la razón a nuestro servicio. ¿Qué gloria puede aportarte poseer algo sin saber que lo posees? Saber que posees una cosa, ignorando que no la tienes por ti mismo, implica por supuesto su gloria, pero no junto a Dios. Dirigiéndose a los que se glorían en si mismos, dice el Apóstol: ¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si de hecho lo has recibido, a qué tanto orgullo como si nadie te lo hubiera dado? No pregunta solamente: ¿De qué te glorías? sino que añade: Como si nadie te lo hubiera dado. Con lo cual aclara que es reprensible, no el que se gloria de lo que tiene, sino el que no reconoce que lo ha recibido de otro. Con razón se le llama a eso vanagloria, porque no se basa en el sólido cimiento de la verdad. La auténtica gloria es de otro signo: El que esté orgulloso, que esté orgulloso en el Señor, es decir, en la verdad. Y la verdad es el Señor.

 Capítulo 4

 11.          Debes recordar siempre dos cosas: que eres y que no eres por ti mismo. Así no serás nunca orgulloso; y si te enorgulleces, no lo harás por vanagloria.

Dice la Escritura que si no te conoces a ti mismo, sigas tras las huellas de las ovejas, tus compañeras. Y de hecho es a Sí. El hombre ha sido creado como la criatura más digna. Cuando no reconoce su propia dignidad, se asemeja por su ignorancia a los animales y se degrada hasta ser con ellos partícipe de su corrupción y de su mortalidad. El que no vive como noble criatura, dotada de inteligencia, se identifica con los brutos animales. Olvida la grandeza que lleva dentro de Sí, para configurarse con las cosas sensibles de fuera y termina por convertirse en una de ellas, por ignorar que todo lo ha recibido por encima de los demás seres.

 12.          Evitemos, por tanto, esa doble ignorancia de la que podemos ser víctimas. Una nos incita buscar nuestra gloria a niveles más bajos que los nuestros. Y por la otra pretendemos atribuirnos cosas que superan nuestra capacidad; podemos encontrarlas en nosotros, pero no debemos pensar que son exclusivamente nuestras.

Y con mayor cautela todavía tienes que huir de esa presunción execrable, por consciente y deliberada, que te invita a buscar la gloria propia en bienes que no son tuyos; de los que estás plenamente cierto que no te corresponden y, sin embargo, tienes el valor de usurpar la gloria ajena. La primera ignorancia carece de gloria; la segunda Sí que la tiene, pero no según Dios. Y la presunción, que es un vicio plenamente consciente, se apropia de la gloria del mismo Dios.

Arrogancia mucho más grave y perniciosa que las anteriores; porque en ellas no se reconoce a Dios, pero en ésta se le desprecia. Es peor y más detestable, porque, además de rebajarnos a nivel de los brutos animales, nos equipararnos a los mismos demonios. Pecado enorme la soberbia: se apropia de la gloria de su bienhechor en los dones que recibe y los considera como connaturales a Sí mismo.

 Capítulo 5

 13.          En consecuencia, a la dignidad y a la inteligencia debe acompañarles la virtud, que es su fruto. Por ellas se busca y se posee al que, como dueño distribuidor de todo bien, merece ser glorificado en todo. El que sabe y no hace lo que debe, recibirá muchos palos ¿Por qué? Pues porque no quiso conocer el bien y practicarlo, sino al contrario, acostado, planeó el crimen. Como siervo infiel, intenta apropiarse e incluso arrebatarle la gloria a su Señor en aquellos bienes que sabe perfectamente que no son suyos. Son, por tanto, evidentes dos cosas : que la dignidad propia es inútil si no se reconoce, y que su conocimiento sólo servirá de castigo si no le acompaña la virtud. Es verdaderamente virtuoso aquel a quien ni su propio conocimiento le hace daño, ni su dignidad personal le adormece, y por eso confiesa sencillamente delante del Señor: No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu nombre da la gloria. Como si dijera: Señor, no nos pertenece a nosotros mismos absolutamente nada; ni nuestro propio conocimiento, ni nuestra propia dignidad; todo lo atribuimos a ti, de quien todo procede.

 Capítulo 6

14.          Pero con esta digresión hemos ido demasiado lejos. Queríamos explicar cómo aun los que desconocen a Cristo saben por ley natural que deben amar a Dios por Sí mismo, a través de los dones naturales que poseen en su cuerpo y en su alma. Resumiendo lo que hasta aquí hemos dicho: ¿quién ignora, aunque carezca de fe, que hemos recibido de Él todo lo necesario para nuestra vida corporal? El alimento, la respiración, la vista, todo procede del que sustenta a todo viviente, haciendo salir el sol sobre buenos y malos y enviando la lluvia a justos y pecadores (Matth. V,45).

 15.          ¿Quien, por impío que sea, podrá siquiera concebir que la dignidad humana, tan refulgente en el alma, haya podido ser creada por otro ser distinto al que dice en el Génesis: Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza? ¿Quién puede pensar que el hombre pudiera haber recibido la sabiduría de otro que no sea justamente el mismo que se la enseña? ¿De quién, sino del Señor de las virtudes, ha podido recibir el don de la virtud que le ha dado o está dispuesto a darle?

16.          Con razón, pues, merece Dios ser amado por Sí mismo, incluso por el que no tiene fe. Desconoce a Cristo, pero se conoce a Sí mismo. Por eso nadie, ni el mismo infiel, tiene excusa si no ama al Señor su Dios con todo el corazón, con toda el alma y con toda su fuerza. Clama en su interior una justicia innata y no desconocida por la razón. Esta le impulsa interiormente a amar con todo su ser a quien reconoce como autor de todo cuanto ha recibido. Pero es difícil, por no decir imposible, que el hombre sólo por sus propias fuerzas o por su libre voluntad sea capaz de atribuir a Dios plenamente todo lo que de Él ha recibido.

Más fáciles que se lo atribuya a Sí mismo y lo retenga como suyo. Así lo confirma la Escritura: Todos sin excepción buscan sus intereses. Y también: Los deseos del corazón humano tienden al mal.

 Capítulo 7

17.          En cambio, los verdaderos creyentes saben por experiencia cuán vinculados están con Jesús, sobre todo con Jesús crucificado. Admiran y se abrazan a su amor, que supera todo conocimiento, y se sienten contrariados si no le entregan lo poquísimo que son a cambio de tanto amor y condescendencia. Los que se creen más amados son los más inclinados a amar; y al que menos se le da, menos ama. El judío y el pagano no vibran tanto ante el estímulo del amor como la Iglesia, que exclama: Estoy herida de amor. Y en otro lugar: Dadme fuerzas con pasas y vigor con manzanas: ¡Desfallezco de amor!

18.          Ve al divino Salomón con la diadema con que le coronó su madre; al Hijo Único del Padre, cargado con la cruz; cubierto de llagas y salivazos al Señor de la majestad; al autor de la vida y de la gloria, traspasado con clavos, harto de oprobios y dando la vida por sus amigos. Al contemplar este cuadro, se le clava en lo más hondo de su alma el dardo del amor y exclama: Dadme fuerzas con pasas y vigor con manzanas: ¡Desfallezco de amor!

19.          Estas son las granadas que la esposa, introducida en el huerto del amado, coge del árbol de la vida. Han cambiado su sabor, que ahora saben a pan celestial, y tienen el color de la sangre de Cristo. Contempla a la muerte vencida y el triunfo del que acaba de morir. Contempla a los cautivos cómo suben del infierno a la tierra y de la tierra hasta los cielos, para que cuanto existe en los cielos, en la tierra y en los abismos, doble su rodilla ante el nombre de Jesús.

Advierte cómo la tierra, condenada a dar cardos y abrojos, vuelve a florecer con la gracia de la nueva bendición. Recuerda aquellas palabras: Mi carne ha vuelto a florecer; le alabaré con toda mi alma. Y le gustaría hacer un ramo con las manzanas de la pasión que tomó del árbol de la cruz y con las flores de la resurrección, cuya exquisita fragancia invita a su esposo a frecuentar sus visitas.

 Capítulo 8

20.          Y al final exclama: ¡Qué hermoso eres, amado mío, qué agraciado ! Nuestro lecho está cubierto de flores. Quien muestra el lecho indica claramente lo que desea. Y al decir que está cubierto de flores, insinúa suficientemente cómo espera conseguir su deseo: no por sus méritos propios, sino por las flores del campo que bendijo el Señor.

21.          A Cristo le encantan las flores. Por eso eligió Nazaret para ser concebido y criarse allí. Al esposo celestial le deleitan esos aromas y se adentra gustosamente, siempre que puede, en el tálamo de nuestro corazón si lo encuentran cubierto de flores y cuajado de frutos. Donde ve un alma entregada a la meditación continua de la gracia de su pasión o de su gloriosa resurrección, allí acude presurosamente.

22.          Los tesoros de la pasión son de la cosecha del año anterior, de los siglos transcurridos bajo el imperio del pecado y de la muerte, sazonados en la plenitud de los tiempos. Las señales de la resurrección son las flores de la nueva primavera, maduradas por la gracia del nuevo verano, cuya espléndida cosecha será la resurrección universal al final de los tiempos. Ya ha pasado el invierno, dice, las lluvias han cesado y se han ido, brotan las flores en la vega. Quiere decir que llegaron los calores estivales con aquel que deshizo el hielo de la muerte y lo cambió por la templada bonanza de una vida nueva. Todo lo hago nuevo, dice.

Siembra su carne en la muerte y florece en la resurrección. Con su fragancia reverdece en nuestros campos y valles la aridez, se templan las escarchas y revive la muerte.

 Capítulo 9

 23.          Bellas son estas nuevas flores y fruto, y ante la hermosura de los campos, que exhalan tan finas fragancias, el Padre se deleita en el Hijo que todo lo renueva, y dice: Aroma de un campo lleno de flores, que bendito el Señor, es el aroma de mi hijo. Y repleto de verdad pues todos nosotros recibimos de su plenitud. Pero la esposa escoge libremente las flores que prefiere y toma las manzanas. Purifica con ellas la intimidad de su propia conciencia y convierte su corazón en un cómodo lecho perfumado para acostar al esposo.

 24.          Si deseamos acoger con frecuencia a Cristo como huésped, debemos tener siempre en nuestros corazones la garantía de nuestra fidelidad a la misericordia de su muerte y a la fuerza de su resurrección. Así lo decía David: Dios ha dicho una cosa, y dos cosas he escuchado: que tú, Dios, tienes el poder; tú, Señor la lealtad. De ambas poseemos un testimonio irrefutable: Cristo, que murió por nuestros pecados, resucitó para justificación nuestra, ascendió para ser nuestro intercesor, envió al Espíritu Santo como consolador nuestro y volverá para ser nuestra plenitud. Dio a conocer su misericordia en la muerte y manifestó su poder en la resurrección; y ambas a la vez en el resto de sus obras.

 Capítulo 10

 25.          Estas son las manzanas y las flores que la esposa pide para alimentarse y confortarse. Pienso que ella teme se enfríe y languidezca fácilmente el ímpetu de su amor si no le reaniman con estos estímulos, hasta que, introducida ya en la alcoba, pueda recibir los abrazos tan añorados, y diga: Su izquierda reposa bajo mi cabeza y con su diestra me abraza amoroso. Entonces percibirá y experimentar á por si misma cómo todas las pruebas de amor, recibidas en la primera venida, son de su mano izquierda. Pero comparadas con la dulzura inefable de los abrazos de su derecha, apenas son perceptibles. Y tendrá Así experiencia de lo que tantas veces ha leído: La carne no sirve de nada, sólo el espíritu da vida, como de aquello otro: Mi espíritu es más dulce que la miel; poseerme, más sabroso que un panal de miel.

 26.          La frase siguiente: ((Mi recuerdo perdurará en la serie de los siglos)), quiere decir que mientras dura este mundo con generaciones que vienen y se van, siempre serán consolados los elegidos con la experiencia prolongada de su recuerdo, ya que no pueden saciarse con su presencia. Por eso quedó escrito: Saborearán el recuerdo de tus inmensas bondades. ¿Quiénes? Los mismos que son mencionados un poco antes: Una generación pondera tus obras a la otra. El recuerdo corresponde al tiempo presente; la presencia, en cambio, al reino de los cielos.

La presencia es la gloria de los elegidos, recibidos ya en la eternidad; el recuerdo sirve de consuelo para los que todavía peregrinan en este mundo.

Capítulo 11

 27.          Ahora nos interesa saber quiénes pueden consolarse con el recuerdo de Dios. Por supuesto no los rebeldes y contumaces, a quienes van dirigidas estas palabras: ¡Ay de vosotros, los ricos, porque ya tenéis vuestro consuelo!, sino esos otros que pueden decir de verdad: Rehusó consolarse mi alma, añadiendo también: Pero me acordé de Dios y me deleité. Justo es que, por no gozar de su presencia, se recreen con el recuerdo de sus bienes futuros; y que cuantos rechazan el consuelo de lo transitorio se sientan compensados con el recuerdo de la eternidad. Estos son los que buscan al Señor; no los que buscan sus intereses, sino el rostro del Dios de Jacob. Los que buscan a Dios y anhelan su presencia, gozan de su continuo y dulce recuerdo, no para saciarse, sino para suspirar por la saciedad plena. Precisamente el que es nuestro verdadero alimento lo dice de Sí mismo : El que me come, siempre quedará con hambre de mí. Y uno que se alimentó de Él, exclama: Me saciaré cuando aparezca tu gloria.

 28.          Dichosos ya desde ahora los que tienen hambre y sed de justicia, porque llegará un día en que ellas, y no otros, se verán saciados. ¡Ay de ti; generación malvada y perversa! ¡Ay de ti, pueblo necio e insensato, que sientes náuseas con su recuerdo y te horrorizas con su presencia! Es justo, porque no quieres liberarte ahora de la trampa del cazador; los que apetecen hacerse ricos en este mundo, caen en los lazos de diablo; tampoco podrás evadirte un día de aquella espantosa palabra. Duras y terribles palabras: Id, malditos, al fuego eterno. Son mucho más tremendas que aquellas otras que escuchamos al celebrar todos los días el memorial de su pasión en la liturgia: El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene la vida eterna. Es decir, el que recuerda mi muerte y, siguiendo mi ejemplo, mortifica los miembros de su cuerpo, tiene la vida eterna. En otras palabras: si sufrís conmigo, reinaréis conmigo. A pesar de ello, son muchos los que hoy no aceptan estas palabras, y se marchan diciendo, no con la lengua, pero Sí con los hechos: Este modo de hablar es intolerable, ¿quién puede admitir eso?

29.          La gente de corazón rebelde y de espíritu infiel a Dios, por confiar más en las falaces riquezas, sufre al oír la palabra de la cruz y le resulta insoportable el recuerdo de la pasión. Entonces, ¿cómo podrá soportar en su presencia el peso de esta otra palabra: Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno, preparado para el diablo y sus ángeles? Aquel sobre quien caiga esta losa quedará aplastado.

30.          En cambio, la descendencia de los justos será bendita, porque con el Apóstol, presentes o ausentes, se esfuerzan para agradar a Dios. Y al final escuchar án: Venid, benditos de mi Padre, etc. Será entonces cuando comprendan los rebeldes de corazón, pero ya demasiado tarde, que el yugo de Cristo es muy suave y su carga llevadera, comparada con sus tormentos; por pura soberbia se rebelaron, porque les pareció pesado y duro. Desgraciados vosotros, esclavos del dinero, que no podéis gloriaros en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, y al mismo tiempo poner en las riquezas todas vuestras ilusiones. No podéis alocaros tras el oro y saborear las dulzuras del Señor. Si ahora no sentís paz al recordarle, lo encontraréis terrible cuando lleguéis a su presencia.

 Capítulo 12

 31.          El alma que le es fiel anhela su presencia, y con su recuerdo siente un dulce descanso. Hasta que no sea digna de contemplar cara a cara la gloria de su Dios, encuentra hasta encanto en la ignominia de la cruz. Así, Así es cómo la esposa paloma de Cristo descansa en este ínterin y duerme tranquila en su parcela. Por el recuerdo de tu inagotable dulzura, Señor Jesús, tiene ya desde ahora cubiertas sus alas con la plata de la inocencia y de la castidad; espera embriagarse de gozo con tu presencia, cubierta de plumas de oro, cuando la lleven con alegría entre esplendores sagrados, para verse inmersa en el fulgor de la sabiduría.

 32.          Por eso exulta gozosa ya ahora y dice: Su izquierda reposa bajo mi cabeza y con su derecha me abraza amoroso. Su mano izquierda le evoca aquel amor incomparable, capaz de dar la vida por sus amigos; en su derecha se le anticipa la venturosa visión prometida a esos amigos y el gozo de estar en presencia de la Majestad. Con razón se atribuye a la mano derecha la visión divina deificante y el gozo infinito de su divina presencia. Lo expresa en aquel tierno cantar: Delicias eternas junto a tu derecha. Y a la mano izquierda se le asigna con acierto ese recordado amor presente para siempre, porque, mientras pasa la maldad, en Él reposa y descansa la esposa.

 Capítulo 13

 33.          La mano izquierda del esposo sostiene la cabeza de la esposa, para que se recline y se apoye en Él; esto es, para que las tendencias de su espíritu no se encorven, inclinándose hacia los deseos carnales; porque el cuerpo mortal es lastre del alma y la tienda terrestre abruma la mente pensativa.

34.          Pero llegará a dominarlo mediante la meditación de la misericordia de Dios, tan inmensa y gratuita; de su amor tan evidente y generoso; de su clemencia tan inconcebible; de su mansedumbre tan inigualable; de su dulzura tan maravillosa. La consideración asidua de estas realidades inflamará su espíritu, purificándolo de todo amor perverso y lo conmoverá profundamente; le impulsar á a despreciar todo lo que sólo se puede apetecer cuando no se comprenden estas realidades.

35.          Por eso corre ligera la esposa al buen olor de estos perfumes y ama enardecida. Y aunque llegue a devorarle un incendio de amor, cree amar muy poco, por sentirse tan amada. Y es verdad. ¿Qué tiene de extraño que este puñado de polvo se entregue por entero a amar y corresponder a un amor tan inmenso y sublime? ¿No se le adelantó en el amor la Majestad divina, volcándose por salvarla? Tanto amó Dios al mundo, que le dio a su único Hijo. Aquí se habla del Padre. Al Hijo se refiere en otro lugar: Se entregó a la muerte. Y del Espíritu Santo nos dice el Hijo: el Espíritu Santo que el Padre enviará en mi en mi nombre, os lo enseñará todo y os irá recordando lo que yo os he dicho. Dios ama, y nos ama con todo su ser, porque nos ama toda la Trinidad, si podemos expresarnos Así tratándose del infinito, incomprensible y esencialmente simple.

Capítulo 14

 36.          Quien considere todo esto, creo que comprenderá por qué se debe amar a Dios, es decir, por qué merece ser amado. El incrédulo que rechaza al Hijo, tampoco posee al Padre ni al Espíritu Santo. El que no honra al Hijo no honra al Padre que le envió ni al Espíritu Santo su enviado. No es extraño que quien menos conoce menos ame. De todos modos, no ignora que se debe por entero a quien conoce como creador suyo.

 37.          ¿Y qué puedo hacer yo, si acepto a mi Dios como gracioso dueño de mi vida, generoso administrador, consolador compasivo, guía solícito y redentor incomparable, salvador eterno que me enriquece y glorifica? Escuchemos las Escrituras: De Él viene la redención copiosa. Entró una vez en el santuario, realizada la redención eterna. Hablando de su protección, dice el salmista: No desampara a sus santos, los guardará por toda la eternidad. Y con relación a su generosidad: Una medida buena, apretada, colmada, rebosante, será derramada en vuestro seno. En otro lugar: lo que ojo nunca vio, ni oído oyó, ni hombre alguno ha imaginado, Dios lo ha preparado para los que le aman. Respecto a la gloria: Esperamos al Salvador y Señor Jesucristo, que transformará la bajeza de nuestro ser, reproduciendo en nosotros el esplendor del suyo. Los padecimientos del tiempo presente no son nada comparados con la gloria que va a revelarse, reflejada en nosotros. Nuestras penalidades momentáneas y ligeras nos producen una riqueza eterna, una gloria que las sobrepasa desmesuradamente; y nosotros no ponemos la mira en lo que se ve, sino en lo que no se ve.

 Capítulo 15

 38.          ¿Cómo podré corresponder yo al Señor por todos estos beneficios? La razón y la justicia natural obligan a entregarse sin reservas a aquel de quien todo lo hemos recibido, amándole con todo nuestro ser. Pero la fe me intima a amarle mucho más porque me hace ver claramente que debo amarle másque a mi mismo. No sólo me ha dado todo lo que soy, sino que se me ha entregado a Sí mismo. No había llegado aún el tiempo de la fe, ni se había manifestado Dios en la carne, ni había muerto en la cruz, ni había resucitado del sepulcro, ni había vuelto al Padre ni nos había entregado todavía su gran amor, ese gran amor del que tanto hemos hablado, y ya habíamos recibido el mandamiento de amar al Señor nuestro Dios, para amarle con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma y con todas nuestras fuerzas. Es decir, con todo lo que somos, sabemos y podemos.

 39.          No es injusto Dios al pedirnos esto, ya que en último término nos reclama lo que ha hecho en nosotros y lo que nos ha dado. Si pudiera hacerlo, ¿no amaría al artista la obra de sus manos, y con todas sus fuerzas, puesto que todo se lo debe a Él? Pero, en nuestro caso, Dios, además, nos sacó de la nada y nos regaló gratuitamente nuestra dignidad humana. Esto aumenta nuestra deuda de amor y prueba cuan justamente nos lo pide. ¿No elevó al infinito sus favores y derrochó su misericordia cuando salvó a hombres y animales? Si me debo a Él por entero al haberme creado, ¿qué no haré por haberme creado de nuevo y de un modo tan admirable? La reparación no fue tan fácil como la creación: Lo mandó y fueron creado el hombre y todo cuando existe.

 40.          Pero el que hizo en mí tantas maravillas con una sola palabra, para restaurarme tuvo que hablar mucho, hacer muchos milagros y padecer en duros trabajos, no sólo duros, sino hasta indignos. ¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? En su primera obra me dio mi propio ser, en la segunda el suyo. Y al dárseme a mí; me devolvió lo que yo era. Si me había dado el ser y me lo ha devuelto, me debo a Él por mí, y por doble motivo. ¿Qué puedo ofrecerle a Dios por Dios mismo? Aunque me ofrezca mil veces, ¿qué soy yo comparado con Él?

 Capítulo 16

 41.          Al llegar a este punto, fíjate en qué medida más aún, cómo merece Dios ser amado por encima de toda medida. Vuelvo a resumir brevemente lo que ya he dicho. Él nos amó primero. Él, tan excelso, tan extraordinaria y gratuitamente, a nosotros, tan ruines y pobres como somos. Dije también que la medida del amor a Dios es amarle sin medida. Por otra parte, el objeto de nuestro amor a Dios es é l mismo, un ser inmenso e infinito. ¿Cuál será la meta y medida de nuestro amor? ¿Y si nuestro amor no puede ser algo que se ofrece gratuitamente, sino una deuda a la que se responde? Nos ama la Inmensidad, la Eternidad y el Amor, que supera toda comprensión. Ama Dios, cuya grandeza es infinita, cuya sabiduría es ilimitada, cuya paz supera todo entendimiento. Y nosotros le responderemos con medida. ¡Cuánto te amo, Señor, mi fortaleza, mi alcázar, mi libertador! Eres lo más deseable y amable que puede imaginarse. ¡Dios mío, ayuda mía! Te amaré según tu me lo concedas y yo pueda, mucho menos de lo debido, pero no menos de lo que puedo. No puedo amar como debo ni me obligas a más de lo que puedo. Podré más si aumentas mi capacidad, mas nunca llegaré a lo que te mereces. Tus ojos veían mi insuficiencia; pero en tu libro están todos registrados: los que hacen todo cuanto pueden, aunque no pueden hacer cuanto deben.

42.          Con esto queda bien explicado, a mi parecer, cómo debemos amar a Dios, y qué méritos tiene para ello. Hablo de los méritos que tiene, y no de cuán excelentes sean. Porque nadie es capaz de comprenderlos, sentirlos y expresarlos.

 Capítulo 17

 43.          Veamos ahora Cuánto nos beneficia este amor. Pero ¿existe comparación posible entre lo que vemos y la realidad? A pesar de ello, no vamos a dejar de considerarlo, aunque no sea exactamente como lo vemos. Cuando nos preguntábamos, hace unos momentos, por qué y cómo debe ser amado Dios, dije que la pregunta abarca dos aspectos distintos. ¿Por qué? Es decir, por qué razones debemos amarle y cuáles son las consecuencias que se derivan a favor nuestro. Ya he hablado antes de los derechos de Dios, no como se lo merece, sino como yo fui capaz de expresarme. Ahora debo decir algo sobre el premio que Dios otorgará a los que le aman.

 44.          Quien ama a Dios no queda sin recompensa, aunque debamos amarle sin tener en cuenta ese premio. El amor verdadero no es indiferente al premio, pero tampoco debe ser mercenario, pues no es interesado. Es un afecto del corazón, no un contrato. No es fruto de un pacto, ni busca nada análogo. Brota espontáneo y se manifiesta libremente. Encuentra en Sí mismo su satisfacción. Su premio es el mismo objeto amado. Si quieres una cosa por amor de otra, amas sin duda aquello que busca tu amor, pero no amas los medios que utilizas para conseguirlo. Pablo no predica para comer: come para predicar; porque el objeto de su amor no es comer, sino anunciar el Evangelio. El auténtico amor no busca recompensa, pero la merece. Al que todavía no ama, se le estimula con un premio; al que ya ama, se le debe; y al que persevera en el amor, se le da.

 45.          En la vida ordinaria atraemos con promesas y premios a los que se resisten, no a los que se deciden espontáneamente. ¿Se nos ocurre ofrecer una recompensa a los que están deseando realizar una cosa? Nadie, por ejemplo, da dinero al hambriento para que coma, ni al sediento para que beba, ni menos aún a una madre para que dé de mamar al hijo de sus entrañas. ¿Estimulamos con ruegos o salarios a una persona para que cerque su viña, cave la tierra de sus árboles o construya su propia casa? Con mayor razón, quien ame a Dios no buscará otra recompensa para su amor que no sea el mismo Dios. Si espera otra cosa, no ama a Dios, sino aquello que espera conseguir.

 Capítulo 18

46.          Todos los seres dotados de razón, por tendencia natural, aspiran siempre a lo que les parece mejor, y no están satisfechos si les falta algo que consideran mejor. Por ejemplo quien tiene una esposa bella, se le van los ojos y el corazón tras otras más hermosas; quien viste buenas ropas, quiere otras mejores; el rico envidia a otro más rico; el que posee grandes fincas y herencias, sigue adquiriendo campos y más campos, aumentando su hacienda con increíble avidez; los que viven en mansiones regias y grandes palacios, no cesan de ampliar los edificios, y llevados de su capricho, derriban, construyen y los cambian de forma. ¿Qué diremos de los hombres encumbrados en el honor? ¿No los vemos insaciables de ambición y ávidos de los más altos puestos? Resulta que nunca consiguen lo que desean, porque en estas cosas nunca existe lo absolutamente bueno y perfecto.

Lo cual no es nada extraño. Es imposible que encuentre felicidad en las realidades imperfectas y vanas quien no la halla en lo más perfecto y absoluto. Por eso es una gran necedad y locura anhelar continuamente lo que no puede saciar ni aquietar el apetito.

47.          Poseas lo que poseas, codiciarás lo que no tienes, y siempre estarás inquieto por lo que te falta. El corazón se extravía y vuela inútilmente tras los engañosos halagos del mundo. Se cansa y no se sacia, porque todo lo devora con ansiedad, y le parece nada en comparación con lo que quiere conseguir. Se atormenta sin cesar por lo que no tiene y no disfruta con paz de lo que posee. ¿Hay alguien capaz de conseguirlo todo? Lo poco que se puede alcanzar, y a fuerza de trabajo, se posee con temor; se desconoce cuándo se perderá con gran dolor y es seguro que un día se tendrá que dejar. Ved qué camino tan recto toma la voluntad extraviada para conseguir lo mejor y cómo corre a lo único que puede saciarla.

En estos rodeos, la vanidad juega consigo misma, y la maldad se engaña a Sí misma. Si quieres alcanzar Así tus deseos, esto es, si pretendes lograr lo que te sacie plenamente, ¿qué necesidad tienes de intentar otras cosas? Corres a ciegas y encontrarás la muerte perdido en ese laberinto, y totalmente defraudado.

Capítulo 19

48.          Así se enredan los malvados. Quieren satisfacer sus apetitos naturales, y rechazan neciamente los medios que les conducen a ese fin: no el fin en el sentido de extinción y agotamiento, sino como plenitud consumada. No consiguen un fin dichoso, sino que se agotan en vanos esfuerzos. Se deleitan más en la hermosura de las criaturas que en su creador. Mariposean de una en otra y quieren probarlas todas; no se les ocurre acercarse al Señor de todas ellas. Estoy cierto que llegarían a Él si pudieran realizar su deseo, es decir, poseer todas las cosas, menos al que es origen de todas. La fuerza misma de la ambición le impulsa a preferir lo que no posee por encima de lo que tiene y despreciar lo que posee en aras de lo que no tiene. Una vez alcanzado y despreciado todo lo del cielo y de la tierra, se lanzaría impetuoso al único que le falta, al Dios del universo. Aquí Sí descansaría, libre de los halagos del presente y de las inquietudes del futuro y exclamaría: Para mí lo bueno es estar junto a Dios. ¿A quién tengo yo en el cielo? Contigo, ¿qué me importa la tierra? Dios es la roca de mi espíritu y mi lote perpetuo. De este modo, como hemos explicado, todos los ambiciosos llegarían al bien supremo, si pudieran gozar antes de todos los bienes inferiores.

Capítulo  20

 49.          Pero es imposible por la brevedad de la vida, por nuestras pocas fuerzas y porque son muchos los que lo apetecen. ¡Qué camino tan escabroso y qué esfuerzo tan agotador espera a los que quieren satisfacer sus apetitos! Nunca alcanzan la meta de sus deseos. ¡Si al menos se contentaran con desearlos en su espíritu, y no querer experimentarlos! Les Seríamásfácily provechoso. El espíritu del hombre es mucho más rápido y perspicaz que los sentidos corporales; su misión es adelantarse a éstos en todo, para que los sentidos sólo se detengan en lo que el espíritu les dice que es útil. Por eso creo que se ha dicho: Probadlo todo y quedaos con lo bueno, es decir, el espíritu cuide de los sentidos y éstos no cedan a sus deseos sin la aprobación del espíritu.

 50.          En caso contrario no subirás al monte del Señor, ni habitarás en su santuario, porque prescindes de tu alma, un alma racional. Sigues tras los instintos como los animales, y la razón permanece inactiva, sin oponer resistencia. Aquellos, pues, cuyos pasos no están iluminados por la luz de la razón, corren, es cierto, pero sin rumbo y a la deriva; desprecian el consejo del Apóstol y no corren de modo que puedan alcanzar el premio. ¿Cómo lo van a conseguir si antes quieren poseer todo lo demás? Sendero tortuoso y lleno de rodeos, querer gozar primero de todo lo que se les ofrece.

 Capítulo 21

51.          El justo no piensa así. Percibe las tribulaciones de tantos descaminados; pues son muchos los que eligen el camino ancho que lleva a la muerte. Pero escoge para Sí otro camino más seguro sin desviarse a la derecha ni a la izquierda. Así lo atestigua el Profeta: La senda del justo es recta. Tú allanas el sendero del Justo.

Toman un atajo muy práctico y evitan la molestia de tantos rodeos inútiles. Se rigen por un criterio simple y claro : no desear todo lo que ven, sino vender lo que poseen, y dárselo a los pobres. ¡Dichosos los que eligen ser pobres, porque de ellos es el reino de los cielos!

52.          Todos corren, pero hay mucha diferencia de unos a otros. El Señor conoce el camino de los Justos, pero la senda de los pecadores acaba mal. Mejor es ser honrado con poco que ser malvado en la opulencia, porque, como dice el sabio y experimenta el necio, el codicioso no se harta de dinero; en cambio los que tienen hambre y sed de justicia serán hartos. La justicia es un auténtico manjar, vital y natural, del espíritu que se guía por la razón. Por el contrario, el dinero alimenta tanto al alma como el viento al cuerpo. Si vieras a un hombre famélico con la boca abierta y los carrillos hinchados, tragando aire para saciar el hambre, ¿no lo tendrías por loco? Mayor locura es creer que el espíritu humano pueda saciarse con bienes materiales. Lo único que hace es inflarse. ¿Existe proporción entre lo corporal y lo espiritual? Ni el cuerpo puede alimentarse del espíritu ni éste de lo corporal. Bendice, alma mía, al Señor. Él sacia de bienes tus anhelos. Te llena de bienes, te sostiene y te llena. Él hace que desees, y Él es lo que deseas.

Capítulo 22

 53.          Dije más arriba que el motivo de amar a Dios es Dios. Y dije bien, porque es la causa eficiente y final. El crea la ocasión, suscita el afecto y consuma el deseo. Él hace que le amemos, mejor dicho, se hizo para ser amado. A Él es a quien esperamos, Él a quien se ama con más gozo y a quien nunca se le ama en vano.

Su amor provoca y premia el nuestro. Lo precede con su bondad, lo reclama con Justicia y lo espera con dulzura. Es rico para todos lo que le invocan, pero su mayor riqueza es Él mismo. Se dio para mérito nuestro, se promete como premio, se entrega como alimento de las almas santas y redención de los cautivos.

 54.          ¡Señor, qué bueno eres para el que te busca! Y ¿para el que te encuentra? Lo maravilloso es que nadie puede buscarte sin haberte encontrado antes. Quieres ser hallado para que te busquemos, y ser buscado para que te encontremos. Podemos buscarte y encontrarte, mas no adelantarnos a ti. Pues, aunque decimos: Por la mañana irá a tu encuentro mi súplica, nuestra plegaria es tibia si no la inspiras tú.

55.          Y ahora, después de haber hablado de la perfección de nuestro amor, expliquemos su origen.

Capítulo 23

 56.          El amor es uno de los cuatro afectos naturales. Los conocemos muy bien, y no hay por qué nombrarlos. Si proceden de la naturaleza, lo más razonable es que sirvan, ante todo, al autor de la naturaleza. Por eso el mandamiento primero y más importante es: Amarás al Señor tu Dios, etc.

 57.          Como la naturaleza es tan frágil y enfermiza, la propia necesidad le impulsa a amarse, en primer lugar a Sí misma. Es el amor carnal, por el cual el hombre se ama a Sí mismo antes que a ninguna otra cosa. Solamente se preocupa de Sí mismo, como dice la Escritura: Primer es lo animal, después lo espiritual. Este amor no se intima con ningún precepto: es innato.

 58.          ¿Quién aborrece su propia carne? Pero este amor suele deslizarse y derramarse en exceso, y no contento con seguir el cauce materno, se desborda e inunda los campos del placer. Inmediatamente te sale al paso, como fuerte dique, aquel otro precepto: Amarás al prójimo como a ti mismo.

Es muy justo que quien participa de la misma naturaleza, participe también de la gracia, sobre todo de aquella gracia que viene con la naturaleza. Y si le resulta gravoso atender a las necesidades de los demás e incluso complacer sus caprichos, corríjase primero de los suyos propios, y Así quedará libre de toda culpa. Compadézcase de si mismo, todo lo que quiera, pero no se olvide de compadecer igualmente al prójimo. La ley de la vida y de la disciplina te impone el freno de la templanza, para que no corras tras la concupiscencia, y te pierdas; no sea que sirvas con los bienes naturales al enemigo del alma, que es el placer. Es mucho mejor y más honesto compartir estos bienes con el prójimo que con el enemigo. Si atiendes al consejo del sabio, y te apartas de las pasiones; si escuchas al Apóstol, y te contentas con tener lo necesario para comer y vestir; si no te pesa apartar tu amor, un poco al menos, de los deseos de la carne que combaten contra el alma: estoy convencido de que eso que niegas a tu enemigo, lo compartirás sin dificultad con quien comparte su naturaleza contigo. Tu amor, entonces, será puro y bueno: lo que niegas a tus propios gustos, lo vuelcas en las necesidades de los hermanos: Y de este modo, el amor carnal se convierte en social, porque se extiende al bien común.

 Capítulo 24

 59.          Pero ¿qué puedes hacer si, por compartir con el prójimo, vas a carecer Tú hasta de lo necesario? Pedírselo, con plena confianza, al que da a todos con abundancia, al que abre su mano y colma de favores a todo viviente. Es imposible que no dé gustoso lo necesario el que tantas veces nos concede vivir en la abundancia. Además lo dice Él mismo: Buscad ante todo el reino de Dios, y todo eso se os dará por añadidura. Promete dar lo necesario al que se priva de lo superfluo por amor al prójimo. Buscar el reino de Dios e invocarle contra el dominio del pecado implica llevar el yugo de la sobriedad y de la templanza y no permitir que el pecado reine en tu cuerpo mortal. Y es de justicia compartir los bienes de la naturaleza con el que tiene tu misma naturaleza.

 Capítulo 25

 60.          Más para que el amor al prójimo sea perfecto, es menester que nazca de Dios, y que Él sea su causa. De otra suerte, ¿cómo podrá amar limpiamente al prójimo quien no le ame en Dios? Y no podrá amarle en Dios si no ama a Dios. Conviene pues, amar primeramente a Dios, para amar al prójimo en Él. Dios se hace amar, y hace amables todas las cosas. Porque creó la naturaleza y la conserva. La creó de tal modo que necesita continuamente ser atendida por su mismo Creador. Sin Él no pudo existir, ni puede subsistir. Para que la criatura lo sepa, y no se atribuya con soberbia los beneficios recibidos, el mismo Creador prueba al hombre con el saludable misterio de la tribulación. Esa prueba le hace desfallecer, pero Dios le auxilia y le libera: AsíDios es glorificado, como merece, por el hombre. Porque lo vemos escrito: Invócame en el día de la angustia, yo te libraré, y Tú cantarás mi gloria. De esta manera, el hombre carnal y animal, que sólo sabía amarse a Sí mismo, comienza a amar también a Dios por su propio interés: experimenta con frecuencia que en Él puede todo lo que es bueno, y sin él no puede nada.

 Capítulo 26

 61.          El hombre ama ya a Dios, pero todavía por Sí mismo, no por Él. Es una gran prudencia comprender lo que uno puede por Sí mismo, y lo que puede con la ayuda de Dios, y tratar de no ofender al que te mantiene íntegro. Mas cuando las tribulaciones son numerosas, acudimos sin cesar a Dios, y recibimos continuamente de Él la salvación. ¿Cómo no va a enternecer esa gracia salvadora al pecho y corazón más duro, y hacer que el hombre ame a Dios, no ya por Sí mismo, sino también por Él?

 62.          La continua indigencia obliga al hombre a recurrir a Dios con súplicas incesantes. Esta costumbre crea una satisfacción. Y la satisfacción permite experimentar cuán suave es el Señor. De este modo, la experiencia de su bondad, mucho más que el propio interés, le impulsa a amar limpiamente a Dios. Como decían los samaritanos a la mujer que les había anunciado la llegada del Señor: Ya no creemos por tu palabra, pues nosotros mismos hemos oído y conocido que éste es verdaderamente el Salvador del mundo. Digamos también nosotros a nuestra carne: Ya no amamos a Dios por tus necesidades, sino porque nosotros mismos hemos probado y sabemos qué dulce es el Señor. La carne habla, en cierta manera, a través de sus necesidades, y confiesa llena de gozo los favores que experimenta en Sí misma. Quien Así se siente afectado cumple sin dificultad el precepto de amar al prójimo.

 63.          Ama a Dios de verdad y, en consecuencia, todo lo que es de Dios. Ama con pureza, y no le pesa cumplir un mandamiento puro, porque la obediencia del amor purifica su corazón. Ama justamente, y se adhiere de buen grado al mandamiento justo. Con razón es grato este amor, pues es gratuito. Es puro, porque no se cumple sólo de palabra y de lengua, sino con las obras y de verdad.

Es justo, pues da tanto como recibe. El que Así ama, ama como Él es amado. Y no busca sus intereses, sino los de Jesucristo, como Él mismo buscó los nuestros. Mejor aún, nos buscó a nosotros mismos. Asíama el que dice: Alabad al Señor porque es bueno. Quien alaba al Señor no porque sea bueno para Él, sino porque es bueno, ése ama verdaderamente a Dios por Dios, y no por Sí. En cambio, no ama de esta manera aquel de quien se dice: Te alabará cuando le hagas bien.

Este es el tercer grado del amor: amar a Dios por Él mismo.

 Capítulo 27

 64.          Dichoso quien ha merecido llegar hasta el cuarto grado, en el que el hombre sólo se ama a Sí mismo por Dios: Tu Justicia es como los montes de Dios.

Este amor es un monte elevado, un monte excelso. En verdad: Monte macizo e inagotable. ¿Quién subirá al monte del Señor? ¿Quién me diera alas como de paloma, y volaría a un lugar de reposo? Tiene su tabernáculo en la paz, y su morada en Sión. ¡Ay de mí, que se ha prolongado mi destierro! ¿Puede conseguir esto la carne y la sangre, el vaso de barro y la morada terrena? ¿Cuándo experimentar á el alma un amor divino tan grande y embriagador que, olvidada de Sí y estimándose como cacharro inútil, se lance sin reservas a Dios y, uniéndose al Señor, sea un espíritu con él, y diga: Desfallece mi carne y mi corazón, Dios de mi vida y mi herencia para siempre? Dichoso, repito, y santo quien ha tenido semejante experiencia en esta vida mortal. Aunque haya sido muy pocas veces, o una sola vez, y ésta de modo misterioso y tan breve como un relámpago. Perderse, en cierto modo, a Sí mismo, como si ya uno no existiera, no sentirse en absoluto, aniquilarse y anonadarse, es más propio de la vida celeste que de la condición humana. Y si se le concede esto a un hombre alguna vez y por un instante, como hemos dicho, pronto le envidia este siglo perverso, le turban los negocios mundanos, le abate el cuerpo mortal, le reclaman las necesidades de la carne, se lamenta la debilidad natural. Y lo que es más violento le reclama la caridad fraterna. ¡Ay! Tiene que volver en Sí, atender a sus propias miserias y gritar desconsolado: Señor, padezco violencia, responde por mí. Y aquello: ¡Desdichado de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo mortal?

 Capítulo 28

 65.          Si la Escritura dice que Dios lo hizo todo para Sí mismo, llegará un momento en que la criatura esté plenamente conforme y concorde con su Hacedor.

Es menester, pues, que participemos en sus mismos sentimientos. Y si Dios todo lo quiso para Él, procuremos también de nuestra parte que tanto nosotros como todo lo nuestro sea para Él, es decir, para su voluntad. Que nuestro gozo no consista en haber acallado nuestra necesidad ni en haber apagado la sed de la felicidad. Que nuestro gozo sea su misma voluntad realizada en nosotros y por nosotros. Cada día le pedimos en la oración: Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo.

 66.          ¡Oh amor casto y santo! ¡Oh dulce y suave afecto! ¡Oh pura y limpia intención de la voluntad! Tanto más limpia y pura cuanto menos mezclada está de lo suyo propio; y tanto más suave y dulce cuanto más divino es lo que se siente. Amar Así es estar ya divinizado. Como la gotita de agua caída en el vino pierde su naturaleza y toma el color y el sabor del vino; como el hierro candente y al rojo parece trocarse en fuego vivo olvidado de su propia naturaleza; o como el aire, bañado en los rayos del sol, se transforma en luz, y más que iluminado parece ser Él mismo luz. Así les sucede a los santos. Todos los afectos humanos se funden de modo inefable, y se confunden con la voluntad de Dios. ¿Sería Dios todo en todos si quedase todavía algo del hombre en el hombre? Permanecerá, sin duda, la sustancia; pero en otra forma, en otra gloria, en otro poder.

 67.          ¿Cuándo será esto? ¿Quién lo verá? ¿Quién lo poseerá? ¿Cuándo vendré y veré el rostro de Dios? Señor, Dios mío, mi corazón te dice: mi rostro te busca a ti. Señor, busco tu rostro. ¿Cuándo contemplaré tu santuario?

 Capítulo 29

 68.          Yo creo que no es posible amar al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas, mientras el corazón no se vea libre de los cuidados del cuerpo, el alma no cese de conservarlo y vivificarlo, y sus fuerzas, desligadas de todas las dificultades, no se vigoricen con el poder de Dios. Es imposible pues que se recoja completamente en Dios y contemple continuamente su rostro, mientras viva ocupada y distraída, sirviendo a este cuerpo frágil y cargado de miserias.

 69.          Este cuarto grado de amor no espere el alma conseguirlo, o, mejor dicho, verse agraciada con Él sino en el cuerpo espiritual e inmortal, en el cuerpo íntegro, plácido y sosegado y sumiso por entero al espíritu. Es una gracia que procede del poder divino y no del esfuerzo humano. Entonces -repito- obtendrá fácilmente el sumo grado. Cuando corra de buena voluntad y con gran deseo al gozo de su Señor, sin que le frenen los atractivos de la carne ni le turben sus molestias.

¿Podemos pensar que los santos mártires alcanzaron esta gracia, al menos en parte, mientras vivían en sus cuerpos gloriosos? Una gran fuerza arrebataba interiormente sus almas, y les hacía capaces de entregar sus cuerpos y despreciar los tormentos. Por eso los atroces dolores pudieron turbar su serenidad, pero no se la hicieron perder.

 Capítulo 30

 70.          ¿Y qué pensar de las almas que ya están libres de sus cuerpos? Creemos que están totalmente sumergidas en aquel piélago inmenso de la eterna luz y luminosa eternidad.

 71.          Pero si los muertos aspiran todavía a reunirse con sus cuerpos, como no puede negarse, o desean y esperan recibirlos, es evidente que no se han transformado del todo y que todavía les queda algo de Sí mismos, por poco que sea, que distrae su atención. Mientras la muerte no quede absorbida por la victoria, y la luz perenne no invada los dominios todos de la noche, y la gloria no resplandezca en los cuerpos, las almas no pueden salir de Sí mismas y lanzarse a Dios. Todavía están ligadas al cuerpo, no por la vida y los sentidos, sino por  el afecto natural. Y sin Él no quieren ni pueden poseer la perfección.

 72.          Así, pues, antes de la restauración de los cuerpos no se dará ese desfallecer del alma, que es su estado sumo y más perfecto; si el alma alcanzara su plenitud sin el cuerpo, no desearía ya  jamás su compañía. De este modo, el alma siempre sale beneficiada: cuando deja el cuerpo y cuando lo vuelve a tomar. Por eso es cosa preciosa a los ojos del Señor la muerte de sus santos. Si la muerte es preciosa, ¿qué será la vida, y tal vida? No hay que maravillarse que el cuerpo glorioso aumente la dicha del alma, si recordamos que cuando era frágil y mortal le ayudaba tanto. ¡Qué verdad más grande pronunció el que dijo: Que Dios hace concurrir todas las cosas para el bien de los que le aman: Al alma que ama a Dios le sirve de mucho su cuerpo: cuando es débil, cuando está muerto y cuando descansa. Lo primero, para hacer frutos de penitencia; lo segundo, para su descanso; y lo tercero, para su consumación. Con razón no se considera perfecta sin Él, pues en todos los estados colabora para su bien.

 Capítulo 31

 73.          Bueno y fiel compañero es el cuerpo para el espíritu bueno: cuando le pesa, le ayuda. Si no le ayuda, le deja libre; o le ayuda y no le sirve de carga. El primer estado es ingrato, pero fecundo. El segundo es ocioso, pero nada penoso.

Y el tercero es todo glorioso. Escucha cómo invita el esposo en el Cantar a subir por estos prados: Comed amigos míos y bebed, embriagaos, carísimos. A los que trabajan con el cuerpo les llama a comer; a los que descansan, privados del cuerpo, les invita a beber; y a los que vuelven a tomar el cuerpo les anima a que se embriaguen y les llama carísimos, es decir, llenísimos de caridad. A los otros les da solamente el nombre de amigos, porque gimen todavía oprimidos por el peso del cuerpo y son amados por la caridad que tienen. Y si están libres de los lazos de la carne, son tanto más amados cuanto más prontos y desembarazados están para amar. Con mucho mayor motivo que éstos, merecen llamarse y ser amadísimos los que han recibido la segunda estola, tomando de nuevo los cuerpos gloriosos. Se lanzan libres y ardientes a amar a Dios, porque nada tienen en Sí mismos que les solicite o los demore. Esto no lo disfrutan los otros estados. En el primero se lleva el cuerpo con trabajo, y en el segundo se espera al mismo cuerpo con cierto deseo.

Capítulo 32

74.          En el primero el alma fiel come su pan, pero con el sudor de su rostro. Permanece todavía en la carne y vive de la fe, que debe ser fecunda por la caridad, ya que la fe sin obras está muerta. Las mismas obras le sirven de alimento, como dice el Señor: Mi alimento es hacer la voluntad de mi Padre. Después, despojado de la carne, no come el pan del dolor, sino que se le permite beber en abundancia el vino del amor, como suele hacerse después de las comidas. Pero no lo bebe puro, sino como dice la esposa del Cantar: He bebido de mi vino y de mi leche. El vino del amor está aún mezclado con el deleite de Dios. Es imposible que el alma se recoja toda en Dios y del afecto natural, que le impulsa a tomar nuevamente su cuerpo glorificado. El vino de la santa caridad la llena de calor, pero todavía no la embriaga, porque la fuerza del vino se rebaja con la mixtura de leche. La embriaguez, además, suele perturbar el juicio y quitar la memoria.

Y la que todavía piensa en la resurrección del cuerpo no está enteramente olvidada de Sí. Cuando éste aparezca resucitado -lo único que le falta- ¿qué le impedirá salir de Sí misma, lanzarse toda hacia a Dios y hacerse completamente desemejante de Sí, porque se le concede asemejarse a Dios? Se le permite beber en la copa de la sabiduría, de la que se ha dicho: ¡Qué maravilloso es el cáliz que embriaga! ¿Cómo no va a saciarse de la abundancia de la casa de Dios, si está libre de todo cuidado y bebe con Cristo el vino puro y nuevo en la casa del Padre?

Capítulo 33

75.          Este triple banquete lo brinda la sabiduría con el plato único de la caridad: alimenta a los que trabajan, da de beber a los que descansan y embriaga a los que reinan. Y Así como en el banquete corporal se sirve antes la comida que la bebida, porque Así lo pide el instinto, lo mismo sucede aquí. Antes de morir comemos del trabajo de nuestras manos, con esta carne mortal, teniendo que masticar lo que tomamos. Después de la muerte gozamos de la vida espiritual y comenzamos ya a beber, asimilando fácil y gustosamente lo que recibimos.

Finalmente, resucitado ya el cuerpo, nos embriagamos de la vida inmortal y rebosamos de incalculable plenitud. Esto quiere decir el esposo en los Cantares: Comed amigos míos, y bebed; embriagaos, carísimos. Comed antes de la muerte, bebed cuando ha llegado la muerte y embriagaos después de la resurrección.

76.          Con razón llama carísimos a los ebrios de caridad, y ebrios a los que merecen ser introducidos en las bodas del Cordero, para que coman y beban en la mesa de su reino cuando presente a su Iglesia gloriosa, limpia de mancha y arruga y demás imperfecciones. Entonces embriaga a sus amigos y les da a beber en el torrente de sus delicias. Es aquel abrazo tan apretado y tan casto del esposo y de la esposa, cuyas aguas caudalosas alegran la ciudad de Dios. Lo cual, a mi parecer, no es otra cosa que el Hijo de Dios que pasa y sirve, como él mismo prometió, para que los justos se alegren, gocen y salten de júbilo ante Dios. Es saciedad que no cansa, curiosidad insaciable y tranquila, deseo eterno que nunca se calma ni conoce limitación, sobria embriaguez que no se anega en vino ni destila alcohol, sino que arde en Dios. Ahora es cuando posee para siempre el cuarto grado del amor, en el que se ama solamente a Dios de modo sumo. Ya no nos amamos a nosotros mismos sino por Él, y Él será el premio de los que le aman, el premio eterno de los que le aman eternamente.

Capítulo 34

77.          Recuerdo que escribí hace tiempo una carta a los santos hermanos de la Cartuja, en la que les hablaba de estos mismos grados. Quizá hacía allí otras reflexiones sobre la caridad, pero todas eran sobre el mismo tema. Por eso me parece útil añadir a este trabajo alguna de ellas, sobre todo porque me resulta más fácil copiar lo que ya está dictado que componerlo de nuevo.

comienza la carta sobre la caridad a los santos hermanos de la cartuja

 78.          La caridad auténtica y verdadera, la que procede de un corazón puro, de una conciencia buena y de una fe sincera, es aquella por la que amamos el bien del prójimo como el nuestro. Porque quien sólo ama lo suyo, o lo ama más que a los demás, es evidente que no ama el bien por el bien, sino por su propio provecho. No atiende al profeta, que dice: Dad gracias al Señor, porque es bueno.

Le glorifica, sin duda, porque es bueno para Él, no porque es bueno en Sí mismo.

Y merece aquel reproche del salmo: Te alabará cuando le hagas beneficios. Hay quienes alaban a Dios porque es poderoso, otros porque es bueno con ellos, y otros porque es bueno en Sí mismo. Los primeros son esclavos y están llenos de temor. Los segundos son asalariados y les domina la codicia. Los terceros son hijos y honran a su padre. Los que temen y codician sólo se miran a Sí mismos.

El amor del hijo, en cambio, no busca su propio interés.

 79.          Pienso que a éste se refiere la Escritura: La ley del Señor es perfecta, y convierte las almas. Porque es la única capaz de arrancar al alma del amor de Sí misma y del mundo, y volverla hacia Dios. Ni el temor ni el amor de Sí mismo son capaces de convertir el alma. A veces cambian la expresión del rostro o la conducta exterior, mas nunca los sentimientos. Los esclavos hacen algunas veces obras de Dios, pero no las realizan espontáneamente y les cuesta mucho.

También los asalariados, pero no lo hacen gratuitamente, y se dejan arrastrar por la codicia. Donde hay amor propio allí hay individualismo. Y donde hay individualismo hay rincones. Y donde hay rincones hay basura e inmundicia. La ley del siervo es el temor que le invade. La del asalariado es la codicia que le domina, le atrae y le distrae. Ninguna de estas leyes es pura y capaz de convertir

las almas. La caridad, en cambio, convierte las almas y las hace también libres.

 Capítulo 35

 80.          La llamo además inmaculada, porque no acostumbra retener nada de lo suyo. Ahora bien, cuando el hombre no tiene nada propio, todo lo que tiene es de Dios. Y lo que es de Dios no puede ser impuro. Por tanto, la ley inmaculada del Señor es la caridad, que no busca su propio provecho, sino el de los demás. Se llama ley del Señor, porque Él mismo vive de ella, o porque nadie la posee si no la recibe gratuitamente de Él. No es absurdo decir que Dios también vive según una ley, ya que esta ley es la caridad. ¿Qué es lo que conserva la soberana e inefable unidad en la beatísima y suma Trinidad sino la caridad? Ley es, en efecto, y ley del Señor la caridad, porque mantiene a la Trinidad en la unidad, y la enlaza con el vínculo de la paz.

 81.          Pero ninguno piense que hablo aquíde la caridad como de una cualidad o accidente -lo cual Seríadecir que en Dios hay algo que no es Dios-, sino de la misma sustancia divina. Este modo de hablar no es nuevo ni insólito, pues Juan dice: Dios es caridad. Se llama, pues, caridad a Dios y al don de Dios. La caridad da caridad, la caridad sustantiva da la accidental. Cuando se refiere al que da, es el nombre de la sustancia. Cuando significa el don, es la cualidad.

Esta es la ley eterna, que todo lo crea y lo gobierna. Ella hace todo con peso, número y medida. Nada está libre de la ley, ni siquiera el que es la ley de todos. Y esta ley es esencialmente ley, que no tiene poder creador, pero que se rige a Sí misma.

 Capítulo 36

 82.          Por lo demás, los esclavos y asalariados tienen también su ley; que no es la del Señor, sino la que ellos mismos se han impuesto. Los primeros no aman a Dios, los otros aman otras cosas más que a Él. Tienen repito, no la ley del Señor, sino la suya propia; aunque, de hecho, está supeditada a la divina. Han podido hacer su propia ley, pero no han podido substraerse al orden inmutable de la ley eterna. Yo Diría que cada uno se fabrica su ley cuando prefiere su propia voluntad a la ley eterna y común, queriendo imitar perversamente a su Creador. Porque Así como Él es la ley de Sí mismo y no depende de nadie, también éstos quieren regirse a Sí mismos y no tener otra ley que su propia voluntad. ¡Qué, yugo tan pesado e insoportable el de todos los hijos de Adán, que aplasta y encorva nuestra cerviz y pone nuestra vida al borde del sepulcro!

 83.          ¡Desdichado de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte, que me abruma y casi me aplasta? Si el Señor no me hubiera ayudado, ya habitaría mi alma en el sepulcro. Este peso oprimía al que sollozaba y decía: ¿Por qué me haces blanco tuyo, cuando ni a mí mismo puedo soportarme? Al decir: ni a mí mismo puedo soportarme, indica que se ha convertido en ley de Sí mismo y en autor de su propia ley. Y al decir a Dios: me haces blanco tuyo, muestra que no puede substraerse a la ley de Dios. Porque es propio de la ley santa y eterna de Dios que quien no quiere guiarse por el amor, se obedezca a Sí mismo con dolor. Y quien desecha el yugo suave y la carga ligera de la caridad, se ve forzado a aguantar el peso intolerable de la propia voluntad. De este modo tan admirable y justo, la ley eterna convierte en enemigos suyos a quienes le rechazan, y además los mantiene bajo su dominio.

84.          No trascienden con su vida la ley de la justicia, ni permanecen con Dios en su luz, en su reposo, en su gloria. Están sometidos a su poder y excluidos de su felicidad. Señor, Dios mío, ¿por qué no perdonas mi pecado y borras mi culpa?

Haz que arroje de mí el peso abrumador de la voluntad propia y respire con la carga ligera de la caridad. Que no me obligue el temor servil ni me consuma la codicia del mercenario, sino que sea tu espíritu quien me mueva. El espíritu de libertad que mueve a tus hijos, dé testimonio a mi espíritu que soy uno de ellos, que tengo la misma ley que Tú y que soy en este mundo un imitador tuyo.

Los que cumplen el consejo del Apóstol: No tengáis otra deuda con nadie que la del amor mutuo, imitan a Dios en este mundo y no son esclavos ni mercenarios, sino hijos.

 Capítulo 37

 85.          Así, pues, los hijos están sin ley, a no ser que alguien piense otra cosa por aquello de la Escritura: La ley no es para los Justos. Tengamos en cuenta que una es la ley promulgada por el espíritu de servidumbre en el temor, y otra a ley dada por el espíritu de libertad en el amor. Los hijos no están sometidos a aquélla, privados de ésta. ¿Quieres oír que los justos no tienen ley? No habéis recibido el espíritu de siervos, para recaer en el temor. ¿Y quieres oír que no están exentos de la ley de la caridad?: Habéis recibido el espíritu de hijos adoptivos.

Escucha por fin al justo, que confiese lo uno y lo otro. No está sometido a la ley, ni privado de ella: Con los que viven bajo la ley, me hago como si yo estuviera sometido a ella, no estándolo. Con los que están fuera de la ley, me hago como si estuviera fuera de la ley no estando yo fuera de la ley, sino bajo la ley de Cristo. Por eso no se dice: Los justos no tienen ley, o los justos están sin ley, sino: la ley no es para los justos. Es decir, no se les ha impuesto a la fuerza, sino que la reciben voluntariamente y les estimula dulcemente. Por eso dice tan hermosamente el Señor: Tomad mi yugo sobre nosotros. Como si dijera: No os lo impongo a la fuerza, tomadlo vosotros si queréis; porque de otro modo no hallaréis descanso, sino fatiga en vuestras almas.

 Capítulo 38

 86.          Buena, pues, y dulce es la ley de la caridad. No sólo es agradable y ligera, sino que además hace ligeras y fáciles las leyes de los siervos y asalariados. No las suprime, es cierto, pero ayuda a cumplirlas, como dice el Señor: No he venido a abrogar la ley, sino a cumplirla. Modera la de unos, ordena la de otros y suaviza la de todos. Jamás irá la caridad sin temor, pero éste será casto. Jamás le faltarán deseos, pero estarán ordenados. La caridad perfecciona la ley del siervo inspirándole devoción. Y perfecciona la del mercenario ordenando sus deseos.

La devoción unida al temor no lo anula, lo purifica. Le quita solamente la pena que siempre acompaña al temor servil. Pero el temor permanece siempre puro y filial. Porque aquello que leemos: La caridad perfecta aleja el temor, se refiere a la pena, que, como dijimos, va siempre unida al temor. Es una figura retórica en la que se toma la causa por el efecto. La codicia, por su parte, se ordena rectamente cuando se le une la caridad. Se rechaza todo lo malo, a lo bueno se prefiere lo mejor, y sólo se apetece lo que es bueno en vistas a un bien mejor.

Cuando, con la gracia de Dios, se consigue esto, se ama el cuerpo; todos las bienes del cuerpo se aman por el alma, el alma por Dios, y a Dios por Sí mismo.

 Capítulo 39

 87.          Pero como somos carnales y nacemos de la concupiscencia de la carne, es necesario que nuestros deseos o nuestro amor comience por la carne. Bien dirigida, avanza de grado en grado bajo la guía de la gracia, hasta ser absorbida por el espíritu, porque no es primero lo espiritual, sino lo animal, y después lo espiritual. Debemos llevar primero la imagen del hombre terrestre y después la del celeste. El hombre comienza por amarse a Sí mismo: es carne, y no comprende otra cosa fuera de Sí mismo. Cuando ve que no puede subsistir por Sí mismo, comienza a buscar Dios por la fe y amarle porque lo necesita. En el segundo grado ama a Dios, pero por Sí mismo, no por Él. Sus miserias y necesidades le impulsan a acudir con frecuencia a Él en la meditación, la lectura, la oración y la obediencia. Dios se le va revelando de un modo sencillo y humano, y se le hace amable.

 88.          Y cuando experimenta cuán suave es el Señor, pasa al grado tercero, en el que ama a Dios no por Sí mismo, sino por Él. Aquí permanece mucho tiempo, y no sé si en esta vida puede hombre alguno elevarse al cuarto grado, que consiste en amarse solamente por Dios. Díganlo quienes lo hayan experimentado: yo lo creo imposible. Sucederá, sin duda, cuando el siervo bueno y fiel sea introducido en el gozo de su Señor y se sacie de la abundancia de la casa de Dios. Olvidado por completo de Sí, y totalmente perdido, se lanza sin reservas hacia Dios, y estrechándose con Él se hace un espíritu con Él. Pienso que esto es lo que sentía el Profeta cuando decía: Entraré en los maravillas del Señor. Señor, recordaré sólo tu justicia. Sabía muy bien que, cuando entrara en las grandezas espirituales del Señor, se vería libre de todas las miserias de la carne y no tendría que pensar más en ella. Totalmente espiritualizado, recordará únicamente la justicia de Dios.

 Capítulo 40

 89.          Entonces todos los miembros de Cristo podrán decir de Sí mismos lo que Pablo decía de la cabeza: A Cristo lo conocimos según la carne, pero ahora ya no es aSí. Allí nadie se conocerá según la carne, porque la carne y la sangre no pueden poseer el reino de Dios. No porque deje de existir allí nuestra carne, sino porque se verá libre de todo apetito. El amor carnal será absorbido por el amor del espíritu, y nuestros débiles afectos humanos quedarán, en cierto modo, divinizados. La red de la caridad que ahora sondea en este mar espacioso y profundo, y recoge en su seno toda clase de peces, se adapta a todos y se hace solidaria de su buena o mala fortuna. Se alegra con los que están alegres y llora con los que están tristes. Mas cuando llegue a la playa, separará como peces malos todo lo triste, y tomará solamente lo agradable y gozoso.

90.          ¿Podremos ver acaso a Pablo hacerse débil con los débiles, consumirse con los que se escandalizan, si allí no hay ya flaquezas ni escándalos? ¿Y llorará por los que no hacen penitencia, si allí no existen ya el pecador ni el penitente?

En aquella ciudad no hay tampoco lágrima ni lamentos por los condenados al fuego eterno con el diablo y sus ángeles. En sus calles corre un río caudaloso que alegra, y el Señor ama sus puertas más que las tiendas de Jacob. Porque en las tiendas se disfruta el triunfo de la victoria, pero también se siente el fragor de la lucha y el peligro de la muerte. En aquella patria no hay lugar para el dolor y la tristeza, y Así lo cantamos: Están llenos de gozo todos los que habitan en ti. Y en otra parte: Su alegría será eterna. Imposible recordar la misericordia donde sólo reina la justicia. Por eso, si ya no existe la miseria ni el tiempo de la misericordia, tampoco se dará el sentimiento de la compasión.

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